Trágico error



Sindulfo Celedón era un astronauta autónomo razonablemente honrado, lo que equivalía a decir que jamás se haría rico. En realidad a duras penas conseguía salir adelante transportando todo tipo de fletes razonablemente legales de un lado a otro de la galaxia, nunca pasajeros ya que pocos se hubieran atrevido a embarcar en la Carraca, el carguero de enésima mano que constituía su único patrimonio que, si pasaba las inspecciones técnicas obligatorias, era gracias a la buena voluntad de los funcionarios encargados de las revisiones previo pago de la correspondiente propina.

Mejor o peor iba tirando, siempre temiendo que la Carraca, a la que había bautizado así en un alarde de humor sarcástico, le dejara tirado en cualquier momento, puesto que las reparaciones y las piezas de repuesto, si es que se encontraban dada la antigüedad de su vetusta nave, eran demasiado caras para lo que él se podía permitir. Así pues, se conformaba con apaños que pondrían los pelos de punta a cualquier ingeniero; al fin y al cabo la Carraca, aunque vetusta, había sido una espléndida nave cuando salió del astillero mucho antes de que Sildulfo naciera, y todavía conservaba vestigios de su sólida construcción por más que a ojos de un profano pareciera que se fuese a caer a pedazos.

Claro está que todo tiene un límite, y finalmente la baqueteada astronave se derrumbó, cual caballo sin resuello, a mitad de camino entre dos olvidadas colonias perdidas en los confines de la galaxia explorada. Y esta vez, como pudo comprobar Sindulfo, la avería era grave y completamente irreparable en vuelo, pues era el hipermotor principal el que había decidido pasar a mejor vida.

La situación, por decirlo de manera suave, era complicada ya que si bien la Carraca seguía impertérrita su trayectoria inercial, con el hipermotor parado, no sería posible realizar las correcciones de rumbo necesarias para alcanzar su destino. Y de pedir auxilio mejor olvidarse; aparte de que se encontraba en los arrabales del espacio civilizado, con los escasos planetas habitados completamente desperdigados y lejos de las rutas espaciales, la hiperradio se había declarado en huelga en la escala anterior y Sindulfo, apremiado por los plazos de entrega, había decidido arreglarla -o por mejor decir apañarla- al llegar a su destino, ese destino que ahora se mostraba inalcanzable.

Seriamente preocupado conectó el ordenador encargado de la navegación, que entre salto y salto mantenía apagado para ahorrar energía, cruzando los dedos para que no se sumara a la facción renuente de la nave; pero por fortuna, y tras el equivalente informático a varios carraspeos y un golpe de hipo, éste funcionó con razonable normalidad pese sus muchos años. Sindulfo le introdujo la información necesaria para que, a partir de su posición actual, pudiera calcular la manera de poder llegar salvo, y a ser posible sano, al astropuerto más próximo.

Y el milagro ocurrió: aunque no se podía contar con el hipermotor principal, sí sería posible utilizar los auxiliares para llevar la Carraca hasta Noidim, un planeta habitado, aunque no por humanos, situado suficientemente cerca de donde ésta se encontraba a la deriva... en teoría, puesto que los motores auxiliares no estaban diseñados para esta tarea, sino para realizar pequeñas correcciones de rumbo cuando no era necesario conectar el principal. Según el ordenador gracias a la escasa distancia que los separaba de él, apenas unos pocos parsecs, y a la pequeña variación angular del vector de trayectoria, serían capaces de hacerlo a costa de apurar, advirtió el ordenador, la energía motriz. Pero eran lentejas, y la alternativa de quedarse vagando por el espacio hasta que los sistemas de soporte vital fallaran era todavía peor.

Eso sí, dadas las circunstancias, el viaje que en condiciones normales hubiera supuesto un par de días ahora se alargaría bastante más, dado que el impulso que eran capaces de imprimir los motores auxiliares para pasar a modo hiperlumínico era limitado. Así pues, tendría que armarse de paciencia.

El problema radicaba ahora en las provisiones. Dados los precios que alcanzaban los alimentos compatibles con el metabolismo humano por estos andurriales, Sindulfo acostumbraba a comprar lo mínimo necesario con un pequeño margen de reserva, por lo que ahora que el viaje iba a durar más andarían, según calculó, bastante justos incluso racionándolos y rebuscando hasta la última migaja. Porque podía olvidarse de saquear el flete, ya que no había nada en él que resultara mínimamente comestible.

