Efectos colaterales



Si he de ser sincero, la verdad es que la noticia del procesamiento de mi amigo Diist no me pilló en modo alguno por sorpresa. Diist es culto, inteligente, brillante y un excelente conversador, pero también, justo es reconocerlo, un impenitente crápula. Cierto es que yo nunca le había acompañado en sus licenciosas correrías, mis gustos son mucho más tranquilos que los suyos, y tampoco solíamos hablar demasiado de este tema puesto que él sabía que no me agradaba. Pero su fama de libertino era tal, que resultaba virtualmente imposible no tener conocimiento de ella.

Pese a todo, jamás hubiera sospechado que el motivo de su desgracia pudiera ser algo tan zafio y vulgar como la zoofilia, un vicio repugnante que provoca repulsión de forma instintiva a cualquier ser civilizado que se precie... y Diist lo era, amén de exquisitamente refinado. Así pues, no tuve por menos que desconcertarme.

En nuestra sociedad se suelen cometer, por lo general, muy pocos delitos, pero éstos son castigados de forma implacable con el ostracismo telepático durante un período de tiempo determinado, siempre proporcional a la magnitud de la falta. Y a Diist, huelga decirlo, le correspondía una buena temporada de penitencia durante la cual se encontraría completamente aislado de la sociedad, un castigo realmente demoledor... que se había ganado con contumacia.

Por supuesto las visitas físicas sí estaban autorizadas, pero ¿quién en su sano juicio sería capaz de rebajarse a ello? Si hasta los intercambios genéticos intrarraciales, imprescindibles para la perpetuación de las especies, se realizaban evitando cuidadosamente todo contacto obsceno entre los donantes, era de esperar que la gente evitara acercarse a alguien que, por si fuera poco, era convicto de zoofilia. Y no porque estuviera prohibido, que no lo estaba, sino por una simple cuestión de buen gusto.

Eso, claro está, sin contar con las dificultades añadidas de las diferencias metabólicas o fisiológicas, que en muchas ocasiones convierten en virtualmente imposible todo conato de comunicación no telepática entre miembros de dos razas lo suficientemente dispares, lo que demuestra la importancia de la telepatía como nexo de unión común en torno al cual se vertebra la increíble diversidad de modelos con los que se reviste la inteligencia a lo largo y ancho de la galaxia, al tiempo que refleja la tragedia que supone verse aislado, aun de forma temporal, del resto de la comunidad. Como acostumbran a decir los teóricos, suprimamos la comunicación mental y veremos cómo la galaxia se hunde en el caos y la anarquía.

No obstante, pese a todos mis escrúpulos acabé decidiendo visitar a mi desgraciado amigo. Primero por compasión, tras comprobar que había sido abandonado por todos a raíz de su condena. Segundo, porque nuestras relativamente similares morfologías nos permitían, aunque con dificultades, una tosca comunicación sensorial con la que podríamos salvar, mejor o peor, las infranqueables barreras antitelepáticas implantadas por sus jueces. Y tercero, porque sentía curiosidad por conocer los motivos que le habían impulsado a cometer tamaña aberración, algo que sólo él podría explicarme... si es que quería hacerlo. Eso sí, me cuidé mucho de hacer partícipes de mis planes a ningún conocido común: una cosa es la osadía, y otra muy diferente la imprudencia.

Diist se hallaba recluido en el correccional federal de Ain’twal, a casi un cuadrante de distancia de mi residencia, pero no me arredré ante tan largo viaje y, tan sólo unos wuuns después de la partida me encontraba atravesando el umbral de la sombría prisión, de la cual era él el único ocupante. El sorprendido funcionario que lo custodiaba -un quelimorfo nativo de Sturm a tan sólo un nivel por encima de la animalidad- se mostró sorprendido ante mi solicitud de visitar al reo, pero legalmente no podía oponerse a ello... y no lo hizo, aunque me advirtió una y mil veces acerca de la abyección moral del prisionero.

Huelga decir que ignoré por completo sus admoniciones, dirigiéndome al locutorio que, al igual que la celda de Diist, estaba sumido en el interior del campo de éxtasis que anula toda posibilidad de contacto telepático. Al atravesar la frontera del campo sentí un desagradable hormigueo en mi cuerpo que, por fortuna, pasó pronto; dicen que algunas razas ven alterado su metabolismo hasta el extremo de no ser capaces de soportarlo, pero los sadray siempre hemos gozado de una merecida fama de seres resistentes ante las condiciones ambientales más inhóspitas, y lo cierto es que el efecto del campo sobre mi organismo no pasó de ser una ligera molestia.

