Uróboros



El autor advierte que cualquier parecido de los hechos, lugares o circunstancias aparecidos en esta obra con acontecimientos reales pasados o actuales NO ES pura coincidencia.


Que uno de los impropiamente llamados platillos volantes sea vislumbrado en cualquier punto de la geografía de nuestro planeta no tiene, hoy por hoy, especial relevancia. De hecho, ni tan siquiera la prensa más sensacionalista presta ya atención a noticias de esta índole, relegándolas en el mejor de los casos al destierro de las páginas interiores.

Pero si tal ovni (llamémoslo así) aparece en Nueva York, a plena luz del día y ante millones de testigos, y se sitúa sobre la vertical de la sede de las Naciones Unidas, la cuestión es cuanto menos digna de ser tenida en cuenta... Porque en aquella somnolienta tarde veraniega los estupefactos neoyorquinos pudieron observar atónitos cómo un enorme objeto fusiforme (posteriormente se calcularía su longitud en más de trescientos metros) brillaba majestuoso bajo los cobrizos rayos del sol poniente burlándose de los doctos entendidos que pretendían reducir su existencia a un mero fenómeno óptico o, como mucho, a una prosaica histeria colectiva.

Y si para el ciudadano de a pie la sensación fue de asombro cuando no de miedo, en el seno del máximo organismo internacional cundió directamente el pánico. Por primera vez en su corta historia se produjo una total unanimidad y desde el secretario general hasta el último ordenanza todos estuvieron de acuerdo... En correr, pálidos de miedo, a llamar a las fuerzas aéreas de los Estados Unidos en la esperanza de ver desaparecer a tan inoportuno visitante.

Si un experto hubiera presenciado la aparición no habría vacilado un instante en señalar una serie de peculiaridades en el comportamiento del obstinado platillo: Mientras todo ovni que se preciara se habría limitado a efectuar apariciones fugaces evitando sistemáticamente surcar el cielo de las grandes urbes, el pertinaz visitante insistía en mantenerse milimétricamente situado sobre el esbelto edificio burlándose de todas las leyes físicas a la par que hacía caso omiso de los ruidosos aviones que, con la típica efectividad yanqui, intentaban convencerle de que no era bien recibido. Por otro lado su actitud no podía ser aparentemente más inofensiva: Simplemente se dejaba ver, consiguiendo con ello asustar todavía más a sus aterrorizados observadores, totalmente inermes ante él.

Inesperadamente un pequeño objeto de forma lenticular se desprendió de la parte inferior del plateado huso. Burlando limpiamente a los torpes sabuesos que danzaban en torno suyo, el pequeño disco se dejó caer sobre el prismático edificio para, haciendo un ágil guiño cuando el choque parecía inevitable, aterrizar suavemente frente a la fachada principal del mismo.

Esta vez le tocó el turno de lucirse al ejército, el cual en una rápida y espectacular maniobra envolvió a la navecilla en un espeso círculo de tanques y cañones, una acción perfectamente inútil ya que nunca se atreverían a usar las armas en las cercanías de la representación diplomática; pero al menos, su prestigio de anfitriones quedaba de esta manera a salvo.

Acto seguido, y de un modo evidentemente estudiado, una escotilla se abrió en el fuselaje dejando paso a un extraño séquito; de esta sencilla y decepcionante manera se producía el tan esperado y al mismo tiempo temido primer contacto físico con seres extraterrestres. La televisión estaba allí, por lo que millones de receptores repartidos por toda la faz del planeta pudieron mostrar a sus espectadores el aspecto de los visitantes: Nada de hombrecillos verdes o pulpos de múltiples cabezas; eran hombres, algo feos esa era la verdad, pero hombres idénticos a los terrestres. Iban ataviados con unos extraños e inidentificables trajes, y sus semblantes reflejaban sin excepción un nada tranquilizador aire de superioridad.

Su intención de penetrar en el foro de las naciones era evidente. Cuando su caminar, pausado pero seguro, les condujo frente al círculo de hombres armados, se limitaron a abrirse paso a través suyo, siendo silenciosamente flanqueados por una doble fila de soldados que, no atreviéndose a detenerlos, se limitaron a escoltarlos no se sabe si con el fin de protegerlos de un hipotético peligro o bien pensando inútilmente en amedrentarlos.

