Quien a hierro mata...



Cuando Francisco Franco falleció el 20 de noviembre de 1975 fue al Infierno tal como era de esperar, para sorpresa suya sin que a la hora de la verdad de nada le sirviera su imagen pública de católico devoto.

Una vez allí el Servicio de Clasificación le remitió al Círculo de Dictadores, Tiranos y Asimilados, donde fue recibido por el jefe de sección correspondiente. Dado que, a diferencia de otras secciones, no solían ser demasiados los enviados allí, éste acostumbraba a hacer un recibimiento personalizado a los recién llegados, en reconocimiento tácito -no olvidemos que era un diablo- a la magnitud de sus crímenes.

Tras darle amablemente la bienvenida presentándose como el archidiablo Brulefel, procedió a describirle el lugar en el que estaría confinado durante toda la eternidad.

-Usted ha sido destinado a la Unidad 3-A, donde tendrá por compañeros a otros dictadores, tiranos y autócratas sanguinarios como Leopoldo II de Bélgica, el turco Enver Bajá, Hitler, Stalin, Mussolini, Tito, Ceaucescu, Mao Tse-Tung, Fidel Castro, varios dictadores africanos cuyos nombres siempre confundo, Pol Pot, Sadam Hussein y Bin Laden, entre otros.

-¡Un momento! -le interrumpió el ex-Caudillo-. Muchos de los que ha citado estaban vivos cuando yo fallecí, y ni siquiera sé quienes son esos dos con nombres moros. Debe tratarse de un error.

No, todo es correcto -sonrió el diablo exhalando un denso humo amarillo de forma simultánea por la nariz y las orejas, gesto con el que acostumbraba a amedrentar a los recién llegados, principalmente por el pestilente olor a azufre que exhalaba.

Es necesario advertir que en el Infierno, al ser los castigos de índole física, las almas de los condenados conservan la suficiente sensibilidad sensorial para poder sentirlos y padecerlos, convirtiendo su existencia en un sufrimiento continuo.

Hizo una pausa cambiando al verde del no menos desagradable cloro, y continuó:

-Puesto que aquí nos encontramos en la eternidad, es decir al margen del tiempo, éste no discurre de forma lineal tal como lo entienden los mortales. Así pues, tenemos como huéspedes a todos los condenados de su categoría que han existido, existen o existirán a lo largo de la historia, desde monarcas asirios hasta un ex-presidente norteamericano del siglo XXI y tiranos que todavía no habían nacido cuando usted falleció; pero por razones de organización no están revueltos sino clasificados en núcleos homogéneos en base a su contemporaneidad. Imagínese usted codeándose con Asurbanipal, Calígula, Atila, Gengis Jan, Tamerlán, Vlad Tepes al que por cierto no le gusta nada que le llamen Drácula, Iván el Terrible, Enrique VIII de Inglaterra, su compatriota Fernando VII o Suvaceris... bueno, este último vivió en el siglo XXIII, por lo cual no puede conocer nada de sus andanzas. Aunque aquí no hay barreras lingüísticas dado que tanto nosotros como los condenados hablamos el idioma primordial, sí existen diferencias culturales cuyos inconvenientes procuramos evitar, por lo cual al distribuir los grupos siempre buscamos que exista una razonable homogeneidad.

-Hay otra cosa que no entiendo -le interrumpió el ex-Generalísimo con su voz atiplada-. Varios de los que usted acaba de citar no eran cristianos, y yo creí encontrarme en el Infierno de mi religión...

-No le falta razón; por lo general cada religión se ocupa de sus propios condenados, al igual que se hace con los bienaventurados; es lo lógico que sea así, sobre todo teniendo en cuenta los distintos criterios de homologación que existen entre unas y otras hacen difíciles las extradiciones. Pero para determinados casos en los que las creencias respectivas no afectan a la valoración de los crímenes cometidos tenemos establecidos unos convenios de intercambio, para que me entienda una especie de Interinfernal, de modo que cada Infierno particular se ocupa de los condenados por una misma causa procedentes de todos ellos, mientras nuestros propios condenados por otras diferentes son enviados a los Infiernos correspondientes. Y sí -le tranquilizó al tiempo que le echaba a la cara una vaharada de dióxido de nitrógeno de espectacular tono pardo-, estamos en el Infierno cristiano, aunque al igual que hago siempre le advierto que no se moleste en pedir una audiencia con Satanás, ya que no se la concederá por mucha importancia que pretenda arrogarse.

-Está bien -accedió el condenado fingiendo una humildad que estaba muy lejos de sentir-. Supongo que aquí no existirá el recurso de apelación...

-Supone usted bien -corroboró Brulefel rascándose distraídamente las puntas de los cuernos con su largo rabo-. Tal como no se lo permitió usted a sus víctimas. Pero no es mi deseo juzgarlo, ya lo ha sido y por eso está aquí, sino ponerle en antecedentes sobre su castigo. ¿Conoce usted los juegos de rol? Probablemente no; aunque ya existían en su época, no se hicieron populares en España hasta después de su muerte.

