Pelea de gallos



Uno


Era un soleado día de abril cuando la desconcertante, pero no por ello menos cierta noticia saltó a los teletipos de las agencias informativas: Suiza y Austria, dos de las naciones más pacificas y civilizadas del planeta, se habían enzarzado repentinamente en una violenta disputa armada.

Los motivos que provocaron este conflicto bélico, como suele ocurrir en estos casos, permanecían razonablemente confusos, difiriendo según fuera uno u otro de los bandos la fuente de información consultada. Parecía ser, no obstante, que todo había comenzado a causa del minúsculo principado de Liechtenstein, poco más de ciento cincuenta kilómetros cuadrados desgajados en su día del extinto Imperio Germánico; este pequeño estado, empotrado entre los dos países beligerantes, gozaba desde hacía mucho de soberanía propia, aunque tenía establecidos algunos vínculos políticos con su vecina Suiza.

Hasta entonces la situación había permanecido estable, pero repentinamente tanto un país como el otro habían manifestado de forma simultánea su deseo de incorporar a sus respectivos territorios el pequeño principado. Austria alegaba el carácter germánico de sus pobladores, mientras Suiza aducía a su favor la larga vinculación mutua entre ellos; pero lo cierto era que, mientras los habitantes del principado asistían atónitos a una disputa que ni deseaban ni habían provocado, los ejércitos de sus dos vecinos, unas fuerzas armadas caracterizadas durante largo tiempo por su carácter estrictamente defensivo, se enfrentaban violentamente a todo lo largo de su frontera común en una guerra de conquista propia de pasados siglos.

Pasaron los días y, mientras toda Europa contemplaba perpleja esta confrontación que nadie se hubiera atrevido a sospechar, la guerra abierta entre los dos pequeños países centroeuropeos alcanzaba rápidamente unos niveles realmente alarmantes en una región caracterizada desde hacía mucho tiempo por su gran estabilidad política. Todos los países europeos veían con estupor la fulgurante escalada de un conflicto que ni deseaban ni se veían capaces de controlar, al tiempo que ciudades tan cargadas de simbolismo como Viena, Salzburgo, Berna o Ginebra, eran despiadadamente bombardeadas y convertidas en poco más que unos informes montones de escombros.

La guerra duró exactamente treinta y un días, pero sus consecuencias fueron tan trágicas como irreversibles. Aceptada al fin la tregua propuesta por las Naciones Unidas, tanto Austria como Suiza tendrían tiempo para lamerse sus heridas... Heridas que necesitarían mucho tiempo para cicatrizar. Amén de las siempre lamentables, y en este caso cuantiosas, pérdidas humanas, había que sumar el práctico hundimiento de dos de las hasta entonces más sólidas economías del planeta.

Pero lo más grave, empero, fue la irreversible pérdida de prestigio por parte de dos estados que habían basado hasta entonces su política internacional en una estricta neutralidad y en un escrupuloso respeto de la paz y la libertad entre los pueblos. Así, mientras Austria se veía sacudida por un estupor nacional sin parangón desde los lejanos días del desmembramiento del imperio austro-húngaro y la posterior anexión a la Alemania nazi, apareciendo entre sus frustrados habitantes una peligrosa tendencia a la asunción de un régimen político autoritario, Suiza contemplaba cómo se desmoronaba su peculiar y hasta entonces sólida economía a la vez que surgían en su seno toda una serie de tensiones separatistas que amenazaban con hacer estallar a esta nación en mil pedazos. Mientras tanto los sufridos habitantes del pequeño y torturado Liechtenstein volvían a recobrar su ahora garantizada independencia, al tiempo que contemplaban desolados el triste estado en el que había quedado su minúsculo país, todo un símbolo a partir de entonces de las altas cotas a las que podía llegar la estupidez humana.

Bastantes años después haría fortuna una frase acuñada por alguien cuyo nombre la historia ha olvidado. La frase en cuestión, afirmaba lo siguiente:


De entre todos los miles de guerras y conflictos de los cuales la historia ha guardado recuerdo, existe una, la de los Alpes, que pasará a los anales del planeta como el ejemplo más absurdo, estúpido y gratuito del comportamiento humano. Después de esta inútil guerra, jamás nadie en este planeta podrá dejar de sentir la vergüenza de considerarse perteneciente a esta irracional humanidad; nadie podrá evitar reconocer que, pese a nuestros varios milenios de historia, continuamos estando aún mucho más cerca de los animales que de las especies civilizadas que presumiblemente deben de poblar la inconmensurable vastedad del universo.