Mucho peor resultó la sensación de sentirme repentinamente sordo y mudo, ya que en lo que respecta a la telepatía no existe la menor diferencia entre un tosco quelimorfo, un evolucionado sadray e incluso un sublime santón shaalei; todas las razas, sin la menor excepción, nos vemos privados de la capacidad de comunicarnos mentalmente mientras permanecemos en el interior de uno de estos campos... así tiene que ser, si se quiere que la condena resulte efectiva.

Acoplé mi cápsula personal en la esclusa de entrada al locutorio y, una vez que los sensores comprobaron que las condiciones ambientales del recinto eran las adecuadas, se abrió la doble compuerta dejando expedito el acceso. Aunque sabía que todo estaba correcto -de no ser así la esclusa habría permanecido bloqueada-, mi desconfianza ante la capacidad intelectual del quelimorfo me hizo ser ridículamente precavido, deslizando un seudópodo explorador al interior del recinto.

Por supuesto, esta precaución resultó innecesaria. El aire del otro lado era perfectamente respirable, y las condiciones de gravedad, presión y temperatura eran asimismo las adecuadas. Como mucho, quizá un pequeño retazo de maloliente oxígeno -vestigio probable de un antiguo visitante oximetábolo- enranciaba ligeramente la fragancia del amoníaco, pero tampoco era algo que resultara insoportable. Así pues, con una ágil convulsión deslicé el resto de mi cuerpo por la estrecha trampillas, expandiéndome a continuación en todo mi volumen. Al menos, procuraría estar cómodo mientras durase la visita.

El interior del locutorio era más confortable de lo que había esperado, y la suave ondulación del aire me acariciaba los cilios con voluptuosidad al tiempo que me permitía flotar cómodamente en él. Pese a mis anteriores prejuicios, hube de reconocer que el pobre quelimorfo había hecho bien las cosas.

Pero no estaba allí para disfrutar del habitáculo, sino para consolar al pobre Diist. Su celda, por supuesto, se hallaba aislada de mi locutorio; no podía ser de otra manera, puesto que nuestras diferencias metabólicas eran demasiado grandes como para permitir -siento náuseas sólo de pensarlo- un contacto físico entre nosotros. Tan mortal le resultaba a él mi atmósfera de amoníaco y metano, como a mí la suya de cloro y otros halógenos, eso sin contar con las incompatibilidades de temperatura -mi cuerpo se volatilizaría al contacto de lo que él consideraba un ambiente agradable-, presión o gravedad -la suya me laminaría en unos instantes-, además de otros factores tales como nuestra diferencia de tamaños, de casi cien a uno a favor mío.

Así pues, la comunicación habría de ser necesariamente vía holovisión, lo cual nos obligaría a utilizar la mímica corporal como única forma posible de mantener un diálogo; y gracias que al menos nuestros respectivos sensores de radiación electromagnética contaban con un rango de frecuencias común, aunque yo necesitaría que el holocomunicador amplificara la amplitud de las ondas emitidas por mi amigo para poder ver algo, mientras que con Diist tendría que obrar en sentido opuesto.

Vamos, que incómodo sería un rato.

Tras advertir al vigilante que ya estaba preparado, el holocomunicador emitió el zumbido que indicaba su puesta en funcionamiento, e instantes después la imagen de Diist -ampliada, claro está, de tamaño- se materializaba en un extremo del recinto. Aunque sabía que su presencia no era material -no habría podido serlo sin que uno de los dos, o ambos, muriera de forma instantánea-, no pude evitar dar un brusco salto hacia atrás de forma instintiva; cuando durante toda tu vida has estado acostumbrado a manejar imágenes mentales de la gente sin el menor contacto no ya físico, sino incluso visual con nadie, encontrarte de repente con alguien al lado tuyo, por más que su presencia sea virtual, es capaz de sobresaltar incluso al más templado.

Finalmente logré sobreponerme a mis ancestrales prejuicios y, expandiendo amistosamente mis membranas, emití un seudópodo en cuyo extremo inserté un orgánulo fotosensible en la longitud de onda adecuada, con el cual saludé a mi amigo de la manera más afable y desenfadada que supe. Por fortuna en la escuela se sigue enseñando, pese a las continuas protestas de los alumnos, el antiquísimo y ya obsoleto código intergaláctico, pero hacía tanto tiempo que no lo practicaba, que me resultó dificultoso articular las palabras.

