Cara y cruz



Todos nosotros, a lo largo de nuestra vida, hemos cometido errores. A veces éstos no revisten especial trascendencia, o bien acaban solucionándose con el tiempo, pero otros, los peores, pueden acarrear consecuencias irreversibles... y generalmente negativas.

Esto último, para mi desgracia, es lo que me ocurrió a mí hace ya demasiado tiempo, con el agravante de que sé que estoy condenado a purgar por ello durante toda la eternidad. Fue culpa mía, por supuesto, y ahora soy plenamente consciente de que me cegó la ambición, pero ya es demasiado tarde para el arrepentimiento.

Todo empezó el maldito día en que tropecé con el demonio. Le llamo así debido a que él fue el responsable de mi desgracia, aunque la verdad es que desconozco si su naturaleza era diabólica, angelical o simplemente mortal, aunque me consta que era ajeno a nuestro planeta y, quizá, también a nuestro universo. En realidad nunca lo llegué a saber, ni creo que ahora esto importe demasiado.

Hasta ese momento yo había sido una persona normal, perdida en el mar de la tranquila y acogedora mediocridad. Mi vida transcurría sin sobresaltos, lo cual no me satisfacía ya que ambicionaba más, mucho más, pese a sentirme incapaz de conseguirlo, lo cual había acabado sumiéndome en una profunda frustración. Y entonces apareció él, ofreciéndome justo aquello que anhelaba: la fama, el dinero, el reconocimiento social, el éxito con las mujeres, una salud a prueba de enfermedades y de los achaques de la edad... y cegado por tamaños oropeles, le vendí mi alma.

Bueno, en realidad lo de vender el alma no debe interpretarse de forma literal, ya que no fue un pacto diabólico en el sentido tradicional del término. El culpable de todos mis males se me presentó como un científico procedente de una remota y avanzadísima civilización galáctica, llegado a nuestro planeta en misión investigadora. Nuestro encuentro fue casual, tropezó conmigo al igual que podría haberlo hecho con otro cualquiera de los miles de millones de habitantes de la Tierra, pero en mala hora me tocó a mí...

Él me ofreció lo que a mí me parecieron unos dones maravillosos aunque, según afirmó, se trataba de simples aplicaciones de su desarrollada tecnología natal que nada tenían de mágico, aunque a mí me lo parecieran. Qué más da. El caso fue que, gracias a su ayuda, y cuando ya me había resignado a dejar que lo que me quedaba de vida se fuera desgranando con languidez, vi abrirse ante mis ojos la posibilidad de alcanzar todo aquello que tantas veces había ambicionado en vano. Fui débil, y sucumbí a la tentación.

Claro está que tenía un precio, y en honor a la verdad he de reconocer que no me engañó. Me engañé yo solo. Aparentemente, lo que me pidió a cambio de su ayuda no era demasiado, ni aparentaba exigir un esfuerzo inasumible; al contrario, parecía ser tentadoramente fácil.

Lo que mi interlocutor deseaba era una copia de mi espíritu, como decía él, o de mi mente, por utilizar un término más científico. No, no se trataba de entregarle mi alma, puesto que yo la conservaría intacta; según afirmaba yo no sufriría el menor daño durante el proceso, ni me quedaría la más mínima secuela de ello... y a cambio de tan mínimo sacrificio, tendría todo lo que ambicionaba.

No lo dudé un solo instante aunque, eso sí, movido por la curiosidad le pregunté para qué quería esa copia. Su reticencia en responderme debería haberme alertado sobre de sus verdaderas intenciones, pero estaba tan obnubilado que no quise verlo. Finalmente, y a regañadientes, me dijo algo así como que formaba parte de un vasto experimento de sus congéneres para recrear una especie de universo virtual, el cual pretendían poblar con muestras -es decir, copias de mentes de seres reales- tomadas en multitud de mundos distintos.

En qué consistía el experimento, y qué les iba a ocurrir a esos fantasmas fue algo que rehusó explicarme, alegando que no lo entendería. Pero, añadió, no tenía por qué preocuparme, puesto que yo continuaría siendo el mismo... aunque, eso sí, sensiblemente mejorado en mis expectativas sociales. Eso acabó de disipar mis dudas.

Y la tragedia se consumó. El duplicado se realizó con total éxito, y los hechos discurrieron exactamente tal como el visitante me había explicado. Con lo que no contaba, era con que la copia virtual tendría no sólo los mismos recuerdos que el original hasta el instante mismo de su desdoblamiento, sino también idéntica personalidad. Es decir, sería otro yo exactamente igual en todo al primero excepto en su inmaterialidad, por otro lado innecesaria en un entorno virtual, pero tan real a su modo como el modelo del que había sido copiado a imagen y semejanza suya... y por supuesto, compartiría con éste las mismas inquietudes y los mismos sentimientos que lo singularizaban como un ser humano.

Eran, pues, dos individuos desdoblados, pero cada uno de ellos estaba vivo en su correspondiente entorno; la cara y la cruz de una misma moneda, ahora separadas y condenadas a llevar una vida independiente. Y sí, a mí me tocó la cruz, tuve la mala suerte de ser la copia inmaterial, pero no por ello menos real, entregada a mi inhumano carcelero a cambio de que mi egoísta hermano pudiera disfrutar de los beneficios de su traición sin importarle lo más mínimo las desgracias que con ello me acarreó. Me consta que es así, puesto que él fui yo hasta el mismo momento en el que nuestras almas se desdoblaron, razón por la que los reproches que le pueda hacer a él no tengo otro remedio que hacérmelos también a mí... y bien cara he pagado mi avaricia.

Pero no es él, sino yo, quien está purgando sus penas en este lúgubre lugar, compendio de todos los infiernos surgidos de las mentes más tortuosas del universo, víctima inocente, junto con mis desdichados compañeros de infortunio, de la perversidad de unos seres crueles que, pretendiendo jugar a ser dioses, tan sólo consiguieron ser diablos, los cuales nos mantienen recluidos en un mundo infernal fruto de su sádica imaginación que no por virtual deja de ser menos real para nosotros, puesto que los padecimientos que nos infligen los sufrimos de forma tangible en nuestros inmateriales cuerpos.

Y así será para siempre, ya que entre nosotros no existe la muerte salvo que algún día nuestros torturadores decidieran concedernos el don de la desaparición, algo que al parecer no entra en sus planes dado que constituimos, o al menos eso creemos, una especie de circo macabro cuyo único fin parece ser la diversión de estos malditos, que gozan recreándose en nuestros infortunios, e incluso hay quien afirma que puede que no seamos sino una única variante de un sinfín de infiernos virtuales, cada uno de ellos con una copia de todos nosotros, los cuales servirían de recreación particular para cada uno de estos miserables demonios. Puede que sea así, aunque carecemos de pruebas para demostrarlo.

Ojalá la moneda hubiera caído del otro lado y fuera el otro quien estuviera en mi lugar, ya que se merecía sobradamente este castigo.


Publicado el 11-9-2005 en Axxón