El cuco



Todo comenzó hace varios años, cuando con mi flamante título de periodista bajo el brazo y un matrimonio recién estrenado al que era preciso mantener, logré ser contratado por uno de los grandes diarios nacionales cuyo nombre no viene a cuento. He de advertir que mi entrada en el periódico fue por la puerta trasera, encargándoseme una de las tareas más bajas en el escalafón de las noticias, la crónica de sucesos, por debajo incluso -al menos en mi particular escala de valores- de secciones tan deleznables como los cotilleos frívolos o los reportajes deportivos.

Pero teníamos que comer y mi mujer se encontraba en paro, razón por la cual tuve que olvidarme de mis remilgos y dedicarme a algo que para mí tenía claras connotaciones carroñeras. No es que el periódico para el que trabajaba diera especial relevancia a este tipo de noticias, que no se la daba, pero siempre había algún acontecimiento que cubrir, generalmente escabroso, en las cloacas de la gran ciudad, y yo era el encargado de hacerlo mal que me pudiera pesar.

Bien, la verdad es que, una vez que conseguí dejar de lado mis escrúpulos, la cosa no resultó demasiado difícil... Aunque no podía evitar que me siguiera desagradando ese trabajo. Así pues, me armé de paciencia a la espera del ansiado traslado a otra sección más gratificante.

Mientras tanto, tan sólo me cabía esperar y seguir dedicándome a los sucesos. Durante los primeros meses ninguna de las noticias que cubrí destacó especialmente por su singularidad o su importancia, convirtiéndose en simple relleno de las páginas interiores. Pero las circunstancias cambiaron radicalmente cuando el redactor jefe me encargó que investigara el caso de un padre que había asesinado a sangre fría a su hijo de cinco años... Y aquí comenzó mi calvario.

El parricida confeso -se había entregado a la policía inmediatamente después de cometer el crimen- se encontraba recluido en un hospital psiquiátrico debido a que el forense había albergado serias dudas sobre el estado de su salud mental. El asesino no paraba de repetir que el niño al que había estrangulado con sus propias manos no era su hijo, sino un intruso culpable de la muerte de su madre -al parecer ésta había fallecido durante el parto- y de su hermano gemelo, cuya muerte había tenido lugar apenas un año después del nacimiento de ambos.

Haciendo de tripas corazón solicité, y obtuve, permiso del juez para interrogar al detenido, encaminándome al centro sanitario donde éste permanecía detenido. Si he de ser sincero, esperaba encontrarme con un psicópata, un chalado con unos cuantos tornillos flojos o alguien que rezumara maldad, pero no con un hombre de treinta y tantos años de aspecto normal y cara de buena persona... Y ciertamente lo era, como pude comprobar más tarde. Según me dijo, tras recibirme con una gran amabilidad, era, o había sido, funcionario en un ministerio, y tanto su vida privada como su actividad laboral habían sido siempre ejemplares. Evidentemente el traumático drama que le golpeó por partida doble le había afectado mucho tal como cabía esperar en estas circunstancias, pero esto no se tradujo en modo alguno en un desequilibrio mental hasta que, de forma inesperada, cometió el parricidio por el que estaba detenido. De hecho, fue un padre ejemplar con su único hijo superviviente hasta que ocurrió aquello.

Pero todo esto no lo supe hasta más adelante. En ese momento él me explicó que comprendía perfectamente que le hubieran encerrado allí asegurándome que asumía con todas sus consecuencias el castigo que su acción le iba a acarrear aunque, eso sí, manifestó su convencimiento de que se había tratado de algo inevitable y que, de darse de nuevo las mismas circunstancias, obraría de idéntica forma, puesto que el niño al que había estrangulado no sólo no era suyo, sino que además era un monstruo en ciernes que suponía una amenaza latente para la humanidad.

Ante mi pregunta, teñida de extrañeza, de en qué se basaba para realizar tan terrible afirmación, me respondió que le era imposible explicármelo con palabras, ya que se trataba de algo que sólo se podía describir en base a sensaciones. Obviamente, le objeté, ese argumento no me resultaba convincente debido a su subjetividad que, cuanto menos, resultaba ser cuestionable. Él suspiró reconociendo que yo tenía razón, tras lo cual volvió a insistir en la certeza del peligro que había conjurado antes de que fuera demasiado tarde.

“Pero hay otros, -añadió- y cada vez serán más. La invasión no ha hecho más que empezar, y se cierne sobre nosotros la amenaza de la extinción de la especie humana... Al menos, tal como la conocemos ahora”.