En lo alto de la escalinata se hallaba el pálido y desencajado secretario general que, haciendo de tripas corazón, salía a recibirlos. Y hacia él se dirigieron los cinco seres que formaban parte de la comitiva. Hablaron en inglés, destrozando así otro de los tópicos tan utilizados por la ciencia ficción barata... Y no se anduvieron con rodeos ni con florituras, limitándose a solicitar, de una manera sencilla pero Imperiosa, una reunión urgente de la Asamblea General. Y esperaron.

Varias horas más tarde todo estaba listo. En el exterior todo seguía igual, con la nave auxiliar posada en el pavimento y el coloso de plata brillando en las alturas bajo la tenue luz de las estrellas. Los aviones se habían retirado, pero los soldados permanecían firmes en su lugar. Mientras tanto, un fuerte cordón policial trataba de contener con escasa fortuna a la nube de curiosos que intentaban aproximarse a las cercanías del iluminado edificio.

En el interior de éste, en la vasta sala donde efectuaba sus reuniones la Asamblea General, se respiraba la atmósfera de los grandes acontecimientos. La totalidad de los embajadores de los países miembros, precipitadamente llegados desde sus residencias, estaban presentes junto a los inevitables periodistas. Todos eran conscientes de que algo muy importante iba a tener lugar en la ya histórica sala, por lo que aguardaban con impaciencia el inicio de la sesión.

Por fin, acogida su llegada con un murmullo mezcla de admiración y de miedo, hizo su entrada el portavoz de los extraterrestres. Aceptando la invitación del secretario general se encaminó a la tribuna de los oradores. Y habló.

Ni rogó ni ofreció; sencillamente exigió, hablando con la seguridad propia de quien se sabe superior y posee argumentos convincentes para demostrarlo.

Procedían de un Imperio extendido por docenas de sistemas planetarios. No eran los únicos, ya que había otros muchos estados independientes repartidos a lo largo de la inmensidad de la Vía Láctea; pero eran los más poderosos, al menos en aquella región del espacio. La Tierra había tenido la gran suerte -según ellos- de haber caído dentro de su zona de influencia, y ninguna otra civilización estelar osaría poner su planta en el nuestro planeta ya que estaríamos bien protegidos.

No venían con intenciones hostiles. No deseaban conquistar la Tierra ni diezmar a su población. Tampoco buscaban esclavos ni materias primas; tan sólo deseaban hacer de nuestro planeta un protectorado suyo encauzando su desarrollo preparándolo para formar parte en un futuro de la sociedad cósmica. Prometieron respetar en su totalidad la civilización y las culturas terrestres, pero se verían obligados a poner un poco de orden en la marcha del planeta, que según ellos iría directamente hacia la catástrofe final de continuar así.

Su programa era relativamente sencillo y evidenciaba una meticulosa elaboración. En principio quedaba suprimido el orden político vigente, ya que en adelante el planeta sería un único estado dividido en provincias mucho mas lógicamente distribuidas que los antiguos países. La Tierra quedaba estructurada como un estado federal, gozando cada provincia de una amplia autonomía que le permitiría gobernarse de acuerdo con sus costumbres y su cultura. Por su parte, el gobierno central tendría en sus manos el control de la totalidad del planeta.

El Imperio de Kaltum (tal era el nombre de sus nuevos amos) se mostraba discreto: No interferiría en los asuntos internos de los terrestres, siempre y cuando no fuera directamente afectada su posición de potencia protectora. Quedaban automáticamente suprimidos los ejércitos nacionales (ellos afirmaban que ya no serían necesarios), pero el orden público quedaba por entero en manos del gobierno central terrestre. Una sola cosa les era vetada: el control del espacio más allá de la atmósfera terrestre, monopolizado éste por las naves imperiales. Los kaltumianos controlarían asimismo el comercio exterior de la Tierra, encargándose sus naves mercantes de transportar y vender las mercancías en uno y otro sentido. Por último, también se reservaban para ellos la representación diplomática de la Tierra en el concierto galáctico. En todo lo demás, serían los terrestres los únicos dueños de sus propios destinos.

Era un buen trato, afirmaban los kaltumianos. Los terrestres sacrificaban su independencia, mucho más teórica que real, y a cambio de ello verían mejorado en gran medida el nivel de vida del planeta. El bienestar económico y social sería un hecho. Quedarían suprimidas de raíz todas las injusticias sociales existentes en la totalidad del globo, y no se lesionarían los intereses de nadie a excepción de los de aquéllos que medraban a costa de sus semejantes.

