La Semana Santa de mi infancia





El Cristo de los Doctrinos saliendo en procesión de su ermita el Jueves Santo de 1965



Mis recuerdos más antiguos mínimamente coherentes, en éste y en otros temas, se remontan de forma aproximada a la segunda mitad de la década de los sesenta del pasado siglo, más bien a finales que a principios de la misma. Sin embargo, el hecho de que haya leído bastante sobre la Semana Santa alcalaína de este período me hace difícil discernir entre lo que son mis recuerdos propios y lo que he conocido posteriormente, algo que es preciso tener en cuenta antes de seguir adelante.

¿Qué recuerdo yo de la Semana Santa de entonces? Pues la verdad es que no mucho, aunque sí lo suficiente para excitar mi curiosidad. Quizá uno de mis recuerdos más antiguos sea el del Cristo de los Doctrinos y la Virgen de la Esperanza haciendo el Vía Crucis en la plaza de Cervantes, algo que posteriormente supe que tuvo lugar hasta que la implantación manu militari -o casi- de la procesión general ya a finales de los sesenta, acabó con esta procesión -y con prácticamente todas la restantes- y, de paso, con la salida de esta Virgen a la calle durante un par de décadas. Sí recuerdo, ya con una mayor consistencia, la citada procesión general, reducida entonces a las cinco cofradías y los aproximadamente siete pasos que procesionaban en ella: El Cristo de Medinaceli, el Cristo de los Doctrinos -ya sin la Esperanza-, el Cristo de la Agonía, la Soledad y los tres pasos del Santo Entierro, el Cristo Yacente, la Dolorosa y la Cruz con los Atributos de la Pasión.

Claro está que al llegar a este punto se me plantean algunas dudas. Es sabido que durante algunos años, hasta principios de los setenta, la cofradía del Santo Entierro consiguió mantener, contra viento y marea, la procesión del Silencio, posterior a la general en la madrugada del Viernes Santo; y efectivamente, recuerdo que, tras volver a casa después de la procesión general y, supongo, después de haber cenado algo, volvía a salir con mis padres para ver la del Silencio. Esto lo tengo claro, pero lo que ya no lo tengo tanto, es si el Santo Entierro llegó a hacer doblete durante algún tiempo participando en ambas o si, por el contrario, su integración en la general supuso la inmediata desaparición de la suya propia. Tampoco sé -al menos en lo que a mi memoria respecta- si la cofradía del Cristo de la Agonía mantuvo la procesión de la madrugada del Viernes Santo, pero en cualquier caso es lógico suponer que de niño nunca llegué a asistir a ella.

No consigo recordar si la desaparición del paso de los Atributos de la Pasión coincidió o no con la de la procesión del Silencio, pero puedo dar fe de que los dos pasos restantes de esta cofradía -el Cristo Yacente y la Dolorosa- sí participaron durante algún tiempo en la procesión general antes de que la Dolorosa acabara causando baja en la misma, de nuevo por causas ajenas a la cofradía e imputables a las autoridades eclesiásticas de la época, con lo cual la procesión general, la única que por entonces se hacía salvo quizá la del Cristo de la Agonía, quedó reducida a la raquítica cifra de cinco pasos, uno por cofradía, y desde mediados de los setenta a tan sólo cuatro tras la retirada del Cristo de los Doctrinos, una situación que se mantendría hasta bien entrados los años ochenta.

Por curioso que pueda parecer, pese a lo relativamente reciente de la época -si no para mí, sí al menos para quienes estaban entonces al frente de las cofradías- no he conseguido determinar con precisión el orden concreto en el que tuvieron lugar estos cambios, mientras que la prensa de entonces, reducida al semanario Puerta de Madrid y a los escuálidos programas de Semana Santa de la época, tampoco resulta de gran ayuda dado que se limita a citar a las cofradías pero no a los pasos, con lo cual nos quedamos sin salir de dudas.

Ya en otro apartado, me gustaría reseñar algunas de mis impresiones infantiles acerca de la Semana Santa que viví entonces, completamente anecdóticas, por supuesto, pero que para mí tienen el interés de la añoranza. Así, al previsible temor hacia los nazarenos, se sumaban sorpresas como la de “descubrir” que a Cristo ya lo habían bajado de la cruz -me estoy refiriendo, lógicamente, a los desaparecidos Atributos de la Pasión- sin yo haberme dado cuenta, ya que en mi ingenuidad pensaba que se trataba del mismo paso que poco antes había visto con Cristo clavado en él. Huelga decir que hacía el firme propósito de procurar, al año siguiente, estar presente cuando el descendimiento tuviera lugar, siempre sin el menor resultado. Otro hecho que me llamaba poderosamente la atención era la diferencia entre los dos crucifijos, el de los Doctrinos -que marchaba primero, supongo que por cuestiones de antigüedad- tan atezado y el de la Agonía, en brusco contraste, tan pálido muy al estilo de los talleres de Olot de los cuales procedía. Tengo también profundamente marcado en la memoria el punzante olor del incienso que acompañaba al primero de estos dos pasos, y por supuesto me impresionaba profundamente ver a los penitentes cargados de cruces y cadenas, o a los soldados haciendo carrera a lo largo del recorrido de la procesión con los fusiles a la funerala, es decir, boca abajo, como también me impresionaba la parada que hacía el Cristo de los Doctrinos, de vuelta hacia su ermita, frente al portón de la antigua cárcel de la calle de los Colegios, donde los presos le cantaban antes de que reanudara su camino.

Por lo demás poco es lo que puedo añadir, ya que la modesta pero digna Semana Santa de mi infancia cayó en un profundo declive coincidiendo con mi paso a la adolescencia, lo que motivó en mí un desinterés temporal hacia ella que sólo tuvo su fin cuando, ya mediados los años ochenta, el resurgir de la misma de manos del concejal José Macías y de la cofradía del Cristo de la Columna coincidió con el inicio de mi vida adulta. Pero ésta es ya otra historia.




Ver también :
La Semana Santa de mi juventud
La Semana Santa de mi madurez
La Semana Santa que viene


Publicado en el nº 5 de La Columna, Semana Santa de 2006
Actualizado el 16-3-2006