Nada más pude sacar en claro de la entrevista, así que opté por completar mi trabajo interrogando al forense y al abogado defensor. El primero de ellos se reafirmó en su opinión de que el parricida estaba loco, por lo que había recomendado al fiscal que en el juicio solicitara su internamiento en un centro psiquiátrico. Asimismo me comunicó un dato interesante: Ante la insistencia del detenido en negar la paternidad del pequeño asesinado, a instancias del abogado defensor, que consideró la posibilidad de alegar un tardío móvil pasional, el juez instructor había ordenado la determinación de la prueba del ADN no sólo al detenido y al niño, sino también a los cadáveres de la madre y de su hermano. Las pruebas habían dado un resultado concluyente: Los dos niños eran hijos biológicos de ambos, y genéticamente idénticos entre sí. Puesto que la autopsia del pequeño no había revelado nada anormal, ni sus profesores habían detectado tampoco, en su breve carrera escolar, nada particular en su conducta salvo una precoz, aunque en modo alguno excepcional, inteligencia, la única hipótesis razonable era la de una repentina locura de su progenitor.

Poco más pudo aportarme el abogado defensor, nombrado de oficio ante la negativa del detenido a defenderse, salvo que intentaría alegar una enajenación mental transitoria siempre que consiguiera, algo que preveía difícil, que el reo se olvidara de su extraña historia.

Para completar el trabajo, y a la vista de lo que ya sabía, decidí indagar sobre las circunstancias de las muertes de la madre y el hermano del niño, para lo cual conté con la ayuda de un oportuno contacto en el hospital donde se custodiaban sus respectivos historiales clínicos. Y para mi sorpresa, la información que obtuve no pudo ser más desconcertante. Efectivamente la madre había muerto durante el parto, algo bastante excepcional hoy en día pero en modo alguno inusitado; lo extraño era que ésta ocurrió a consecuencia de un repentino paro cardíaco, algo difícilmente previsible en una mujer joven que gozaba de excelente salud.

Todavía más sorprendente resultaba el historial del niño, el cual había aparecido muerto una mañana en su cama, en la habitación que compartía con su hermano. La autopsia no determinó nada relevante salvo la obvia parada cardiorrespiratoria, por lo que se diagnosticó una muerte súbita. Huelga decir que en su año escaso de vida el chaval jamás había padecido el menor problema de salud salvo las enfermedades normales en los niños de su edad.

Un último detalle me llamó poderosamente la atención: El historial clínico de la madre no reflejaba nada anormal durante el embarazo, salvo el llamativo hecho de que hasta muy avanzada la gestación no se detectó la presencia de gemelos. Los médicos firmantes lo achacaban a un fallo de los métodos de diagnóstico, pero un ginecólogo amigo al que consulté me mostró su extrañeza ante el hecho de que tardaran casi cuatro meses en descubrirlo.

Aunque todas estas evidencias no probaban en modo alguno la disparatada tesis del padre, sí convertían el caso en algo peculiar. Así se lo hice notar al redactor jefe, ganándome una reprimenda junto con órdenes tajantes de limitarme a cubrir la noticia olvidándome de elucubraciones peregrinas, probablemente inspiradas -así lo creía él- en mi nunca ocultada afición por la literatura fantástica. Evidentemente le hice caso dando el tema por zanjado -finalmente no pasó de una breve gacetilla sepultada en las páginas de Sociedad- dado que estaba en juego mi sueldo, y no me podía permitir el lujo de tener el menor desliz. Eso sí, nadie me podía impedir que me dedicara a ello en mi tiempo libre, lo cual aproveché para continuar con mis averiguaciones ya a título personal. Me picaba la curiosidad, y estaba dispuesto a llegar hasta el final.

Gracias a la ayuda de internet -mi mujer protestó reiteradamente por lo que consideraba un gasto inútil, pero acabó cediendo ante mi testarudez- pude obtener una información muy interesante que, cotejada con lo que ya sabía, resultó encajar como las piezas de un inquietante rompecabezas... Porque a la luz de los datos obtenidos se llegaba a la conclusión de que, desde hacía unos años, se había incrementado de forma espectacular la proporción de embarazos gemelares en mujeres primíparas sin que ningún médico se atreviera a aventurar una hipótesis que pudiera explicarlo y, para mayor sorpresa, muchos de ellos no habían sido detectados hasta que las madres no se encontraban en un avanzado estado de gestación. El fenómeno era mundial, y mostraba indicios de seguir yendo cada vez a más.

Si todo lo extraño hubiera sido eso, habría bastado con invocar a cualquiera de los fantasmas de moda para intentar explicarlo: El agujero de la capa de ozono, el efecto invernadero, la contaminación con compuestos halogenados, los aditivos alimentarios... Pero había más, mucho más.

