La lotería de la vida



-Así que le agrada nuestro planeta, estimado Ras Tolf.

-En efecto, señor Pelayo -respondió el rollizo humanoide rebulléndose en la para él estrecha butaca-. Puede creerme cuando le aseguro que la Tierra me ha entusiasmado. He recorrido todo el cosmos y he visitado multitud de planetas, pero sólo en la vieja Tierra he encontrado un encanto especial, algo que no alcanzo a definir pero que no obstante me ha satisfecho plenamente.

-Bien, me alegro que así sea -comentó sonriente el anfitrión-; al fin y al cabo, para un planeta que vive del comercio es imprescindible presentar una buena imagen pública. Lamentablemente, la Tierra no es ahora sino una sombra de lo que fue.

-Supongo que se referirá al patrimonio artístico perdido en la Gran Hecatombe. ¿No es así? -le interrumpió el comerciante galáctico visiblemente inquieto-. Porque no creo que ningún terrestre en su sano juicio sea capaz de añorar aquella lamentable época.

-Pagamos un alto precio por nuestro error, y no deseamos en modo alguno que algún día pueda volverse a repetir -respondió con voz crispada el terrestre-. Los horrores de la Gran Hecatombe son un estigma que acompañará para siempre a nuestra raza; éste es nuestro castigo, la pesada herencia que recibimos de nuestros padres, y sólo nosotros hemos de cargar con ella puesto que nuestra especie fue la única responsable.

-Discúlpeme si he herido sus sentimientos; puede estar seguro de que no era esa mi intención. -intervino el atribulado Ras Tolf al tiempo que agitaba nerviosamente la copa de licor que sostenía en su extraña mano; su distinto metabolismo no había sido óbice para que se mostrara como un entusiasta admirador de las bebidas terrestres.

-¡Oh, no! No tiene usted por qué disculparse. Ya estamos acostumbrados. Además, se trata de algo que ya está completamente superado.

-En efecto -respondió de nuevo el huésped en un claro intento de recuperar el terreno perdido-. Verdaderamente es admirable el tesón con el que su raza se ha abierto camino en la galaxia, sobre todo si tenemos en cuenta que tuvieron que partir de cero.

-Ni aun eso -puntualizó Pelayo-. No están lejanos los tiempos en los que los galácticos se apartaban de nosotros como si estuviéramos apestados.

-Bien, mis antepasados tenían sus motivos... ustedes habían sojuzgado a media galaxia imponiendo su ley a sangre y fuego. Era algo que jamás había pasado en toda la historia conocida, y fue necesario adoptar unas medidas sumamente desagradables para que la paz y el orden volvieran a reinar en todo el orbe conocido.

-Sí, esa fue la Gran Hecatombe, que aniquiló al ochenta por ciento de la población terrestre y extirpó de raíz su amenaza... pero los prejuicios de sus congéneres son ahora totalmente injustificados. Existe en la Tierra un movimiento pacifista fuertemente arraigado, y puedo asegurarle que ningún terrestre podría ahora estar de acuerdo con nuestro antiguo imperialismo; es algo que ha quedado arraigado en nuestra cultura a lo largo de varias generaciones.

-De todas maneras, estará usted de acuerdo conmigo en que la raza humana presenta singularidades que son inexistentes en el resto de las especies inteligentes que habitan en el cosmos -comentó Ras Tolf, maniobrando hábilmente hacia temas menos espinosos-. ¡Oh, por supuesto que con esto no quiero decir que estos matices sean necesariamente negativos!

-Amigo Ras, la especie humana es un caso único en el universo, y como tal hay que estudiarla. Nosotros los hombres somos capaces de las mayores proezas, pero también podemos alentar insospechadas aberraciones. Somos a la vez santos y diablos, monjes y guerreros, filántropos y asesinos. Tan sólo conociendo y comprendiendo esta paradójica dualidad podrá un extraterrestre llegar a entendernos.