Era, pues, completamente absurdo que políticos trasnochados tuvieran la tentación de declarar la guerra santa contra el invasor, ya que nadie iba a perder su libertad o su bienestar. Aún más, muchos la iban a ver incrementada hasta límites insospechados. Por primera vez en la historia del planeta la justicia imperaría en la totalidad del orbe, y únicamente serían apartados en aras del bien común aquéllos que siguiendo caminos tortuosos hubieran alcanzado el poder lesionando los intereses de una mayoría en beneficio propio.

Se apeló al sentido común de los distintos gobiernos allí representados. Toda resistencia, amén de ilógica, era completamente descabellada, ya que los kaltumianos tenían el suficiente poder militar como para barrer de un plumazo la totalidad de las fuerzas armadas del planeta. Pero no deseaban utilizar la violencia, excepto en casos de estricta necesidad. Su buena voluntad era evidente; ¿quién rechazaría en estas circunstancias a un bienhechor?

En el transcurso de un mes llegarían a la Tierra las fuerzas de ocupación. Era éste un capítulo calificado de incómodo por sus interlocutores, pero por desgracia necesario. Esta ocupación se mantendría durante el menor tiempo posible, justo hasta que el nuevo orden político (ellos preferían decir administrativo) estuviera en pie.

Al llegar a este punto las fuerzas de ocupación serían inmediatamente evacuadas siendo sustituidas por un contingente de técnicos encargados de reformar la economía y la estructura social del planeta conforme a unos cánones mucho más efectivos y racionales. Éstos, a su vez, serían asimismo relevados de forma paulatina conforme fueran surgiendo especialistas cualificados en el seno de la nueva sociedad terrestre.

El gobierno imperial se comprometía solemnemente a no poblar el planeta con colonos originarios de sus territorios. En el aspecto económico se limitaban a exigir el pago de un razonable impuesto en concepto de tasas por la asistencia prestada, amén claro está del consabido monopolio de las relaciones comerciales con el exterior.

Y eso era todo. Los representantes imperiales se despidieron abandonando el gran edificio; minutos después la astronave kaltumiana se perdía en el infinito.

Aquella madrugada registró la más tumultuosa sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas en toda la historia del organismo. Los próceres de la humanidad discutieron todo un amplio abanico de decisiones a adoptar frente a la nueva e insólita situación en la que se veían envueltos, sin llegar como era de esperar a ninguna decisión; y es que, salvo honrosas excepciones, la práctica totalidad de los embajadores allí presentes resultaron ser unos perfectos cretinos.

Las propuestas realizadas por los miembros de la Asamblea fueron múltiples y a menudo descabelladas, oscilando entre la aceptación fatalista y el suicidio en masa, por supuesto sin el consentimiento previo de los interesados. No faltaron tampoco los héroes que proclamaban la defensa a ultranza de la independencia (?) del planeta; y, como de costumbre, no consiguieron ponerse de acuerdo.

Hubo países pobres, los del llamado Tercer Mundo, que suspiraron aceptando resignadamente un nuevo cambio de dueño. Los países ricos, beneficiarios en su mayoría del gran invento (para ellos, claro está) del neocolonialismo, temieron por sus intereses, por lo que alentaron a sus antiguas víctimas a oponer una tenaz resistencia frente al invasor.

Se agotaba el plazo otorgado por los kaltumianos y el ansiado acuerdo seguía sin llegar. Las grandes potencias militares (OTAN, Rusia, China), dando muestras de un patriotismo planetario demasiado hermoso para ser sincero, asumieron espontáneamente la labor de defender al planeta, pero muy a pesar suyo grandes zonas del planeta quedaron sin su protectora cobertura. Sobre el mosaico de estados que cubrían la faz de la Tierra surgieron revoluciones y contrarrevoluciones, profetas exaltados y políticos enardecidos lanzando al aire su postrer canto de cisne. Iluminados defensores de un orden nuevo llegaban a las manos con nacionalistas furibundos. Un espíritu de cruzada sacudía el mundo enfrentándose con el entusiasmo de los partidarios de la integración cósmica.