Un artículo publicado en una oscura revista médica llamaba la atención sobre un fenómeno asimismo singular pero que, al parecer, había pasado inadvertido al grueso de la comunidad científica: Tras realizar un minucioso muestreo estadístico, el autor del estudio -un médico hindú, creo recordar- llegaba a la conclusión de que, en los últimos cinco años, se había incrementado de forma notable la mortalidad infantil entre los gemelos univitelinos... Con el sorprendente añadido de que, en la práctica totalidad de los casos, tan sólo afectaba a uno de los dos hermanos y había tenido lugar alrededor del primer año de vida de los afectados.

Lo verdaderamente importante a la hora de realizar cualquier investigación no es la cantidad de información obtenida, sino la capacidad de interrelacionar entre sí datos heterogéneos sin aparente vinculación mutua. En este caso toda la documentación necesaria estaba ahí, en la red, al alcance de cualquiera, y bastaba con tener conciencia de ello, buscarla y ensamblarla... Algo que procedí a hacer con el mayor entusiasmo.

Los resultados obtenidos fueron realmente escalofriantes. Comparando ambos estudios, el del incremento de nacimientos gemelares con la mortalidad en este tipo de hermanos, llegué a la conclusión de que, descontando el número estadísticamente normal de gemelos univitelinos, era entre los restantes -es decir, el incremento anormal de los últimos años- donde se registraba entre el 80 y el 90% de los fallecimientos. Ambos fenómenos tenían su origen en idéntico momento, alrededor de unos cinco años atrás, coincidiendo casualmente con el nacimiento de los dos hermanos cuyos avatares habían provocado mi interés por el tema.

Pese a la existencia evidente de una correlación entre el incremento de la natalidad de gemelos y su llamativa mortalidad selectiva, seguía considerando paranoica la hipótesis del padre parricida. El fenómeno era significativo en sí mismo, pero no admitía ninguna explicación para ello que no fuera científica, rechazando de plano cualquier hipótesis que contemplara algo tan surrealista como una posible intervención alienígena, e incluso demoníaca, al estilo de las descritas en películas tales como La invasión de los ladrones de cuerpos o La Profecía, o bien de añejas series televisivas como la clásica de Los invasores.

La explicación tenía que ser sencilla y, por supuesto, racional y lógica. Pero carecía de datos suficientes, por lo que procedí con gran disgusto de mi mujer, que me reprochaba no sin razón mi mayor interés por el ordenador que por ella, a seguir investigando vía internet. En ese momento lo que más me interesaba era descubrir si en algún caso el gemelo superviviente, o sus padres, habían llegado a mostrar cualquier tipo de comportamiento digamos extraño. Evidentemente este factor era mucho más difícil de determinar que lo anterior, pese a lo cual conseguí encontrar dos o tres casos que coincidían casi milimétricamente con el que yo conocía: En China unos campesinos habían sido ejecutados acusados de asesinar a su hijo de tres años, el único superviviente de una pareja de gemelos, por estar ambos convencidos de que en el cuerpo del pequeño residía un espíritu maligno. En la isla de Sicilia otro niño de características similares había sido exorcizado con el beneplácito de las autoridades religiosas, pero la fuente consultada -la edición digital de un periódico italiano- no aclaraba si el exorcismo había tenido éxito. Un tercer caso dudoso parecía haber tenido lugar en un remoto rincón de la amazonía peruana, aunque me resultó imposible concretar los detalles.

Sin llegar a ser tan explícitos, también pude encontrar algún que otro ejemplo asimismo significativo. Gracias a una página de cotilleo me enteré de que una famosilla del tres al cuarto había descubierto, en su cuarto mes de embarazo, que iba a traer al mundo gemelos. De algunos lugares del Tercer Mundo llegaban rumores de infanticidios, algo por desgracia habitual pero que, en ocasiones, parecía estar relacionado una vez más con este problema. Sumamente llamativo fue también un reportaje, aparecido en un diario virtual argentino, en el cual se hablaba de niños superdotados; se ponían varios ejemplos, siendo uno de ellos el de una pequeña de cuatro años sumamente precoz, a la cual se le había calculado un cociente intelectual de casi 200... Y que era además la única superviviente de una pareja de gemelas, ya que su hermana había fallecido de forma repentina cuando ambas contaban apenas con ocho meses de edad.

Aunque la muerte del hermano parecía ser un factor común en todos los casos, no siempre ocurría lo mismo con el resto de las circunstancias, tales como la muerte de la madre o un comportamiento extraño o sospechoso del gemelo superviviente, algo por otro lado difícil de discriminar respecto a las mortalidades normales que siempre se habían dado. No obstante, cada vez estaba más claro que algo insólito estaba ocurriendo desde hacía alrededor de unos cinco años.

