Cortocircuito





Ilustración de Pedro Belushi para la edición de BEM



Aunque me avergüence reconocerlo, me veo obligado a admitir que acabé encariñándome a mi modo de los terrestres. Esta afirmación escandalizaría sin duda a cualquiera de mis colegas, imbuidos como están del sacrosanto precepto que con tanta insistencia nos inculcaban a todos ya desde nuestros primeros días en la Academia: un controlador jamás tiene que dejarse llevar por el más mínimo sentimiento de afecto hacia los sujetos que investiga. Esta prohibición tiene, como es natural, su justificación: tan sólo podrás desempeñar de forma objetiva tu trabajo si eres capaz de mantener una distante indiferencia hacia unos seres que, posiblemente desde su punto de vista, se verán perjudicados de una u otra manera por tu intervención.

Esto es cierto, lo entiendo y, aún más, hasta el inicio de esta misión yo estaba convencido de ello, a pesar de no ser precisamente un novato sino un agente veterano con una larga y brillante hoja de servicios a mis espaldas. Pero los terrestres eran especiales, jamás hasta entonces me había encontrado con una raza como ésta, y la marca que dejaron en mí, mucho me temo, será indeleble. Por lo demás, poco me importa ya que mis superiores descubran este aparente signo de debilidad, dado que he decidido renunciar a mi carrera de controlador. Poco me importa, pues, la posible amenaza de un expediente, una sanción o incluso el castigo extremo de la expulsión del Cuerpo, ya que yo me adelantaré de forma voluntaria a todas ellas.

¿A qué se debe esta aparente crisis de identidad? En un principio los terrestres no eran, según los informes llegados a nuestro departamento, sino una de tantas razas semirracionales que abundan a lo largo y ancho del universo, de todas las cuales las estadísticas indican que tan sólo una mínima parte logrará franquear el umbral de la civilización pasando a integrarse por derecho propio en el seno de la comunidad galáctica, tal como lo hiciera hace ya tanto tiempo mi propia especie. En cuanto al resto, la mayoría se limitará a cumplir su ciclo vital sin interferir fuera de los estrechos límites de sus respectivos sistemas planetarios. Claro está que siempre resta una minoría capaz de crear problemas, y es entonces cuando entramos en escena los controladores, también motejados por nuestros críticos, no sin razón aunque las connotaciones empleadas por ellos sean claramente negativas, los esterilizadores.

Ésta es en esencia nuestra labor, la de controlar a toda aquella especie susceptible de convertirse en una plaga adoptando los medios necesarios para conjurar la amenaza, los cuales suelen ser, por lo general, la esterilización del planeta de origen de las mismas, tal como se acabó haciendo en la Tierra. Evidentemente antes de proceder a una decisión tan drástica e irreversible es necesario realizar un estudio de campo, y eso sólo lo podemos hacer los controladores, convenientemente mimetizados, desplazándonos hasta el planeta objeto de estudio para una vez allí, camuflados entre la población local, recabar toda la información necesaria hasta que el informe queda terminado. Sólo si éste determina que la raza dominante local es susceptible de convertirse en plaga se procede a la esterilización del planeta, cuidando de que abarque a la totalidad de la población dado que, de no ser así, la plaga podría acabar rebrotando tarde o temprano, con lo que el esfuerzo habría resultado baldío. Ese trabajo sucio no lo llevamos a cabo los controladores sino los ejecutores, pero es responsabilidad nuestra que tenga lugar o no.

Yo fui uno de los controladores que investigaron en la Tierra, tal como he dicho. En realidad inicié mi labor en el convencimiento de que se trataba de una misión rutinaria más, en nada diferente a cualquiera otra de las anteriores; ¡cuán equivocado estaba! Los terrestres, tal como pronto tuve ocasión de comprobar, presentaban varios rasgos típicos de las razas preplaga: pese a lo efímero de sus ciclos vitales -mi estancia allí, pese a no ser demasiado prolongada, abarcó varias de sus generaciones, obligándome a cambiar de identidad cada cierto tiempo para no levantar sospechas por mi inusitada longevidad conforme a los parámetros locales-, su extremada prolificidad compensaba con creces este inconveniente, de modo que cuando llegamos allí ya padecían unos preocupantes índices de superpoblación a los que se sumaban, agravando el problema, la esquilmación feroz de los recursos naturales y la degradación sin freno del medio ambiente, todo lo cual presagiaba un futuro ciertamente sombrío.