Y por fin llegó el día señalado. La Tierra mostraba, huraña y desconfiada, sus afiladas uñas. Se soñaba con vencer al invasor, y se creía firmemente en el triunfo. Sin embargo, la realidad se encargaría de enfriar los ánimos hasta a los más exaltados. El imponente aparato bélico puesto en pie por la totalidad de las potencias mundiales por primera y última vez unidas frente a una causa común, no tuvo la menor oportunidad de entrar en combate. Las naves imperiales aparecieron puntualmente, surcando el cielo con majestuosa prestancia. Su labor fue meramente disuasoria, y no dispararon un solo tiro; no hizo falta. Los generales y almirantes al mando de las fuerzas conjuntas fueron por una vez juiciosos; eran mosquitos tratando de abatir rinocerontes. Y depusieron las armas.

Los imperiales no tomaron represalias en respuesta a la infantil rabieta de sus nuevos súbditos; se limitaron a sonreír recogiendo la totalidad del armamento allí presente, desde fusiles hasta cabezas atómicas, al tiempo que enviaban a casa a los frustrados soldados.

La ocupación fue consumada en el breve plazo de tres semanas, y los nuevos dueños del planeta cumplieron fielmente sus promesas. Derribaron gobiernos, pero crearon nuevas y más eficaces administraciones. Cayeron las viejas y caducas fronteras, pero surgieron modernas circunscripciones que acabaron de raíz con ancestrales conflictos. Fueron acogidos como héroes por los ingenuos habitantes del Tercer Mundo, que veían en ellos el vehículo que erradicaría de una vez por todas su miseria endémica. Y consiguieron vencer, en un prodigio de habilidad, la desconfianza de los recelosos pobladores del mundo desarrollado. Amanecía en la Tierra.




Maurice Amadou era sin lugar a dudas una persona importante. Hijo de un funcionario del gobierno de Yaundé, capital del antiguo Camerún, no había cumplido aún los diez años cuando tuvo lugar la anexión de la Tierra por parte del Imperio de Kaltum. Pasaron los años y Amadou creció paralelamente a la transformación provocada en el planeta por sus nuevos dueños. Sus ojos infantiles vieron, como en un sueño jamás concebido, surgir de la nada multitud de cosas maravillosas que realizarían el milagro de convertir a su país, el Camerún, en una nación tan desarrollada y feliz como la mítica Europa.

El padre de Maurice, nacido en un poblado tribal y crecido en un ambiente colonial, se mostraba en un principio bastante reticente. Al fin y al cabo todos los amos eran iguales, decía. Los franceses se fueron después de expoliar a su antigua colonia, y los kaltumianos harían sin lugar a dudas exactamente lo mismo.

Éste no era el caso del joven Amadou. Nacido en un Camerún ya independiente, sus ojos de adolescente veían en los galácticos a unos héroes que librarían a su país y a toda África del subdesarrollo y la incultura en los que se hallaban sumidos, lacras que las antiguas metrópolis europeas no habían podido o no habían querido subsanar. Su ingenua mente, libre de los prejuicios que condicionaban a sus mayores, hallaba imprescindible un final feliz. Y serían los kaltumianos, de eso no le cabía la menor duda, lo encargados de llevarlo a buen término.

Lo paradójico del caso fue que los hechos se encargaron de dar la razón al joven adolescente. Los imperiales se comportaron conforme habían prometido: Tras reorganizar políticamente al continente negro, hecho éste indispensable debido a la artificialidad de las fronteras heredadas por las jóvenes repúblicas, se dispusieron a estimular el desarrollo integral de toda esta virgen parte del mundo, con resultados espectaculares. Si bien el proceso transcurrió en paralelo a los del resto del planeta, la ductilidad de los africanos con respecto a los habitantes de los otros continentes, así como su bajo nivel de desarrollo, hicieron que los logros obtenidos resultaran ser con mucho los más espectaculares.

Se construyeron carreteras y aeródromos. Se roturaron tierras hasta entonces estériles. Se desviaron ríos y se excavaron lagos en la más vasta obra de ingeniería jamás planeada por una mente humana. Se venció al inhóspito Sahara creando un vasto mar interior en la depresión del Chad, devolviendo al mítico y hasta entonces temido desierto la fertilidad que antaño poseyera. Y fue allí, en el corazón del antiguo desierto a orillas del mar del mismo nombre, donde surgió de la nada la capital de la nueva África: Neópolis.