A lo hecho, pecho. Ordenó al ordenador navegante que enviara el cálculo de la ruta al ordenador piloto, dio el visto bueno a este último y procedió a esperar a que se consumara el milagro... y el milagro ocurrió, puesto que tres semanas más tarde la Carraca entraba en órbita de Noidim al tiempo que los motores auxiliares consumían los últimos ergios de potencia y a Sindulfo sólo le quedaba roer sus botas, dado que tanto la reserva energética de la nave como la despensa parecían haberse puesto de acuerdo para hacer mutis por el foro de forma conjunta.

Durante estas tres semanas Sindulfo había tenido tiempo sobrado para documentarse sobre Noidim, un insignificante planeta del borde exterior alejado de las rutas comerciales y de las otras del cual ni siquiera sospechaba su existencia. Gracias a una versión anticuada del Atlas Galáctico que tiempo atrás había comprado de saldo en un desguace -al fin y al cabo, se dijo, los planetas no cambian tanto-, pudo saber que los noidios eran una raza humanoide de grado siete en la escala Daniken, lo que quería decir que presentaban un razonable grado de compatibilidad biológica con los humanos respirando oxígeno y bebiendo agua -¿tendrían también otros líquidos más interesantes?-, e incluso muchos de sus alimentos, factor éste importante dado que encontrar allí comida humana sería labor casi imposible, podían ser digeridos y metabolizados sin correr el riesgo de acabar en un hospital alienígena.

Asimismo los noidios eran civilizados aunque un tanto atrasados tecnológicamente y pacíficos, acogiendo con amabilidad a los escasos visitantes que se dejaban caer por allí. Otra cosa buena. Contaban con un único astropuerto junto a la ciudad capital, y aparentemente no había ningún problema de congestión de tráfico en él; las telarañas de las pistas, o su equivalente noidio, parecían ser más abundantes que las astronaves posadas en ellas.

Sindulfo no tuvo problemas para contactar con el sistema de control del astropuerto ya que la radio, a diferencia de la hiperradio, funcionó correctamente, y tras comunicarles lo precario de su situación -por fortuna entendían el galáctico-, solicitó permiso para aterrizar, que le fue concedido.

Y aquí surgió un escollo inesperado. Aunque las maniobras de aterrizaje y despegue desde o hasta la órbita eran realizadas por un tipo diferente de motores que, por suerte, en la Carraca se encontraban en buen estado, éstos consumían la misma energía que sus hermanos mayores... y las pilas estaban prácticamente exhaustas. Quiso el azar que el astropuerto se encontrara en el hemisferio opuesto de Noidim con referencia al punto de salida de la órbita, y si bien en condiciones normales la trayectoria no hubiera supuesto mayor inconveniente dado que sólo tendría que circunvalar medio planeta a la par que descendía, el ordenador piloto le advirtió que los motores no tendrían suficiente energía para completarla. Si no quería que la Carraca se convirtiera en una pira funeraria al atravesar la atmósfera, sería preciso realizar un aterrizaje de emergencia a varios miles de kilómetros de su destino previsto.

Comunicada esta circunstancia a sus anfitriones, éstos le remitieron los parámetros de una trayectoria de aterrizaje compatible con sus exiguas reservas energéticas. Ésta le llevaría -Sindulfo sospechó que también habían aprovechado para apartarlo de lugares habitados- a un paraje que, según el Atlas, estaba formado por grandes praderas salpicadas de granjas y campos de labor; el sitio ideal para estampar la nave sin correr el riesgo de provocar demasiados daños.

Poco después, coincidiendo con los últimos estertores de los motores, la Carraca se posaba sin demasiado estruendo en el lugar indicado, sin más desviación que unos centenares de metros pese a no contar con la ayuda de baliza alguna; y además razonablemente entera pese a los sospechosos crujidos que se oyeron en la cabina en el momento de tocar suelo, aunque según informó el ordenador de mantenimiento a la lista de piezas a reparar habría que sumar los amortiguadores del tren de aterrizaje.

Sindulfo también se encontraba entero, aunque con el estómago más vacío que las pilas de combustible y sin absolutamente nada que llevarse a la boca por más que había rebuscado por todos los entresijos de la Carraca. Los noidios habían prometido enviar un equipo de mantenimiento que recargaría las pilas de energía lo suficiente para que la astronave pudiera completar el viaje hasta el astropuerto, donde podría ser reparada -a Sindulfo se le abrían las carnes sólo con pensar en la factura- y aprovisionada con todo lo necesario. Pero, dado que se encontraba en un lugar bastante remoto, era posible que tardaran varias horas en llegar o, si terminaba su jornada laboral, a la mañana del día siguiente, de veintisiete horas y media terrestres por cierto. Lamentaban las molestias que pudiera acarrearle el retraso pero, dadas las circunstancias por las que había pasado, esperaban que lo comprendiera y que tuviera un poco de paciencia.