Si los terrestres no hubieran resultado ser tan peculiares no habríamos tenido demasiado problemas, ya que la crisis habría tendido a resolverse por sí sola sin necesidad de intervención alguna por nuestra parte; tal como solemos decir en estos casos, aunque por su vulgaridad procuramos utilizar la expresión tan sólo entre nosotros, los terrestres habrían acabado ahogándose en su propia mierda, y asunto solucionado. Por si fuera poco, comprobamos también que el potencial autodestructivo de estos especímenes era excepcionalmente alto, de modo que las matanzas entre sus diferentes tribus habían actuado tradicionalmente a modo de eficaz método de control de la natalidad, habiendo estado a punto incluso, poco antes de nuestra llegada, de arrasar el planeta gracias a su irresponsable utilización con fines bélicos de la entonces recién descubierta energía nuclear.

Pero no, pese a todos los indicios, los terrestres no estaban en modo alguno dispuestos a evitarnos todas las molestias de nuestro trabajo. Una vez establecida nuestra red de investigación, pronto descubrimos que, una vez superado el riesgo de un conflicto global -aunque persistían los locales en toda su tradicional virulencia-, los terrestres no sucumbirían como especie, ni tampoco volverían a sufrir un colapso tecnológico o cultural, como había sucedido en varias ocasiones a lo largo de su corta historia, que retrasara siquiera lo que pronto comprendimos que resultaría inevitable: el desbordamiento de su esquilmado planeta y su conversión en plaga que, si no poníamos los medios para evitarlo, acabaría extendiéndose por todo el sector estelar vecino.

Esto era algo que de ningún modo podíamos consentir, máxime cuando el potencial atávico de estos seres se reveló ser inusitadamente elevado. Por sorprendente que resulte, y supongo que nuestros estudiosos tendrán material de sobra para sus investigaciones durante bastante tiempo gracias a la ingente cantidad de información que les suministramos, los terrestres conjugaban un acendrado primitivismo con un desarrollo tecnológico insólito en una raza de sus características, sin que existiera precedente alguno en toda la historia del Cuerpo. De hecho, hasta a un profano le llamaría la atención que unos salvajes de tal calibre pudieran ser capaces de saltar fuera de su sistema planetario en estadios tan primitivos de su evolución, algo todavía más llamativo si cabe teniendo en cuenta que este inusitado desarrollo tecnológico había tenido lugar en el transcurso de un breve ciclo de generaciones... sin que en tan breve lapso de tiempo los siempre lentos mecanismos evolutivos hubieran sido capaces de atemperar, como cabe suponer, sus atávicos instintos primordiales.

Las conclusiones del informe, pues, no podían ser otras que las de recomendar la esterilización inmediata del planeta, dado que el peligro era tan cierto como evidente. De hecho, pocas veces en la historia del Cuerpo sus responsables habían estado tan seguros de la sentencia. Yo también estuve conforme con las conclusiones del resto de mis compañeros, pero a diferencia de ellos no deseaba la esterilización de los terrestres pese a estar plenamente convencido de la peligrosidad de los mismos. ¿Qué me inducía a ello? Pues algo tan sencillo como la certeza de que el azar había puesto en nuestro camino un caso único en toda la galaxia, de modo que esterilizando la Tierra acabaríamos con una de las razas más vigorosas y emprendedoras, pese a sus evidentes lacras, que jamás había surgido sobre la faz del universo. Dicho con otras palabras, renunciaríamos a una savia nueva de la cual podríamos llegar a estar muy necesitados.

Mirémonos a nosotros mismos, las orgullosas razas que conformamos la comunidad galáctica. Somos civilizados, nuestra tecnología nos proporciona todo cuanto necesitamos, y nuestras vidas transcurren con una placidez exenta por completo de sobresaltos. La situación, a priori, no puede parecer más perfecta. Pero, ¿somos felices? Muchos de nosotros lo afirmarían sin titubear un solo instante, pero yo comienzo a tener mis dudas. Pese a nuestra aplastante prosperidad, o quizá precisamente a causa suya, ¿no estaremos empezando a estancarnos? ¿No habremos perdido ya, de forma irreversible, el vigor de la juventud y, con él, la posibilidad de eludir los primeros síntomas de una preocupante decadencia, camino seguro hacia la extinción? Existen ya pensadores que están convencidos de ello.