-Sí, desde luego son ustedes algo insólito -reconoció el humanoide aceptando el cigarrillo que su interlocutor le ofrecía-. Existen millares de civilizaciones poblando todo el universo conocido, todas diferentes entre sí; pero tan sólo una de ellas, la suya, ha mostrado poseer ese salvaje instinto que le condujo a la Gran Hecatombe.

-Nosotros lo llamamos violencia -aclaró Pelayo al tiempo que encendía los dos cigarrillos-. Y lo que no es sino un fenómeno extraño y repugnante para la inmensa mayoría de las civilizaciones, algo a lo que recurrieron en una única ocasión impelidos por un pánico sin igual en toda su historia, resulta ser una constante en la historia de mi planeta, algo consustancial a la especie humana. Y por paradójico que resulte, los mayores avances tecnológicos de nuestra civilización han sido inducidos por circunstancias violentas como las guerras o las revoluciones.

-Pero esa violencia ha desaparecido; usted mismo lo ha dicho hace tan sólo un momento.

-Mejor sería decir que se ha sublimado. Nuestra especie es agresiva, y esto es algo que jamás podremos evitar. Lo que sí resultaba factible, y así lo entendieron los dirigentes que se hicieron con el poder después de la Gran Hecatombe, era encauzar esta agresividad hacia una manifestación positiva de este instinto; y afortunadamente lo consiguieron.

-¿Se refiere a la actividad comercial?

-En efecto. ¿Comprende ahora el éxito que hemos tenido como comerciantes? ¿Entiende por qué nos hemos hecho con el control económico de toda la galaxia? Yugulado nuestro estímulo, lo que había sido hasta entonces el motor de nuestra sociedad, necesitábamos otro que lo sustituyera. Y lo conseguimos con el comercio, para el que estábamos particularmente dotados puesto que un buen vendedor siempre precisará de cierta dosis de agresividad, por muy inofensiva que ésta sea. Sencillamente no teníamos rival; como afirma un viejo refrán de mi planeta, matamos dos pájaros de un tiro.

-Lo que bien mirado no deja de ser otra reminiscencia de su pasado violento -sonrió Ras Tolf-. Pero esto es ya agua pasada. ¿No es éste otro refrán terrestre? Ustedes han sido plenamente admitidos en la comunidad galáctica y, prescindiendo de algunos rescoldos de incomprensión totalmente irrelevantes, los antiguos temores han pasado a mejor vida. Ahora forman ustedes una sociedad estable y desprovista de violencia por completo.

-No fue fácil; tuvimos que luchar contra una herencia ancestral sumamente pesada. Lo más duro no fue modificar nuestro comportamiento con otras civilizaciones, sino construir un nuevo esquema de sociedad. Teníamos que canalizar también nuestra agresividad interracial, que no era menos peligrosa que la anterior; nos iba en ello nuestra identidad como pueblo.

-¿Cómo lo lograron?

-De forma similar al caso anterior, encauzando la violencia innata de todos aquéllos que no podían descargarla comerciando con el exterior, que eran la inmensa mayoría de los pobladores del planeta. Ya que no podíamos suprimirla y ni tan siquiera sustituirla, optamos por institucionalizarla, por ritualizarla. Controlada de esta manera la violencia social dejó de ser peligrosa; observe el resultado.

Una vez dichas estas palabras, Pelayo se incorporó de su asiento conectando el televisor que se hallaba situado frente a su huésped. Al tiempo que la inicial sinfonía de colores se descomponía en las nítidas figuras de una retransmisión al aire libre, el terrestre continuó dando explicaciones a su interlocutor.

-En toda sociedad -explicó a su huésped-, hasta en la más perfecta, existen siempre algunos inadaptados, algunos parásitos que para nada sirven excepto para perturbar la compleja marcha de los engranajes sociales. En la Tierra estos indeseables habían sido desde siempre confinados en cárceles, hospitales o manicomios en un intento de neutralizar sus efectos perturbadores. Algunos, más hábiles, consiguieron escapar al filtro impuesto por la sociedad, llegando en ocasiones a escalar hasta los puestos más elevados del poder con resultados nefastos para sus eventuales súbditos y para sus inocentes vecinos.

