Inconvenientes de rejuvenecer



Eupropio Pi era un inventor genial, quizá el de mayor talento de toda la historia. Pero también tenía un carácter tan insoportable y huraño que le costó ser expulsado de las instituciones docentes donde intentó estudiar incluida la universidad, siendo asimismo vetado en todos los centros de investigación en los que pretendió ingresar.

Convertido en un paria y condenado a un ostracismo total, Eupropio no renunció por ello a su talento y, gracias a una generosa herencia que le llegó en el momento más oportuno, pudo dedicarse a desarrollar su portentosa creatividad de forma totalmente autodidacta, sin más ayuda que su privilegiado cerebro.

Fueron muchas las ideas que desarrolló capaces cada una de ellas de convertirse en una piedra angular de la civilización, pero resentido por el trato recibido, y considerando a la humanidad indigna de beneficiarse de sus descubrimientos, renunció a hacerlos públicos limitándose a transcribirlos al papel -bueno, al disco duro del ordenador- protegidos por una clave criptográfica de su invención que consideraba, y probablemente lo era, indescifrable para todos excepto para él.

Por esta razón renunció a llevar a la práctica ni uno solo de sus inventos, como precaución ante la posibilidad de que sus tesoros pudieran acabar cayendo en manos ajenas. En realidad dudaba que alguien pudiera entender siquiera el funcionamiento de sus complejos aparatos en el caso de que éstos llegaran a ser construidos, pero prefería asegurarse de mantenerlos en secreto. Además él trabajaba en sus ideas por pura satisfacción intelectual, importándole un comino los beneficios que pudieran proporcionar tanto a la sociedad como a él mismo en forma de reconocimiento social o económico. De hecho, le bastaba con tener cubiertas las necesidades básicas y poderse dedicar a tiempo completo a lo único que le placía.

Con una única excepción. Aunque todavía era relativamente joven y gozaba de buena salud, era consciente de que esto no perduraría siempre y que con el paso del tiempo acabaría envejeciendo y enfermando. No es que en sí mismo esto le preocupara demasiado, en su estoicismo intelectual lo consideraba inevitable, pero lo que sí le resultaba intolerable era que la decrepitud o la enfermedad acabaran impidiéndole mantener el ritmo de sus procesos mentales. Incluso temblaba al pensar que pudiera acabar afectado por una enfermedad neurológica.

Por esta razón, se volcó en el desarrollo de una máquina que permitiera rejuvenecer periódicamente a su cuerpo, proveyéndole de una inmortalidad virtual que, sin interesarle por sí misma, sí le permitiría continuar con sus reflexiones y sus descubrimientos.

Fue ésta una tarea cuyo desarrollo teórico le llevó muchos años, de modo que cuando finalmente alcanzó su objetivo era ya lo suficientemente mayor como para ponerse a construir de inmediato la máquina que, basada en sus ideas y sus planos, haría posible el milagro. Por supuesto todo el desarrollo teórico había sido escrito en su criptografía particular; tan sólo faltaba que esos humanos a los que aborrecía se convirtieran en inmortales, y por idéntica razón no recurrió a la ayuda de nadie para desarrollar su artilugio.

Él era esencialmente un teórico, pero su diseño era tan sencillo, teniendo en cuenta la complejidad de la función que desempeñaría, que apenas tropezó con inconvenientes a la hora de convertirlo en una realidad tangible partiendo de piezas y elementos sencillos que le fue posible encontrar en su mayor parte ya elaborados, pudiendo encargar el resto sin que los fabricantes -siempre uno por pieza- pudieran sospechar siquiera la misión a la que estaban destinados. Y ensamblarlos tampoco le creó mayores problemas.

Finalmente, llegó el momento en el que su invento estuvo terminado. Éste tenía cierto parecido con un equipo hospitalario de resonancia magnética, con una camilla deslizante que se introducía en el interior de un cilindro hueco en forma de nicho. Pero su misión sería completamente diferente.

Una vez estuvo ultimado todo, Eutropio comió y bebió lo que estimó suficiente dado que el proceso, según había calculado, llevaría entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas; rejuvenecer varias décadas no era evidentemente una tarea sencilla ya que el proceso tendría lugar a nivel molecular en la totalidad de sus células, por lo que no había necesidad de que su cuerpo, por más que él permaneciera inconsciente durante todo el proceso, sufriera problemas de desnutrición o deshidratación; máxime cuando su metabolismo se vería forzado a actuar a unos niveles muy superiores a los normales.

Asimismo había previsto un artilugio, también de su invención, consistente en una especie de pañal diseñado para recoger y eliminar todo lo que de forma automática excretara su cuerpo, ya que no resultaría agradable despertarse rodeado de inmundicia.

Y eso era todo. Tras adoptar las precauciones pertinentes para que nadie le interrumpiera mientras durara el proceso, bajó al sótano de su vivienda donde había instalado el aparato rejuvenecedor, se desnudó por completo, se colocó el pañal y, tendiéndose en la camilla, manipuló el panel de control introduciendo la intrincada serie de instrucciones codificadas -otra precaución más- que pondría en marcha el equipo.