Una vez que di por terminada la búsqueda de datos, procedí a escribir un documentado artículo -casi un ensayo- que presenté al redactor jefe del periódico. Puesto que mientras tanto el parricida había sido juzgado y condenado, el interés informativo del tema, si es que alguna vez había existido, era ya nulo, y por si fuera poco una inoportuna campaña sobre no recuerdo que cuestión políticamente correcta había absorbido la mayor parte de los esfuerzos del periódico. Así pues, no me sorprendió demasiado -aunque sí me irritó- que el artículo fuera tajantemente rechazado; pero lo que más me dolió, fue la forma tan despectiva con la que se me comunicó que se trataba de un medio de comunicación serio en el que no tenían cabida las elucubraciones esotéricas de cualquier índole. De hecho a punto estuve de dar el portazo y mandarlos con viento fresco, pero mi delicada situación económica no me permitía tomarme esas alegrías. Así pues, tragué.

Bien, si no podía ser dentro del periódico -me dije- lo intentaría fuera... Y así lo hice, aunque sin el menor resultado. Quedaban ya lejanos los tiempos en los que presuntos apóstoles de la heterodoxia tales como Erich von Däniken, Charles Berlitz, Peter Kolosimo, Jacques Bergier y tantos otros consiguieron poner de moda toda una suerte de disciplinas presuntamente rigurosas que eran, no obstante, rechazadas de plano por la ciencia oficial; ahora nadie mostraba el menor interés por estos temas, y solamente los charlatanes y embaucadores de baja estofa lograban vivir a costa de engañar a los más incautos camuflando sus burdas artimañas en forma de mil diferentes artes adivinatorias.

Huelga decir que yo no quería mantener la más mínima relación con esta ralea ni por supuesto me interesaban lo más mínimo sus ingenuos clientes, razón por la que me encontré frente a un callejón sin salida: No podía publicar mi trabajo en ningún medio de comunicación mínimamente serio, y no quería hacerlo en aquéllos que sí lo hubieran aceptado... Todavía me quedaba un último cartucho, y lo aproveché abriendo una página web -lo que me costó un serio disgusto con mi mujer cuando se enteró de lo que me había costado- que me vi obligado a cerrar tan sólo dos meses más tarde al constatar su fracaso, puesto que al parecer los únicos interesados en ella resultaron ser chiflados de todo tipo, justamente aquéllos que yo pretendía evitar a toda costa.

Finalmente acabé tirando la toalla, aunque no por ello dejé de seguir discretamente la evolución de los acontecimientos; una vez que disponía de las claves, me resultaba sencillo hacerlo. Y según transcurría el tiempo, pude comprobar con impotencia cómo el fenómeno se revelaba de forma cada vez más evidente, pese a lo cual yo parecía ser el único ser sobre el planeta consciente de ello. Aunque los casos dramáticos, tales como el que había motivado inicialmente mi interés, resultaron ser excepcionales, -no todas las madres morían, y muy pocos de los gemelos supervivientes eran rechazados por sus progenitores- según fueron creciendo estos niños empezó a resultar patente que no se trataba de seres corrientes, sino de unos superdotados de impredecibles capacidades mentales que, sin duda alguna, estaban muy por encima de las de los humanos normales.

Aunque seguía rechazando de plano cualquier posible interpretación que no estuviera respaldada por argumentos racionales, lo irrebatible de los acontecimientos me obligó a ampliar mis criterios; como dijo Arthur Conan Doyle, una vez descartado todo lo imposible lo que resta, por improbable que sea, ha de ser cierto. Y desde luego, mi afición a la ciencia ficción, que yo había procurado mantener escrupulosamente al margen por razones obvias, comenzó a aflorar de forma incontenible ofreciéndome las explicaciones que me negaba la ciencia oficial. ¿Estaba en lo cierto? Lo ignoraba, y lo sigo ignorando, pero se trataba de la única hipótesis coherente que se me ocurría.

Imaginemos una raza galáctica que, al igual que los cucos, precise de unos huéspedes involuntarios para criar a sus vástagos y que, al igual que ocurre con los pajarillos víctimas de tan singular parasitismo, sean incapaces de descubrir la superchería. Imaginemos -esto es fundamental para cumplir con el requisito anterior- que estos parásitos cósmicos carezcan de cuerpo propio y su identidad como especie no venga determinado por un código genético que configure su fisiología, sino por unas pautas mentales capaces de ser implantadas en el cerebro de cualquier ser con un mínimo de complejidad -o inteligencia- imprescindible para que pueda soportarlas; un cerebro virgen, evidentemente, como sería el de un recién nacido.