-Xrrrtpqsssg, ¿qué haces tú aquí? -se asombró Diist al descubrir mi presencia.

-He venido a visitarte. -respondí con torpeza- ¿Qué tal te encuentras?

-¿Cómo quieres me que encuentre? Fatal, por supuesto. -respondió malhumorado, haciendo restallar a la vez todos sus cromóforos; puesto que éstos forman parte de su anatomía, al menos se evitaba el incómodo proceso de tener, como yo, que generarlos.

Desde luego, el aspecto macilento de su antaño atildado exoesqueleto era buena muestra de que no mentía.

El inicio de la conversación no podía haber sido peor; pero la culpa no era mía, evidentemente, sino del deplorable estado anímico del desgraciado Diist. Éste, no obstante, era consciente de todo lo que significaba mi visita, por lo que adoptando el color mate que en su pueblo correspondía a la humildad -mate para mis limitados sensores cromáticos, es de suponer que se me escapaban multitud de matices a causa de mi reducida sensibilidad a esa región del espectro electromagnético- me pidió disculpas por su irrefrenable arrebato. Encima que venía a visitarlo, me dijo, no iba a echarle la culpa de sus desgracias...

Pese a nuestros mutuos esfuerzos, la comunicación visual resultaba forzosamente torpe y limitada, incapaz de reemplazar, siquiera en una mínima parte, a la transmisión telepática; pero era lo único de que disponíamos, y teníamos que apañarnos con ella.

Tras un buen rato de circunloquios -los squass, raza a la que pertenece mi amigo, consideran de muy mala educación ir directos al grano-, poco a poco comenzamos a hablar de su nefando pecado. En realidad mi amigo estaba deseando desahogarse con alguien, y mi visita le había resultado providencial. Así pues, se confió a mí como jamás lo habría hecho con nadie de no mediar tan dramáticas circunstancias.

-¿Cómo te atreviste a hacerlo? -le recriminé en todo paternal una vez que él hubo confesado su arrepentimiento- ¿Cómo pudiste caer tan bajo?

-No lo sé. -rezongó con una excitada zarabanda de colores difícilmente descifrable- Realmente, no lo sé. Supongo que por el afán de saborear un placer prohibido, o quizá por querer llegar más lejos que nadie...

-Mira, Diist. -respondí con afabilidad- Yo ni entro ni salgo en tus andanzas, sabes que jamás te he recriminado nada, y ahora no va a ser una excepción; yo no soy quien para darte sermones morales, y desde luego no tengo la menor intención de hacerlo.

»Pero -añadí, arrancando de raíz su atisbo de sonrisa luminiscente- esta vez fuiste demasiado lejos. Y no lo digo porque buscaras disfrutar sexualmente con una mente irracional, sino porque resulta una inmoralidad hacerlo sin el consentimiento de la otra parte... máxime, cuando ésta es incapaz de manifestarlo siquiera.

Mi amigo encajó el brutal reproche poniéndose literalmente negro, lo que venía a equivaler, entre los de su raza, a un enmudecimiento súbito. No era de extrañar; sabía de sobra que se había extralimitado, puesto que la intrusión no consentida en una mente ajena era considerada una abominación incluso por los individuos más depravados, pero que su mejor amigo, su único amigo, de hecho, a estas alturas, hubiera recorrido tan largo camino para venir a echárselo en cara en su propio encierro... no pude evitar sentirme como un miserable. Pero lo hacía por su bien, o al menos eso pensaba.

Finalmente logró reaccionar, doliéndose de mi dureza.

-Nunca habría sospechado, Xrrrtpqsssg, que pudieras llegar a tratarme así.

-Lo hago por tu bien, Diist, y puedo asegurarte que esto no resulta nada fácil para mí. -respondí conciliador- Pero reconocerás que, de no haber obrado así, ahora no te verías en la situación que te ves...

-En eso tienes razón. -masculló- Pero es algo que ya no tiene remedio; por mucho que muestre arrepentimiento, no van a acortar mi castigo.

-¿Por qué lo harías? -suspiré. Comenzaba a sentirme cansado; el esfuerzo para comunicarme ópticamente con mi amigo me resultaba muy fatigoso, y estaba deseando volver a mi acogedora cápsula. Pero todavía no había conseguido que me explicara todo.