Ante el esperado gesto de extrañeza de su interlocutor, continuó:

-Podríamos definirlos como una especie de representación teatral en la que cada uno de los participantes asume un papel predeterminado, tras lo cual pasan a competir entre ellos. Se juegan en un tablero de forma similar a otros juegos de mesa tan populares como el parchís o la oca aunque con unas reglas mucho más complejas, dependiendo del azar y la estrategia la trayectoria de los competidores. También tenemos la variante de los videojuegos, pero ésta la reservamos para los que nos llegan de épocas posteriores a la suya ya familiarizados con ellos.

-Entonces -Franco estaba perplejo-, ¿me dice usted que me voy a pasar aquí toda la vida jugando con mis compañeros de reclusión?

-Bueno, en realidad no es exactamente así, sólo se trataba de un símil para intentar ponerle en situación -al llegar a este punto el taimado Brulefel acostumbraba a hacer brillar las membranas nictitantes de sus pupilas rasgadas como muestra de satisfacción-. No se trata de un juego tal como lo entiende usted, sino de una competición entre los treinta dictadores que forman parte de cada Unidad para hacerse con el poder, con el fin de sojuzgar a los veintinueve restantes. Y, esto es importante, no existen reglas de ningún tipo, todo está permitido y es cuestión de cada uno conseguir doblegar a sus rivales o bien verse sometido por otro de ellos.

-O sea, la ley de la selva.

-Puede entenderlo así, si lo prefiere; al fin y al cabo lo único de que se trata es de aplicar las habilidades que tuvieron en vida gracias a las cuales consiguieron someter a sus países o a sus colonias a unas dictaduras tiránicas y por lo general sanguinarias, cuando no los embarcaron en guerras. En realidad no tienen que hacer nada diferente de lo que les hicieron a sus desdichados súbditos, salvo que aquí, en lugar de enfrentarse a gente indefensa, tienen que hacerlo con otros tan capaces, por decirlo de alguna manera, como ellos mismos. Una vez que lo piense, incluso lo encontrará divertido.

El aludido no lo veía así, pero prefirió guardar silencio muy a su estilo. Claro está que su carcelero no estaba dispuesto a ponérselo fácil.

-¿Sabe? A diferencia de muchos otros de los que han acabado aquí, si algo tienen en común todos ustedes, además de una ambición de poder desmedida y una carencia total de escrúpulos, es su desinterés hacia otras tentaciones humanas tan comunes como las riquezas, el lujo o el sexo, aunque las toleren e incluso las fomenten en sus familiares o sus subordinados más próximos como premio a su lealtad incondicional. Quizás este desinterés no sea total, pero no suele influir demasiado en lo que realmente les motiva, el afán de disponer de los demás a su antojo por encima de sus voluntades e incluso en contra de ellas, no dudando en privarles hasta de su propia vida si ello les beneficia.

La emisión de gases fue ahora en forma de un espeso humo negro similar al emitido por el tubo de escape de un motor diésel desvencijado. Y el archidiablo no tuvo por menos que admirar la impasibilidad con la que su víctima aguantaba la maloliente humarada sin hacer el menor gesto de desagrado.

-Y eso es todo -concluyó-. O casi todo, puesto que al no existir reglas de ningún tipo y estar permitido el juego sucio, todo dependerá de su habilidad para resistirse al actual líder, que creo era Stalin, e incluso para imponerse a él. Normalmente se suelen crear alianzas tácticas entre varios de los vencidos para derrocar al dictador de turno, las cuales acaban como es de suponer en luchas internas hasta que uno de ellos logra desembarazarse de los demás; pero resulta difícil saber como evolucionará el liderazgo ya que los cambios son continuos. Eso sí, le advierto que cualquier tipo de artimaña, hasta la más abyecta, está permitida incluida la tortura física hasta extremos que en su vida anterior resultarían mortales; pero aunque aquí, como cabe suponer, no puedan morir ni aun siendo víctimas de las mayores barbaridades, les dolerá exactamente igual. Aparte, claro está, de que reunir las partes desperdigadas de su cuerpo si es descuartizado o sus cenizas en caso de ser incinerado, pongo por ejemplo, le mantendría ocupados durante bastante tiempo. No le digo más puesto que sus compañeros, o rivales, protestarían ante mi falta de objetividad, pero ya aprenderá usted por sí mismo -y por la cuenta que le trae, añadió mentalmente-, y además a alguno de ellos ya le conocía usted personalmente, lo que le facilitará las cosas. En cuanto a los demás... tampoco es que sean tan diferentes, ya sabe eso de que no hay peor cuña que la de la misma madera.

Dicho lo cual, llamó a los celadores para que le condujeran a su destino. No se podía entretener mucho, se dijo aprovechando la soledad para estirar perezosamente las alas; todavía le quedaba por recibir a un par de dictadores sudamericanos, varios jefes tribales africanos, un caudillo vikingo y un emperador azteca, cada cual con su propia casuística. Realmente estaba resultando un día -era un decir- complicado, se dijo pensando con envidia en quienes se encargaban de los pecadores corrientes.


Publicado el 28-4-2023