No menos espectacular fue la construcción de una vasta red de estaciones captadoras de energía solar que, aprovechando la privilegiada situación geográfica del continente, convirtieron a éste en una región rica en energía. Energía aprovechada plenamente por la industria pesada de reciente creación que, transformando in situ las abundantes materias primas repartidas por la totalidad de la vasta geografía africana, lograron para ésta la tan ansiada independencia económica con el bienestar económico y social que llevaba aparejado.

Para triunfar hay que ser un precursor, afirma un viejo adagio, y esto es lo que ocurrió con el joven Maurice. Intuyendo acertadamente el horizonte que se abría ante sus ojos, corrió a ponerse al servicio de los instructores kaltumianos. Fue de los primeros, y en ello radicó su éxito. Tras el obligado curso de adaptación y con un nada desdeñable bagaje cultural, ingresó en una de las múltiples universidades que florecían por doquier. Una vez graduado como especialista en centrales solares su porvenir como ingeniero quedaba resuelto, y su capacidad para desempeñar todo tipo de cargos en una sociedad que valoraba exclusivamente el mérito personal de cada individuo se encargó de allanarle en buena parte el camino.

A partir de entonces su carrera fue meteórica. En el breve lapso de cinco años se encontró como máximo responsable de la red energética africana. Asimismo, y dada la peculiar estructura de la administración política impuesta por los kaltumianos, una tecnocracia del más apto, era gobernador de la provincia del Sahara, poblada por todo un mosaico de razas desde que a los iniciales pobladores árabes y africanos negros se sumaran los excedentes de población de la superpoblada Asia.

Situado en la cúspide del poder, admirado y respetado por la totalidad de los gobernantes del planeta, Amadou sólo tenía por encima de él al Gobierno Central Terrestre. Los delegados kaltumianos, respetuosos hasta el final con los acuerdos que ello mismos obligaron a aceptar, se mantenían en un discreto segundo plano prácticamente ininterrumpido, no interfiriendo en absoluto con su labor gestora. Únicamente un pequeño destacamento, al cuidado del astropuerto de Neópolis, mantenía el control del escaso tráfico interplanetario o interestelar allí existente.

No obstante las graves responsabilidades que pesaban sobre sus hombros, Amadou era tenido por un gobernante justo y popular. Y él, humano al fin y al cabo, se sentía orgulloso de ello. Se vanagloriaba del perfecto funcionamiento de la totalidad de los complicados engranajes sociales de la circunscripción bajo su mandato, presentándolo como un logro personal. Y algo había de ello, si bien gran parte del mérito correspondía a la nueva estructura social que imperaba en el planeta. El secreto del éxito era sencillo: se basaba en la inexistencia de ningún tipo de marginación social, carcoma de todas las civilizaciones. Actualmente cada ciudadano terrestre era destinatario de un puesto en la sociedad, justo aquél para el que estaba más capacitado. Cada cual rendía al máximo y todos eran felices a su modo.

A pesar de lo encumbrado de su posición, Amadou seguía siendo un hombre de gustos sencillos. Permanecía soltero, habitando en una sencilla villa de las afueras de la gran urbe; amaba la soledad y gustaba disfrutar de su escaso tiempo libre en el aislamiento que le proporcionaba su apartado retiro. Había rechazado todo intento de proteger su finca mediante un destacamento policial; “Yo no tengo que esconderme de nadie”, afirmaba. A duras penas admitía la existencia de un reducido número de colaboradores, sólo los estrictamente imprescindibles para el mantenimiento del edificio y el terreno colindante. Ésta era su única compañía, y aun a veces la estimaba excesiva.

En la actualidad se encontraba disfrutando de sus primeras vacaciones en el plazo de varios años, y había dado estrictas órdenes a la servidumbre con objeto de salvaguardar por encima de todo su preciado retiro. Por esta razón, le irritó profundamente el anuncio por parte de su mayordomo de una solicitud de audiencia por un desconocido presentado como representante oficial del Gobierno Provincial Europeo. Adujo una serie de excusas y protestas casi infantiles con objeto de preservar tan preciado aislamiento, pero su inquebrantable resistencia fue vencida por la machacona insistencia del desconocido visitante.

Finalmente accedió ceñudo, dando orden de que condujeran a su despacho a tan inoportuno visitante. Éste no se hizo repetir la invitación, apresurándose a penetrar en la pequeña estancia. Se había presentado bajo el nombre de Miguel Ordóñez, consejero energético de la provincia europea. Era un hombre de edad indefinida con el típico aspecto latino que su nombre pregonaba. Su boca esbozaba una sutil y estudiada sonrisa que no deformó lo más mínimo al responder casi automáticamente al maquinal saludo. Acto seguido se acomodó, sentándose al otro lado de la mesa, frente a su interlocutor aceptando la invitación de éste.