Cortaron la conexión sin mentar lo más mínimo el tema de la comida. Aunque, Sindulfo se llamó imbécil por no haber caído en ello, en ningún momento se lo había comunicado, por lo que los controladores del astropuerto no tenían manera de saber que estuviera tan apurado. Ciertamente podría aguantar sin comer unas horas o un día más, pero a juzgar por los retortijones su aparato digestivo no opinaba lo mismo.

Además tenía por delante una larga y tediosa espera, por lo que decidió matar dos pájaros de un tiro dando una vuelta por los alrededores al tiempo que buscaba algo de comida. Siempre según el Atlas Galáctico el planeta carecía de animales peligrosos y muchos de sus alimentos podían ser consumidos sin problema o, como mucho, a cambio de ligeros trastornos intestinales al no poder digerirlos convenientemente, descartando por completo el riesgo de un posible envenenamiento.

-“Bien -se dijo- aunque no sea muy alimenticio, por lo menos llenaré la tripa y dejará de molestarme hasta que llegue el Séptimo de Caballería”.

Así lo hizo, respirando el aromático aire y sintiendo la caricia del tibio sol de Noidim. El astronauta, que había visitado cientos de planetas de los que tan sólo conocía los asépticos astropuertos, disfrutaba como no había hecho desde hacía mucho de un paisaje idílico incluso a través de los detalles exóticos que lo diferenciaban de los cada vez más escasos espacios vírgenes de la Tierra.

Pero el maldito estómago se empeñaba en arruinarle el deleite. Así pues, haciendo de tripas corazón o más bien al contrario, decidió resolver el problema que más le acuciaba. A su alrededor, sin duda, había comida de sobra, pero ¿dónde? La hierba que le rodeaba no parecía demasiado apetitosa, y aunque en lontananza se vislumbraban lo que parecían ser cultivos, estaban demasiado alejados. Deambulando sin rumbo, descubrió finalmente, tras una loma, un edificio. Sin duda, pese a su extraño aspecto, debía tratarse de una vivienda, probablemente una granja.

Se acercó esperanzado con la intención de pedir algo de comer a sus habitantes. La certeza de que ellos no entenderían el galáctico ni por supuesto él el noidio no le detuvo: siempre podría recurrir al idioma universal de los gestos. Llegó hasta la puerta, la golpeó con los nudillos -si había un timbre no lo encontró- y no recibió respuesta alguna, aunque ésta se entreabrió como resultado de su acción. En un principio se quedó indeciso sin franquear el umbral; no era educado entrar sin avisar en una vivienda ajena, pero el hambre le seguía acosando y al fin y al cabo, se dijo, una gente que salía de casa dejándola abierta no podía ser mala. Además pensaba pagar lo que tomara, los créditos galácticos eran aceptados en todos los sitios incluso en los más atrasados.

Así pues, se decidió. En un principio la extraña distribución interior de la vivienda le desconcertó, pero al cabo logró hacerse una idea de la lógica alienígena. Esto debía ser el salón -no había vestíbulo- desde donde se abrían los huecos -tampoco había puertas, ni tan siquiera cortinas- que conducían al resto de las habitaciones. Un -probablemente- dormitorio, otro dormitorio, algo que parecía ser un trastero, un cuarto de baño -lo dedujo por el olor-... pero ¿dónde estaba la cocina?

Debía ser allí, aunque no dejaba de ser extraña. De pequeño tamaño, poco más que un cubículo, contaba por único mueble una especie de hornacina rodeada por lo que parecían ser unos radiadores. Y en medio de todo un huevo... un hermoso huevo algo más pequeño que los de avestruz que con toda probabilidad estaba destinado a ser el almuerzo de los habitantes de la casa.

A Sindulfo se le hizo la boca agua. Sin duda, pensó, se trataba de una especie de horno microondas donde se cocinaban los alimentos.

Tocó la cáscara del huevo, vio que estaba tibia y, sin pensárselo dos veces, arrambló con él abandonando la casa no sin dejar un puñado de monedas encima de una mesa a modo de pago. Ya en el exterior se le planteó el problema de abrirlo: según todos los indicios la cáscara debía ser bastante dura.

Lo solucionó golpeándolo por un extremo contra la pared. La cáscara resultó no ser tan dura como pensaba aunque sí un tanto correosa, y finalmente se resquebrajó. Ayudándose con la navaja abrió un hueco suficientemente grande y sorbió golosamente su contenido, sin importarle que estuviera prácticamente crudo.

El sabor le resultó extraño, aunque no repulsivo, pero su estómago no sólo no rechazó el alimento sino que cesó en sus protestas.

