Requiescat in fauces
Cuando la primera expedición terrestre llegó al planeta Achird (o η Cas) IV, situado a algo más de 19 años luz de distancia, descubrió en él una raza humanoide culturalmente situada en el neolítico cuyas comunidades, al contrario que sus homólogas terrestres, vivían en paz y armonía siendo la guerra algo desconocido por completo.
Los nativos acogieron amistosamente a los visitantes con tanta o más curiosidad que éstos, mostrándoles su pacífico modo de vida que tanto se asemejaba a la mítica Arcadia Feliz cantada por tantos poetas. No obstante, hubo un detalle que desagradó profundamente a los exploradores terrestres, varios de los cuales eran misioneros y, por si fuera poco, protestantes: sus ritos funerarios, ya que los achirdianos tenían la costumbre de comerse los cadáveres de sus muertos en unos banquetes comunales en los que intervenían todos los familiares y allegados del difunto.
Preguntados por ese peculiar y a ojos de los terrestres aberrante hábito, que recordaba a otros similares felizmente erradicados practicados antaño por algunas tribus de Nueva Guinea, los achirdianos respondieron que lo hacían por respeto a sus muertos, ya que no podían consentir que sus cadáveres entraran en contacto con la tierra impura, ni mucho menos que se pudrieran o fueran devorados por gusanos y otros animales inmundos.
A sugerencia de los pastores que le acompañaban, el capitán de la expedición propuso a los nativos la posibilidad de incinerarlos, usando como principal argumento el hecho evidente de que parte de lo que pasaba por sus intestinos acababa siendo expulsado en forma de heces, no menos impuras que la tierra en la que rehusaban enterrar los cadáveres. Y, viendo las reticencias de los achirdianos a una práctica que chocaba con su tradición secular, ordenó a los técnicos de la expedición que construyeran un horno crematorio que pudiera servirle de demostración.
Así lo hicieron y, por respeto a posibles tabúes locales, procedieron a incinerar no el cadáver de un achirdiano sino a un animal, similar hasta cierto punto a un jabalí, cazado previamente por los nativos. La prueba fue realizada teniendo a los caciques locales por testigos, a los cuales se les mostró el amasijo de huesos calcinados y parcialmente deshechos que quedaron como único residuo del proceso, sin el menor vestigio de carne. Puesto que tras el banquete los achirdianos tiraban a una profunda sima las osamentas del finado sin mayores rituales post mortem, ningún problema debía surgir, pensaron los confiados terrestres, para que aceptaran el nuevo e higiénico método olvidándose de una vez por todas de su aberrante costumbre.
Sin embargo, éstos resultaron pensar de otra forma. Tras mostrar su admiración por la limpieza del proceso, los caciques se mostraron dispuestos a aceptar el cambio con una única condición: que la incineración no fuera tan completa, puesto que así se veían privados de su manjar favorito. ¿No podrían hacer que los cadáveres se tostaran tan sólo un poquito, lo justo para quedar tiernos?
Publicado el 22-10-2018