-Ya te lo he dicho, no lo sé. Fue una locura, lo reconozco, pero en ese momento no lo pensé. Pasaba casualmente por las cercanías de uno de los sistemas de la reserva natural del Brazo II, y sentí curiosidad por su fauna. Pedí información a la Red Central, y por ella supe que uno de los planetas del sistema, concretamente el tercero a partir de su sol, tenía vida prehumana. Los nativos son oximetábolos de clase D, y aunque poseen un instinto social muy arraigado y han desarrollado un nivel tecnológico primitivo, no están catalogados como especie inteligente debido a que no han logrado desarrollar sus potenciales mentales, a excepción de los más primitivos.

-Por ese motivo están protegidos por una reserva... una buena razón para que no te inmiscuyeras en su vida. -le interrumpí.

-Estos datos excitaron todavía más mi curiosidad. -continuó, haciendo caso omiso a mi pulla- ¿Sabes? No soy el único que ha mantenido relaciones sexuales con seres prehumanos; sólo que otros tuvieron más suerte y no los pillaron. -se lamentó con cinismo- Y esta gente dice que el placer que se obtiene con ellos es muy superior al que nos pueda dar otro ser humano... Eso es lo que me indujo a probarlo.

-¡Por el Gran Creador Dwin! -exclamé escandalizado- ¡Si son tan... -aquí no pude reprimir una muesca de asco- primitivos que todavía no han conseguido dejar atrás la etapa del contacto físico! Si hasta se tocan... -musité, apenas con un hilo de luz.

-¡Vaya! Veo que tú también te has informado de mis andanzas. -se burló con ironía- Sí, ni siquiera han pasado de la etapa evolutiva del contacto físico, qué se le va a hacer... pero sus mentes son vírgenes, maravillosamente vírgenes, y lo que todavía es mejor, ni siquiera sospechan que el universo pueda estar habitado.

-Son tan sólo unos pobres animales sordos, mudos y ciegos. ¿Cómo pudiste encapricharte con ellos?

-¿Y por qué tenía que sentirme obligado por unas normas tan convencionales como discutibles? ¿Qué mal hacía a nadie?

-Se lo hacías a ellos. -objeté- Está demostrado que este tipo de relaciones pueden acarrear trastornos irreversibles en las mentes de estos seres primitivos.

-¿Y qué? No son personas, sino simples animales. Además, son una auténtica plaga en su planeta, se reproducen de un modo tan salvaje que están agotando sus recursos naturales a marchas forzadas... ¡e incluso se diezman entre ellos mismos! No, amigo, no te equivoques. Estos seres no evolucionarán hacia la humanidad como lo hicieron tus antepasados o los míos, estos seres caminan derechos hacia su autodestrucción. ¿Por qué protegerlos si ellos mismos son su propia plaga?

-Aunque así fuera. Siguen teniendo sus derechos, y uno de ellos es el de no inmiscuirnos en su vida.

-De acuerdo, obré mal, y estoy arrepentido... -yo no estaba tan seguro después de sus últimas afirmaciones, pero comprendía su amargura- pero tampoco se puede considerar que causara ningún daño apreciable en la especie, tan sólo me relacioné con unos cuantos individuos.

-¿Cuántos? -pregunté, sin venir realmente a cuento.

-¡Oh, no demasiados! Tan sólo unos centenares, quizá unos miles; es difícil calcularlo en mitad de tanta superpoblación. Yo lanzaba mis copuladores mentales al azar, y supongo que sólo los especímenes más receptivos respondían a mis intentos. Nunca lo supe con exactitud, resulta de todo tipo imposible discriminar entre los diferentes sujetos, tú percibes la suma de todos los estímulos individuales; éste es otro de los atractivos de la mal llamada zoofilia. -añadió malicioso- Y por si fuera poco, estos seres son tan sorprendentemente efímeros, que pese a que mi estancia allí no pasó de dos o tres wuuns, para ellos transcurrieron varias docenas de generaciones. En tales circunstancias, ¿para qué armar tanto escándalo?

-En eso tienes razón. -concedí- A veces, las sociedades protectoras se exceden en su celo proteccionista. Pero lo peor no fue eso. ¿Sabes que tu breve juerga provocó un desequilibrio en el hábitat que obligó a intervenir a las autoridades responsables para reequilibrarlo? Mucho me temo, mi querido amigo, que organizaste una buena...

-¿Bromeas? -puesto que los squass son incapaces de falsear sus códigos luminosos, supe que su sorpresa no era fingida- Si se trató de una simple chiquillada...

“Eso crees tú”. -pensé para mí, recordando a tiempo que todo ese lío ocurrió con posterioridad a su condena y aislamiento, razón por la que el pobre Diist no tenía modo alguno de saberlo.