Esta hipótesis, por descabellada que pudiera parecer, hacía encajar todas las piezas. Al igual que los pollos del cuco se deshacían de sus hermanos adoptivos expulsándolos del nido, para poder acaparar así toda la atención de los engañados padres, estas réplicas infantiles de los parásitos cósmicos provocarían la muerte de sus gemelos por métodos imposibles de determinar para la ciencia médica, y por idénticos motivos sus verdaderos progenitores se asegurarían la falta de competencia, en forma de hermanos mayores, eligiendo siempre madres primíparas; la posterior muerte de éstas les garantizaría aún más su primacía.

La cuestión de su origen gemelar resultaba asimismo relativamente fácil de interpretar: Probablemente provocar o inducir un embarazo estaría fuera del alcance de estos alienígenas, y lo mismo cabía decir de infiltrar sus larvas mentales en los cerebros todavía inmaduros, pero ya perfilados, de los fetos humanos. Cabía pensar que para hacerlo necesitaran disponer de un cerebro totalmente en blanco pero ya desarrollado, lo cual conseguirían generando una réplica exacta del embrión, en principio único, moldeándole el cerebro conforme a sus propios parámetros. Esto explicaría asimismo la razón de estas detecciones tardías: Con anterioridad a ellas el falso gemelo, simplemente, no existiría aún.

Claro está que su mecanismo de reproducción, aunque sofisticado, no era en modo alguno perfecto, como lo demostraba el hecho de que hubiera habido padres capaces de detectar un comportamiento anómalo en sus hijos, habiéndose llegado incluso en algunos casos, principalmente a raíz del surgimiento del fenómeno, al exterminio de las crías; pero un estudio detenido de la evolución de sus nacimientos a lo largo del tiempo no dejaba lugar a dudas: Estos seres estaban refinando continuamente sus técnicas, de forma que a los padres adoptivos cada vez les resultaba más difícil descubrirlo.

La cuestión era saber qué nos depararía el futuro. Por un lado -mi formación fantacientífica me inducía estos temores- me aterraba pensar una evolución similar a la planteada en la clásica novela de anticipación Soy leyenda, en la cual los humanos sufrían una mutación que los convertía en seres distintos mientras el protagonista, único humano superviviente como tal en toda la faz de la Tierra, se veía abocado a aceptar su irreversible marginalidad. ¿Acabaría siendo la humanidad un simple contenedor carnal de esas mentes extrañas procedentes de otros mundos?

Pero existía una esperanza. La regla de oro del parasitismo consiste en no dañar al huésped más de lo estrictamente imprescindible, puesto que un perjuicio grave del mismo mermaría irremisiblemente las posibilidades de éxito del parásito que alberga. De ser así, cabría esperar que el número de larvas alienígenas se mantuviera lo suficientemente bajo y disperso como para pasar desapercibido.

Todavía es demasiado pronto para conocer la respuesta, al igual que tampoco resulta posible predecir el comportamiento de estos seres una vez que alcancen la edad adulta, algo que ni siquiera podemos predecir cuando ocurrirá. Los más mayores de ellos rondan los diez años y han demostrado poseer unas mentes superdotadas, aunque por lo demás se comportan como niños normales... Por ahora.

¿Qué ocurrirá más adelante? ¿Abandonarán sus cuerpos humanos -para ellos una simple envoltura física- metamorfoseándose en adultos incorpóreos, tal como ocurre con las larvas de algunas avispas que crecen en el interior de las orugas? ¿Los conservarán manteniendo con ellos algún tipo de simbiosis? ¿Serán genios o demonios? ¿Ayudarán a la humanidad a resolver sus problemas seculares apoyándose en sus portentosos intelectos o, por el contrario, la abandonarán a su suerte una vez logrados sus objetivos? Son muchas incógnitas, demasiadas para un simple mortal reducido a la condición de mero espectador del proceso. Lo que tengo claro, lo único evidente, es que a partir de ahora las cosas nunca podrán ser como antes.

En realidad poco me importa el futuro de la humanidad una vez haya cubierto mi propio ciclo vital, algo que ocurrirá dentro de varias décadas, y no creo que de aquí a entonces las cosas hayan podido cambiar lo suficiente para afectarme de forma significativa... O al menos eso creía hasta que, a los cuatro meses de gestación, los médicos descubrieron que mi mujer albergaba en su vientre a dos gemelos.


Publicado el 7-7-2005 en Velero 25