-Pero esto... ¡Es una ejecución pública! -exclamó horrorizado el extraterrestre, incapaz de apartar la vista de la sangrienta escena que se desarrollaba ante sus ojos-. ¡Es aberrante!

-Tiene usted razón; pero por desgracia ésta es la única válvula de escape que impide a nuestra sociedad desmoronarse víctima de sus propias tensiones internas -respondió Pelayo con pesadumbre-. El hombre es morboso por naturaleza, se trata de otra de las consecuencias de su agresividad innata. ¿Por qué no aprovecharlo? ¿No es mejor el sacrificio ritual de un pequeño número de personas que el peligro de una guerra generalizada, de una nueva hecatombe?

»En un principio se pensó en utilizar para estos fines a los delincuentes, a los inadaptados sociales, a todos aquellos individuos potencialmente perturbadores que así podrían ser útiles para la sociedad; pero este método no dio resultado, ya que pronto descubrimos que estos inadaptados eran en realidad tan normales como cualquier otro miembro de nuestra sociedad, siendo su único pecado que simplemente habían tenido peor suerte... aunque también se podría pensar que, de una u otra manera, todos los demás eran tan anormales como ellos. En realidad cualquier humano es un psicópata en potencia, basta con presionarle en el lugar adecuado para que reaccione comportándose como tal. Por esta razón, nuestros sociólogos concluyeron que la totalidad de las personas podrían ser catalogadas como inadaptadas, o asociales, dependiendo únicamente de sutiles criterios de comparación. No era justo, pues, que tan sólo unos pocos entraran en el juego.

»Se estableció entonces un sistema de sorteo en el que habrían de participar absolutamente todos los ciudadanos terrestres, desde el propio presidente hasta el más insignificante de los mendigos. Todo aquél que fuera designado por el azar se vería obligado a actuar como víctima en el ritual de la muerte, espectáculo que retransmitido a todo el planeta consigue aplacar la sed de sangre que nos ahoga.

-¡Pero esto es monstruoso! -exclamó el extraterrestre al borde mismo de la histeria-. Ustedes, unos seres civilizados, ¿cómo pueden hacer esto?

-Amigo mío, existió una vez en este planeta una gran civilización que comprendió perfectamente este problema. Los antiguos emperadores romanos sabían que tenían que mantener saciado material y socialmente a su pueblo, y lo consiguieron a base de pan y circo. La alimentación no es hoy en día ningún problema, y en lo que respecta a lo segundo nos hemos limitado a sustituir a los antiguos gladiadores profesionales por personajes anónimos, por seres que pudieran ser nuestros vecinos o nuestros amigos, que podríamos ser nosotros mismos, puestos allí por el veleidoso azar con independencia de la valía personal. El riesgo de ser elegido es lo suficientemente pequeño como para que no desaparezca al estímulo que siempre supone el peligro, y la totalidad del planeta lo acepta como una muerte más, tan natural como las producidas por una enfermedad o un accidente. Puesto que los participantes son reconocidos como héroes y el estado compensa económicamente a sus herederos, se considera un honor entregar la vida por un fin tan noble como es el de beneficiar a toda la sociedad.

-¡No puede ser! -objetó el visitante-. En cualquier otro planeta eso conduciría a una violencia indiscriminada, a una espiral de caos y de destrucción...

-No es éste el caso -respondió con afabilidad su anfitrión-; ya le advertí que los humanos éramos bastante singulares al respecto. Además, cualquier otra manifestación de violencia está severamente prohibida, por lo que la agresividad latente de nuestra sociedad está así lo suficientemente controlada como para que no represente el menor peligro.

-Ustedes los terrestres siempre serán diferentes -acertó a exclamar el visitante estelar antes de escabullirse rápidamente hacia el cuarto de baño. Mientras tanto, el sangriento espectáculo continuaba su curso.


Publicado el 15-7-2016