-Supongo que habrá venido hasta aquí impulsado por un poderoso motivo -comenzó Amadou con acento glacial-. Me ha pulverizado mis primeras vacaciones en el plazo de tres años. ¿Acaso no está conforme el gobierno europeo con el cupo energético enviado el último trimestre? -indagó repentinamente preocupado-. Yo mismo supervisé la operación y puedo asegurarle que todo se desarrolló conforme los planes previstos.

-Tranquilícese, señor Amadou; le aseguro que no se trata de nada de eso -respondió Ordóñez exagerando su sonrisa-. Antes de nada, permítame disculparme por la pequeña treta que me he visto obligado a emplear para poder llegar hasta usted; no fue nada fácil romper la barrera creada en torno suyo.

-Puesto que ya ha conseguido lo que quería, y puesto que sospecho que en realidad no es usted representante del gobierno europeo, espero que ahora me conceda el honor de saber con quién estoy hablando.-el gobernador no estaba dispuesto a dar facilidades a aquel intruso.

-Vuelvo a pedirle disculpas, pero ésta era la única manera que tenía de poder dialogar con usted. Tiene toda la razón -reconoció-; en realidad, nada tengo que ver con la administración europea. Mi verdadero nombre es el de Carlos Ortega, y soy el responsable europeo del Frente de Liberación de la Tierra.

-¿Cómo ha dicho? -el asombro de Amadou era auténtico.

-Comprendo que se extrañe. No son muchas las personas que conocen la existencia del Frente... por ahora. Pero le aseguro que existe; al fin y al cabo la Tierra es colonia de una potencia extranjera, el Imperio de Kaltum. Y es lógico que exista una oposición que, por las buenas o por las malas, intente evitarlo. Esos somos nosotros -respondió con orgullo.

-Señor Ortega, le aseguro que no sé si tomarle por un embaucador o por un terrorista peligroso -respondió el gobernador-; en cualquiera de los dos casos, esta conversación está de más.

-Ni lo uno ni lo otro -le atajó el visitante-; tan sólo le pido que me escuche durante unos minutos.

-Está bien; accederé a sus deseos -concedió Amadou-. Eso sí, supongo que me permitirá que intente rebatirle.

-No deseo otra cosa -suspiró Ortega, viendo cómo la principal barrera se derrumbaba-. Déme usted sus razones.

-Son sencillas: Los kaltumianos son nuestros benefactores. Contemple nuestro planeta y compárelo con la situación existente en el mismo antes de su llegada. Honradamente, creo que tenemos motivos para estarles agradecidos. Además, si bien es cierto que en los primeros momentos hubo pequeños focos de descontentos, también es verdad que desaparecieron con el tiempo. Hoy en día se puede decir que la totalidad del planeta está satisfecha con el orden existente.

-La verdad es que los focos de descontentos, como usted los ha denominado, existían y eran más importantes de lo que usted pudiera creer. Los soldados imperiales se encargaron de exterminarlos, a veces por medios no demasiado ortodoxos.

-¡Un momento! Los kaltumianos aseguraron que la ocupación fue completamente pacífica.

-Porque así les interesaba hacerlo. Como es natural les hubiera perjudicado hacer propaganda de sus métodos... -vaciló, como buscando el adjetivo apropiado- digamos violentos. De ser hecha pública la existencia de choques armados, su reputación se habría visto seriamente dañada. No, no les interesaba, y lo ocultaron. Tampoco les resultó demasiado difícil; los núcleos armados eran débiles y escasos y habían sido empujados hasta lugares apartados al margen de todos los núcleos habitados de la Tierra.

-¿Y qué ocurrió?

-Como era de suponer, fueron rápidamente aplastados; no eran enemigo para las victoriosas legiones imperiales. Los escasos supervivientes, perseguidos como fieras, consiguieron huir refugiándose en las zonas más inhóspitas del planeta. Por el momento estaban a salvo, pero se encontraban aislados por completo. Por su parte los kaltumianos cesaron de hostigarlos; ya no representaban el menor peligro para sus elaborados planes, y el tiempo se encargaría de acabar definitivamente con ellos.

