Primera Ley... y media



La implantación de las tres Leyes de la Robótica en los cerebros positrónicos que se ensamblaban en las factorías de hombres mecánicos repartidas por todo el Sistema Solar llevaba siglos demostrando la seguridad de las mismas, lo que había convertido a los robots en unos fiables e imprescindibles auxiliares de los humanos lográndose desterrar de forma definitiva todos los temores ancestrales que éstos habían albergado hacia sus criaturas cibernéticas. La lealtad de los robots hacia sus creadores y, sobre todo, la seguridad de que éstos jamás les harían el menor daño, ni les desobedecerían, era algo que se daba por supuesto.

Y así fue hasta que aparecieron los ardonai.

Los ardonai, otra joven raza que al igual que los terrestres se estaba expandiendo por el universo, toparon con éstos cuando sus respectivos territorios de colonización toparon el uno con el otro. Y como los ímpetus guerreros de ambas civilizaciones eran similares, en vez de intentar conciliar sus respectivos intereses de una manera civilizada, se enzarzaron en una violenta guerra para dirimir cual de las dos lograría hacerse con la hegemonía en este sector de la galaxia.

Los estrategas terrestres, viendo el buen resultado que los robots habían dado en la exploración y colonización de los planetas incorporados a su control, todos ellos originalmente deshabitados, decidieron con toda lógica utilizarlos como soldados en su lucha contra los ardonai. Y éstos, como se supo más adelante, adoptaron una decisión similar con sus propios autómatas. Fue entonces cuando surgió el problema.

Los ardonai eran unos seres humanoides, entendiendo como tales un cuerpo de simetría bilateral rematado por una cabeza por la que comían y respiraban y en la que se encontraban sus ojos y oídos. Eran bípedos erectos, y contaban con dos extremidades superiores provistas de apéndices prensiles. Su tamaño era similar al humano -quizá ligeramente más altos- y su metabolismo, grosso modo, podía equipararse también al de éstos, dado que respiraban oxígeno, consumían alimentos basados en la química del carbono y mantenían una temperatura constante en su cuerpo. Asimismo las condiciones ambientales de su planeta natal eran bastante parecidas a las de la Tierra, razón por la que buscaban para sus colonias el mismo tipo de planetas que interesaban a los terrestres.

Pero aquí acababan las similitudes. No eran mamíferos -aunque sí vertebrados-, disponían de tres sexos -dos reproductores y un tercero incubador-, su piel era coriácea y sus rasgos faciales se encontraban a mitad de camino entre los de un lagarto y un rinoceronte africano. En lugar de dedos sus manos contaban con un amasijo de delgados tentáculos y además tenían rabo, aunque éste era casi vestigial y había perdido la capacidad prensil de la que habían gozado los de sus remotos antepasados.

Resumiendo eran unos bichos rematadamente feos, eso sí con un nivel tecnológico equivalente al humano y unas ansias expansionistas muy similares a las suyas.

Para los estrategas terrestres el uso de los robots con fines bélicos, aunque nuevo, no debería plantear ningún problema, ya que la Primera Ley les prohibía hacer daño a los humanos y la Segunda les conminaba a obedecerlos... y estaba claro que los ardonai no lo eran en modo alguno.

Lamentablemente, no fue ésta la opinión de los robots. Porque aunque ni los generales, ni tan siquiera los propios robopsicólogos, esperaban que a los robots se les plantearan dudas acerca de la naturaleza no humana de sus enemigos, en la práctica resultó que éstos la interpretaron de diferente forma. O mejor dicho, a los robots se les planteó un conflicto irresoluble con las Leyes de la Robótica que no había sido previsto dado que, cuando éstas fueron formuladas, el hombre era la única especie inteligente conocida, y así había seguido ocurriendo con anterioridad al encuentro con los ardonai.

La cuestión surgía de alto tan elemental, a la par que peliagudo, como era la definición de humano. Definición filosófica, se entiende, y no biológica, puesto que según esta última humano era todo aquél que perteneciera a la especie Homo sapiens, inequívocamente determinada por su ADN.

Pero los robots, que al fin y al cabo también pensaban, lo entendieron de otra manera. Para ellos la humanidad, que en definitiva era lo que diferenciaba a los Homo sapiens del resto de los seres vivos del planeta, dependía no de un código genético específico, sino de su capacidad de raciocinio. Y aunque su naturaleza artificial les excluía de ser considerados como tales, interpretaron con toda lógica que a los ardonai se les debía considerar también como humanos, lo que implicaba su imposibilidad de combatir contra ellos dado que esto hubiera supuesto una vulneración de la Primera Ley.

Huelga decir que a los militares no les hizo ni pizca de gracia encontrarse con unas tropas robóticas convertidas en masa al pacifismo, pero como cabe suponer fracasaron completamente al intentar aplicarles los métodos utilizados tradicionalmente para “convencer” a los soldados renuentes, ya que de nada serviría intentar castigar e incluso fusilar -bueno, dejémoslo en desconectar- a los desertores cibernéticos. En realidad el problema no estribaba en que los robots no quisieran combatir, sino en que les resultaba de todo punto imposible obedecer dado que cualquier orden de atacar a quienes ellos consideraban como humanos les provocaba un bloqueo inmediato a causa de un conflicto entre la Primera Ley, que se lo impedía, y la Segunda, que les obligaba a obedecer las órdenes de los humanos. Y aunque en estos casos siempre tenía prioridad la Primera Ley, si los mandos militares insistían, y de hecho insistieron, podían acabar dañándose de manera irreversible sus delicados cerebros positrónicos.

Así pues, la guerra se tuvo que acabar afrontando a la manera tradicional, con soldados humanos enfrentándose a los soldados también humanos -según la concepción robótica- de los ardonai, puesto que éstos se encontraron con un problema similar con sus propios servidores mecánicos.

Finalmente, tras una larga guerra de desgaste que acabó desembocando en tablas ambas razas llegaron primero a un armisticio y posteriormente a un entendimiento. Al fin y al cabo el universo era lo suficientemente grande para que terrestres y ardonai pudieran expandirse sin fricciones, y tanto los unos como los otros tenían mucho que ganar y muy poco que perder con una coexistencia pacífica.

Hoy en día terrestres y ardonai dan por zanjado su pasado antagonismo, y los robopsicólogos de ambos planetas trabajan conjuntamente para redefinir el término humano de sus respectivas Leyes de la Robótica -las de los ardonai son cuatro- en prevención de posibles tropiezos futuros con una hipotética raza hostil con la que pudieran encontrarse en las profundidades del vasto universo, de forma que sus respectivos robots pudieran identificarla inequívocamente como no humana con independencia de su nivel intelectual y tecnológico.


Publicado el 16-9-2017