Ni siquiera sería necesario ningún tipo de reactivo químico o medicamento, puesto que todo el proceso tendría lugar a base de un complejo conjunto de radiaciones y campos electromagnéticos, algunos de ellos todavía desconocidos para la ciencia, que interaccionarían con su cuerpo sin necesidad siquiera de un simple pinchazo.

La camilla se introdujo suavemente en el túnel, al tiempo que las ondas adormecedoras -las había bautizado así a falta de un término mejor- comenzaron a actuar sobre su cerebro induciéndole un suave pero profundo sueño similar a la inconsciencia. Y ya no recordó nada más.

Despertó con la misma suavidad con la que se había dormido, descubriendo que continuaba tendido en la camilla aunque ésta había vuelto a salir del túnel. Se incorporó sentándose en ella, descubriendo en sus músculos una agilidad que hacía tiempo había olvidado. Miró las partes de su cuerpo que tenía a la vista, pudiendo comprobar como la piel se mostraba tersa y la barriga acumulada durante los últimos años había desaparecido. Palpándose la cabeza, descubrió que éste volvía a estar cubierta por un corto pero tupido pelo.

Pero la prueba definitiva la constató cuando, bajándose de la camilla, se giró hasta enfrentarse con el espejo de cuerpo entero que previsoramente había colocado junto a la pared. Y, efectivamente, la imagen que reflejó éste fue la de un joven de unos veinte o veinticinco años de edad, en la plenitud de la vida.

Eufórico se despojó del pañal y, abandonando el sótano, se dirigió directamente al cuarto de baño para darse una ducha, ya que según pudo comprobar el sistema evacuador, aunque eficaz, no había sido infalible del todo.

Fue bajo el reconfortante chorro de agua tibia cuando repentinamente cayó en la cuenta de que algo no encajaba; algo que, descubrió aterrorizado, echaba por tierra su minucioso plan.

Porque a él, la mente más preclara de todo el planeta, se le había pasado por alto un detalle que, aunque en apariencia nimio, resultaba trascendental: al rejuvenecer las células de todo su cuerpo había rejuvenecido también las neuronas de su cerebro, devolviendo éstas al estado en el que se encontraban a los veintitantos años de edad.

Con lo cual todos los conocimientos almacenados en su prodigiosa memoria durante las tres últimas décadas de su vida se habían borrado como si jamás hubieran llegado a existir.

“Bueno, la cosa no es tan mala” -se dijo mientras se secaba apresuradamente-; al fin y al cabo tengo todo registrado en los discos duros, tan sólo es cuestión de volverlo a aprender.

Pensado lo cual, se vistió apresuradamente -era invierno, y la casa estaba fría- y corrió a ponerse delante del ordenador.

Pero -¡ay!- con lo que no había contado tampoco era con que su sistema criptográfico lo había desarrollado con posterioridad a la edad biológica que tenía ahora, por lo cual también había olvidado las claves necesarias para abrir los ficheros. E incluso, pensó con un escalofrío, aun en el caso de que pudiera abrirlos, era probable que fuera incapaz de entenderlos.

Tras lo cual, sin amilanarse, comenzó a pulsar frenéticamente el teclado.

Pasados varios años Eupropio Pi seguía sin haber podido descifrar las claves de su propio sistema criptográfico, pese a haber dedicado todos sus esfuerzos a ello. Sí, recordaba en términos generales los métodos matemáticos que utilizó y fue capaz de reconstruir otros sistemas similares igual de eficaces que el anterior, pero de nada servía disponer de una llave si ésta no lograba abrir la cerradura correcta, ya que la posibilidad de repetir hasta el último paso un proceso tan complejo era tan remota que en la práctica se revelaba imposible.

Desesperado, intentó invertir el proceso de rejuvenecimiento retornando a su edad real, pero de nuevo tropezó con otro detalle que desafortunadamente también había pasado por alto; en su obsesión por impedir que nadie salvo él pudiera manejarla, encriptó la programación de la máquina de una manera tan compleja que incluso a su joven cerebro actual le resultaba imposible entenderla.

Así pues, hubo de resignarse a ser joven de nuevo pero privado de todo el saber acumulado durante la mayor parte de su vida adulta. No obstante su inteligencia seguía intacta, por lo cual se resignó a repetir por segunda vez el proceso que le llevó a idear de nuevo todas esas maravillas que dormían olvidadas más allá de su alcance. Le llevaría tiempo, muchos años sin duda, pero lo que había hecho una vez tarde o temprano podría repetirlo de nuevo. Entonces construiría una segunda máquina, o quizá pudiera reprogramar la primera, volviendo a rejuvenecer para recuperar el tiempo perdido. Eso sí, procuraría ser más prudente dejando las suficientes pistas para no verse obligado a empezar una vez más de nuevo.


Publicado el 6-1-2023