-¿Y no fue así?

-Así hubiera ocurrido, en efecto. Al fin y al cabo no eran sino un puñado de desesperados condenados a vivir inmersos en unas condiciones infrahumanas. Enarbolaban la bandera de una causa perdida y tarde o temprano desfallecerían sin que se les pudiera censurar por ello; en tales circunstancias, de nada hubiera servido convertirse en héroe.

-Ha utilizado usted el condicional. ¿Es que no sucedió de esta manera?

-¡Oh, no! Fue algo verdaderamente providencial. Estaban al mismo límite de sus fuerzas y no hubieran podido mantenerse mucho tiempo más, cuando repentinamente llegaron ellos.

-¿Ellos?

-Efectivamente. Procedían de otro estado galáctico, concretamente de la Federación Balktur. Descendieron una noche en mitad del campamento rebelde; éstos saltaron sobre sus escasas armas, convencidos de que los kaltumianos lanzaban el último y definitivo ataque sin esperar a su hundimiento. Pero no era así, y una vez deshecho el inicial equívoco fueron evacuados por sus oportunos salvadores, arrancándoles de una muerte segura.

-¿Ha dicho usted la Federación Balktur? ¡Un momento! Los kaltumianos se comprometieron a impedir la llegada al sistema solar de cualquier astronave que no portase las insignias imperiales. ¿Me equivoco?

-¡Oh, no! Le aseguro que los kaltumianos no dieron su consentimiento a la incursión de las naves de nuestros amigos. Es más -sonrió Ortega-; se hubieran apresurado a destruirlas... de haberlas descubierto, cosa que por suerte no ocurrió.

-Sigo sin comprender -vaciló-. ¿Qué razones impulsaron a estos... ¿balkturs? para ayudar a los rebeldes? ¿Por qué motivo vendrían aquí? Nada se les había perdido, y según usted corrieron un peligro real.

-Mi querido amigo, es usted un ingenuo. ¡Oh, por favor, no se ofenda! -se interrumpió condescendientemente-. Lo siento, no lo he dicho con mala intención, y le ruego que me disculpe.

Hizo una breve pausa y añadió:

-Como usted recordará, los kaltumianos afirmaron no ser los únicos, y efectivamente es cierto que existen otros estados galácticos políticamente independientes... Bastantes, esa es la verdad.

-¿Y bien? -Amadou comenzaba a impacientarse.

-Es sencillo. Las relaciones entre los distintos países no son en ocasiones demasiado cordiales. En particular existen dos... digamos potencias, que destacan sobre el resto por su mayor peso específico. Ellas dos hacen y deshacen la política de todo este sector galáctico; una de ellas es el Imperio y la otra, como es fácil suponer, la Federación.

-Y ambas no se llevan precisamente bien, supongo.

-Ha dado usted en el clavo. Si bien es cierto que no existe ningún conflicto declarado entre ambos colosos, la verdad es que el temor mutuo es lo único que los frena, ya que sus relaciones son de hecho bastante escabrosas. Se trata de algo similar a la Guerra Fría que siguió a la Segunda Guerra Mundial, sólo que a escala galáctica y aprovechando cualquier oportunidad para perjudicarse mutuamente aunque siempre de una manera subterránea, evitando en todo momento arrastrar al contrincante a una guerra de aniquilamiento que sería fatal para los dos bandos.

-Y de repente aparecimos nosotros como manzana de la discordia. Les importamos un ardite a los balkturs, pero nos utilizan como instrumento idóneo para llevar adelante sus planes. ¿No es cierto?

-Bueno, sólo en parte -masculló el rebelde-; lo cierto es que la Federación nos propuso un trato, y de aceptarlo nosotros conseguiríamos emanciparnos del Imperio. Somos una nación rica, no lo olvide, y nos están expoliando.

-Aun admitiendo esto no creo que el Frente, por mucho apoyo de la Federación que tuviera, consiguiera vencer la inercia de miles de millones de terrestres... Conviene no olvidar que en su inmensa mayoría los terrestres son fieles al Imperio.

-Se equivoca de nuevo. Hay muchos más disidentes de los que usted cree; pero me estoy adelantando al relato. Esto llegará más tarde.