Sin embargo, vigor era lo que les sobraba a los impetuosos terrestres. Cierto que con él iban entreverados esos desagradables instintos agresivos que tanto nos repelían, pero ¿por qué no darles una oportunidad? ¿Por qué no otorgarles un margen de confianza dejando que esas afiladas aristas se fueran limando por sí solas? Es verdad que no existía ningún precedente de evolución de ese tipo, pero no menos cierto era también que jamás nos habíamos encontrado con una raza igual a la terrestre, con lo cual de esterilizarlos perderíamos una ocasión única difícilmente repetible en un futuro. Desde mi punto de vista, pues, merecería la pena intentarlo, aplazando la esterilización hasta que no se tuviera la certeza de que su evolución había llegado a un callejón sin salida conforme a nuestros intereses.

Además, el riesgo a correr sería limitado y en modo alguno peligroso, por más que a nuestros superiores les hubiera entrado la histeria. En realidad, aunque desbordaran las fronteras de su planeta poco daño podrían hacer, dado que los planetas habitados más cercanos seguirían encontrándose fuera de su alcance durante al menos bastante tiempo, mientras que todo lo que pudieran llegar a destrozar en el curso de su expansión sería fácilmente reparable una vez evacuados de allí.

Entonces, ¿a qué venía tanta prisa? ¿Por qué esa interpretación tan tajante e inflexible de una normativa que había sido redactada antes de conocerse un caso tan singular como el terrestre? Así lo expresé en el voto particular que incluí en mi informe, sin que sirviera para alcanzar el menor resultado positivo. Es por ello por lo que he decidido abandonar el Cuerpo, dado que estimo que hemos echado a perder una ocasión única para estudiar una raza tan singular como la terrestre; aunque mucho me temo que, de volvernos a encontrar en una situación similar, lo más probable sería que la malográramos de nuevo.

Nada pude hacer, pues, por evitarlo, y la totalidad de la población de la Tierra fue finalmente esterilizada. Ahora los terrestres son felices, dicen los defensores de tan drástica medida; sus cerebros están libres de instintos atávicos, ha desaparecido su agresividad por vez primera en su historia, y su comportamiento hacia sus propios congéneres, hacia el resto de las especies con las que comparten su hábitat e incluso hacia ese mismo hábitat es ahora infinitamente más respetuoso de lo que lo fuera antes. Problemas tales como la superpoblación, las guerras y la contaminación pertenecen ya al pasado, y su nivel medio de vida se ha incrementado en proporciones espectaculares a la par que desaparecían las enormes diferencias que antaño existieran entre unas tribus y otras. Asimismo, y en realidad esto era lo único importante para los anquilosados gobernantes galácticos, han abandonado para siempre sus pretensiones de abandonar su sistema expandiéndose por el universo.

La amenaza ha sido conjurada, eso es cierto, pero ¿a qué precio? Los terrestres son ahora una raza mansa y tranquila incapaz de causar el menor daño ni a ellos mismos ni a nadie, pero a la par que sus defectos han perdido también todas las inquietudes que les impulsaban hacia delante, las mismas que les habían encaminado en la senda del progreso en una mínima fracción de tiempo del que necesitara una cualquiera de las orgullosas razas de la comunidad galáctica, algo en lo que por desgracia nadie parece haber reparado. Los hemos lobotomizado, tal como denuncian las asociaciones de disidentes que, pese a todo, todavía existen en el seno nuestra conformista sociedad, esos que siempre hemos tomado por locos por oponerse a las esterilizaciones planetarias y que, sin embargo, ahora estoy convencido de que tenían razón.

Hemos exterminado una especie. No físicamente, faltaría más; seríamos incapaces de ello en nuestra civilizada e hipócrita piedad. Los terrestres siguen existiendo, extrañados quizá del brusco giro que han dado sus vidas pero ignorantes por completo de las causas que lo han producido. Pero los seres que ahora habitan en ese pequeño planeta no son ya sino los espectros de sus orgullosos antecesores, meros cascarones vacíos de los que desapareció de forma irreversible esa chispa que los hacía únicos. Sus cuerpos siguen siendo los mismos, para tranquilidad nuestra, pero sus mentes, por desgracia, ya no.


Publicado en 2009 en BEM
Actualizado el 28-12-2010