Dos


En algún lugar de la vasta galaxia dos seres dialogaban. Para los ojos de un terrestre tan sólo existirían las estrellas brillando inmutables y marcando con sus puntos de luz los estrechos límites de la percepción humana; pero estos seres existían, en forma de radiación distinta a todo lo conocido, y aun lo sospechado, por los científicos de aquel remoto rincón del cosmos conocido con el nombre de la Tierra... Existían sin duda, extendiendo sus inmateriales cuerpos a lo largo de centenares, quizá miles de parsecs.

Indudablemente eran seres inteligentes, regidos sus cuerpos y sus mentes por unas leyes físicas diferentes por completo a las habituales entre los terrestres, pero no por ello menos eficaces... Ya que estos seres no solamente eran plenamente conscientes de su existencia, sino que estaban además perfectamente capacitados para interrelacionarse con su entorno inmediato, un entorno que era de hecho la totalidad de la galaxia, gracias a un sistema sensorial ni tan siquiera soñado por las limitadas mentes terrestres. Y hablaban a su manera, intercambiando información merced a un sofisticado sistema de símbolos y conceptos abstractos que dejaba atrás, muy atrás, a cualquier rudimentario lenguaje humano... Sería imposible por ello transcribir de una manera exacta su diálogo a cualquiera de los idiomas inteligibles para nosotros, pero aunque de una manera inevitablemente parcial y necesariamente aproximada, se puede suponer que decían algo parecido a lo siguiente:

-¿Ves cómo tenía razón? Fue una lucha muy interesante.

-Pero violaste las normas pactadas; acordamos que no los induciríamos más allá del tercer nivel.

-¡Oh, no exageres! Únicamente elevé en medio (unidad de medida intraducible) el potencial normal de alteraciones psicosociales; esto no pudo tener ninguna consecuencia cualitativa, sino tan sólo levemente cuantitativa.

-No estoy de acuerdo contigo; estos seres presentaban un nivel de inercia social treinta (intraducible) mayor que la media planetaria; jamás se hubieran enfrentado entre sí de no haberlos incitado de la manera en que lo hiciste.

-¿Ya estáis molestando de nuevo a ese planeta? -interrumpió una tercera voz-. Vais a conseguir que el Gran Consejo prohíba vuestros absurdos juegos.

-Será porque tú nos denuncies. -le espetó con brusquedad el primero de los interlocutores- Siempre te estás metiendo en nuestros asuntos.

-Tiene razón -le apoyó su compañero-. ¿A ti qué te importan nuestros juegos? A nadie hacemos daño con ellos.

-¿A nadie? ¿Y qué me decís de esos pobres seres?

-¿No pensarás que esos míseros animales puedan tener sentimientos? Apenas alcanzan el subnivel cinco de inteligencia, uno de los más bajos de toda la galaxia.

-Aunque así sea, a su manera tienen una cierta actividad mental. Son seres vivos, y como tales hay que respetarlos.

-Son animales -terció su otro interlocutor-. Y como animales hay que tratarlos. Además, nosotros no hacemos nada ilegal.

-Ilegal no, pero carente de ética sí. ¿Os parece poco dañino haberos dedicado a azuzar durante cinco (medida de tiempo indeterminada) a estos inocentes seres para que se peleen entre ellos? Sois los culpables de la práctica totalidad de sus conflictos violentos, conflictos que son vuestra distracción pero que suponen la mayor lacra de su corta historia. ¿Es que no podéis dejarlos en paz?

-Yo creo que no le falta razón -intentó mediar uno de los dos amigos-. La verdad es que nos estamos pasando un poco... Hemos impedido que estos seres alcanzaran un mayor desarrollo social y los hemos convertido en una de las razas menos avanzadas de la galaxia. Sin embargo hemos fomentado su desarrollo tecnológico y les hemos puesto al borde mismo de la autodestrucción, lo que nos dejaría sin distracción.

-¡Bah! Ya buscaríamos otros sustitutos. Hay muchos planetas habitados en la galaxia.

-¡Pero no es eso! -exclamó el proteccionista-. No tenéis el menor derecho a inmiscuiros en su vida. Nuestro movimiento propugna la no intervención en la ecología galáctica, y no dudéis que tarde o temprano conseguiremos...

-Puede que acabéis saliéndoos con la vuestra -cortó secamente el más irreductible de sus dos oponentes-. Tú y toda esa caterva de proteccionistas reprimidos que sólo sabéis disfrutar impidiéndonos cualquier diversión a todos los demás; pero mientras tanto, haremos lo que nos venga en gana con nuestro planeta. De nada servirán tus tontos escrúpulos, así que haz el favor de dejarnos en paz.

Mascullando el equivalente a las maldiciones humanas, el tercer ser se alejó hacia otras regiones galácticas al tiempo que los dos amigos retornaban a su, para ellos, inocente juego. En la Tierra, mientras tanto, acababa de estallar una nueva guerra.


Publicado el 23-10-2015