-“Bueno, ya está hecho -musitó satisfecho-. Ahora a la nave y a esperar que lleguen”.

Estaba buscando donde arrojar la cáscara vacía cuando vio acercarse una pareja de alienígenas, con toda probabilidad los ocupantes de la vivienda. Aguardó a que llegaran para darles explicaciones y mostrarles sus disculpas, pero lo que no esperaba en absoluto fue el gesto de horror -pese a las diferencias anatómicas y culturales resultó patente- que apareció en sus rostros cuando le descubrieron, todavía con la cáscara rota en una de las manos.

Inmediatamente, y para sorpresa suya, dieron la vuelta y echaron a correr sin que sus requerimientos lograran detenerlos. Encogiéndose de hombros, pero con la conciencia de no haber hecho nada malo, se encaminó a la astronave distante apenas un kilómetro.

Cuando llegó, vio que los noidios a quienes esperaba ya estaban allí. Pero, extrañamente, no tenían aspecto de técnicos -a éstos, que solían diferenciarse poco de un planeta a otro, los conocía bien- sino de...

De policías, como pudo comprobar cuando varios de ellos le rodearon, le inmovilizaron -pese a que no había hecho ningún gesto hostil- y le colocaron en las muñecas y los tobillos algo parecido a unas esposas. Tras lo cual, levantándole en vilo -los noidios eran notablemente robustos- acabaron arrojándolo en un furgón policial cuyas puertas cerraron con llave antes de arrancar.

De allí, tras un incómodo viaje, pasó a un calabozo donde le quitaron las esposas y le dieron de comer y beber, no sin reflejar los carceleros en sus rostros unos gestos que fue incapaz de entender pero que no presagiaban nada bueno.

Sindulfo estaba completamente desorientado, y no entendía nada de lo que había ocurrido a raíz de su encuentro con la pareja -supuso que lo eran, aunque no fue capaz de diferenciar entre los dos sexos- junto a la puerta de la casa. En sus conversaciones con la torre de control del astropuerto los noidios se habían mostrado extremadamente amables, y le habían asegurado que atenderían su problema. Sin embargo, ahora...

No fue hasta el día siguiente cuando la puerta de la celda se abrió dando paso a un noidio que en un galáctico bastante aceptable le explicó que había sido nombrado su abogado de oficio. Sindulfo respondió que no sabía por qué razón le habían detenido y que lo único que pretendía era hacer las reparaciones necesarias en su nave, repostar la suficiente energía para llegar a su destino y cargar la cantidad imprescindible de alimentos compatibles con su metabolismo. Puesto que se dirigía a un mundo colonizado por los humanos, una vez allí podría completar lo que faltara.

El abogado, haciendo uso de la retórica consustancial a su profesión con independencia de la raza o el lugar de origen, se excusó por las malas noticias que tenía que comunicarle, las cuales se resumían en la acusación de la fiscalía por haber cometido un grave delito. En consecuencia sería sometido a juicio y, en caso de ser declarado culpable como por desgracia cabía temer dadas las pruebas existentes en su contra, sería condenado a una severa pena de cárcel, aunque él haría todo lo posible por intentar reducirla dada su condición de extranjero y su desconocimiento del planeta. Y a continuación le explicó por qué había sido detenido.

Es preciso hacer un inciso para recordar que, para concederles la licencia, a los astronautas mercantes no se les exigía que tuvieran el más mínimo conocimiento sobre las características y peculiaridades de la multitud de razas inteligentes que formaban parte de la Federación Galáctica y los planetas independientes asociados a ella. En realidad y por regla general no lo necesitaban, puesto que sólo solían relacionarse entre ellos y tangencialmente con los trabajadores de las terminales de carga de los astropuertos, por lo que era el día a día lo que les proporcionaba, no siempre de forma pacífica como ocurría en los poco recomendables garitos de los barrios portuarios, este conocimiento.

Los astronautas mercantes, con independencia de su origen, eran tipos duros y se reconocían como iguales por muy distintas que fueran sus razas, pero era muy poco lo que sabían de las poblaciones civiles de los planetas que visitaban. Y era una lástima, porque de no haber sido así Sindulfo Celedón no habría incurrido en los dos graves errores que cometió, sin que su desconocimiento sirviera de eximente conforme a las severas leyes de Noidim.

El primero consistió en no saber que los noidios eran una especie ovípara.

Y el segundo en tomar por cocina y horno de microondas lo que en realidad era una cámara de incubación en la que los propietarios de la vivienda incubaban su propio huevo.

Razón por la cual, fue juzgado y condenado por infanticidio, con el agravante de canibalismo.


Publicado el 27-9-2023