-Lo digo completamente en serio. Verás, resulta que esa especie es muy peculiar, digamos que sus mentes, pese a su primitivismo, son extremadamente sensibles... y tú no pudiste entrar en ellas de una manera más violenta. Hiciste mucho daño, mucho más de lo que pudieras imaginar.

-Yo no sabía...

-No tenías modo alguno de saberlo. De hecho, ni tan siquiera los científicos que custodian la reserva lo sospechaban siquiera hasta que no interviniste y descubrieron sorprendidos las consecuencias de tu incursión. Esa especie es algo extraño, sin parangón alguno con el resto de la galaxia; no son inteligentes, por supuesto, y ni tan siquiera han conseguido desarrollar algo tan básico como la telepatía subvolitiva; es más, los expertos dudan de que puedan llegar a alcanzarla siquiera.

-¿Entonces? -Diist estaba cada vez más perplejo.

-Ahí es donde radica precisamente su singularidad. Sus cerebros, aunque primitivos, presentan unas singularidades únicas que les permiten emanar una especie de... digamos empatía social, lo que los convierte en algo más parecido a un organismo múltiple que a un conjunto de individualidades independientes, tal como suele ser habitual en la inmensa mayoría de las razas.

-Pero yo no...

-Sí, lo sé, tú tan sólo te ayuntaste con un mínimo grupo de especímenes, un porcentaje irrelevante en el conjunto de su población; pero no consideraste la existencia de un efecto multiplicador, una reacción en cadena que extendió la perturbación a la práctica totalidad de los individuos del planeta. De hecho, los técnicos todavía no han conseguido corregir totalmente los efectos de tu incursión.

-¿Cómo pudo ser eso? -preguntó afligido.

-Ya te lo he dicho, estos seres presentan un comportamiento mental y social de lo más peculiar... pese a que sus relaciones entre ellos están reducidas a algo tan arcaico como una especie de códigos acústicos. Imagínate lo que pasaría si sus cerebros llegaran a dominar mínimamente los medios de comunicación normales. Al parecer, los individuos con los que mantuviste relaciones vieron alteradas sus pautas de comportamiento y se convirtieron en catalizadores de unos extraños movimientos sociales que ningún estudioso ha llegado a comprender lo suficientemente bien. Resulta difícil transcribir sus conceptos a un lenguaje civilizado, y todavía más con este maldito código luminoso que me tiene ya más que harto; pero al parecer comenzaron a barajar conceptos tales como éxtasis, profetas, mensajes divinos, dioses... vete tú a saber lo que querrán decir con eso. Lo cierto, es que a raíz de ello crearon unas curiosas filosofías a las que bautizaron como religión, un concepto inexistente para nosotros y que, por lo tanto, resulta prácticamente imposible de traducir, pero que supuso un cambio radical en la evolución social de su especie... aunque vete a saber si fue para mejor o para peor, ya que con unos seres tan raros no hay forma humana de sacar unas conclusiones fiables.

-Pues sí que la hice buena...

-Quizá te consuele saber que los etólogos te están muy agradecidos, ya que les has proporcionado un interesante problema para estudiar; hasta ahora, habían estado muy aburridos.

Aquí concluyó la parte interesante de la conversación, ya que el resto la misma derivó hacia cuestiones intrascendentes que no merece la pena recordar. Cuando finalmente me despedí de mi amigo, no sin antes prometerle que volvería a visitarle cuando pudiera, me sentía tan agotado que apenas tuve fuerzas para volver a mi cápsula y abandonar ese maldito recinto que bloqueaba todos mis sentidos. Una vez estuve fuera, saboreando las deliciosas ondas mentales que fluían por toda la galaxia, me dediqué a descansar expandiendo al máximo mis membranas, al tiempo que reflexionaba sobre la paradoja en la que se había sumido mi amigo; abyecto criminal para unos y degenerado para la mayoría, lo cierto era que había provocado una situación interesante en un mundo perdido, por lo demás insignificante e ignorado por casi todos. Gracias a él, y a su involuntaria travesura, se había originado un interesante problema científico -en esto no le había mentido- que mantendría ocupados a los estudiosos durante bastante tiempo, y eso no se podía decir que fuera necesariamente negativo... lo que no le eximiría de cumplir su castigo.

Por cierto, ¿qué diantre sería eso de la religión?


Publicado el 15-6-2006 en Alfa Erídani