»Los federales sabían -continuó- que nada podrían hacer los escasos supervivientes del Frente sin el apoyo masivo del pueblo; apoyo inexistente por completo en aquellos momentos. Por lo tanto, y paralelamente a la reorganización de la rama militar de los rebeldes, iniciaron la tarea de mostrar a la totalidad del pueblo terrestre la realidad sobre sus venerados amos.

Maurice Amadou estaba al límite mismo de la paciencia. Delante suyo, en su propia residencia, se hallaba un enemigo del orden, un loco seguramente, tergiversando unas verdades evidentes e incluso injuriando a los benefactores de la humanidad. Por una vez lamentó haberse opuesto a la presencia de policías en su posesión, aunque en realidad bastaría con la servidumbre para reducirlo. Pero había algo en la expresión de ese hombre, una patética llamada que le impulsaba aun en contra de su voluntad a seguirle escuchando hasta el final. Tiempo habría de retenerlo más tarde, se dijo.

-Le advierto que le resultará bastante difícil convencerme -dijo al fin-. Si el Imperio tuviera las turbias intenciones que usted insinúa, no creo que se hubiera portado como lo hizo; no es lógico. No sólo no nos han exigido nada a cambio de su protectorado, sino que además han realizado un esfuerzo colosal por darnos todo cuanto les hemos pedido.

-Sigue usted razonando ingenuamente, y créame que lo lamento. Nadie da algo a cambio de nada, y Kaltum no es ninguna excepción. Piensa usted igual que sus remotos antepasados cuando vieron aparecer en la selva a los primeros exploradores blancos; éstos iban cargados con cuentas de colores que regalaron a aquellos infelices negros, los cuales las tomaron por auténticos tesoros cuando en realidad no valían absolutamente nada. Así comenzó el colonialismo, engatusando con baratijas a esos pobres diablos.

-¿No tratará usted de comparar nuestro actual bienestar económico con unas míseras bagatelas? No pienso consentirlo. Además, los europeos expoliaron a sus colonias y que yo sepa, el Imperio no ha tocado ni una sola piedra de la Tierra. Es más; el comercio exterior, único privilegio que se reservaron, no se puede decir que sea un negocio demasiado boyante, ya que el nivel de transacciones comerciales, lejos de aumentar, disminuye constantemente.

-Bien, que hayan respetado a la Tierra, como efectivamente ha ocurrido, no quiere decir que no tuvieran otros sitios para explotar. Hay muchos astros diferentes en el Sistema Solar, y por un capricho del destino buena parte de ellos son verdaderos filones prácticamente inagotables de los minerales más estimados en toda la galaxia. Vivíamos en un Eldorado sin saberlo, pero el Imperio sí lo sabía y ésta es la única razón por la que han aparecido en nuestro planeta. Nosotros nunca hemos importado lo más mínimo al emperador de Kaltum. Ellos buscaban nuestros minerales, y le aseguro que se están cobrando con creces todo lo que invirtieron en nosotros.

-¡Un momento! Si fuera como usted dice, ¿no les hubiera resultado más cómodo explotar tranquilamente los distintos yacimientos dejándonos a nosotros en paz? Hubiéramos tardado muchos años en enterarnos.

-No es tan fácil. El Imperio no está solo; forma parte, muy a pesar suyo, de una sociedad galáctica que no está dispuesta a dejarle las manos libres para hacer lo que quiera. Hace ya mucho tiempo, al término de la Gran Guerra Galáctica, la mayoría de los estados existentes, incluido Kaltum que por entonces era todavía una república, firmaron un tratado conjunto. En virtud de dicho documento se consideraba al sistema planetario como la unidad territorial mínima e indivisible; dicho de otra manera, se vetaba la existencia de dos estados distintos en un mismo sistema planetario aun cuando fuera en astros distintos.

»En consecuencia, el Imperio debería anexionarse la totalidad del sistema solar, incluida la Tierra, aun cuando ésta no le interesara en absoluto. Por otro lado, tampoco podrían conquistarnos por la fuerza. Nosotros no éramos enemigo para ellos, pero si se descuidaban siempre podría surgir un desinteresado protector, probablemente la Federación o bien alguno de sus satélites.

»Los kaltumianos, que no querían que se les escapara la presa, optaron entonces por la solución más larga pero que al mismo tiempo era la más segura, y pusieron en marcha su maquiavélico plan. Comenzaron a estudiarnos; sus psicólogos establecieron cuáles eran las reacciones típicas de la humanidad tanto a nivel individual como colectivo. Por otro lado, las circunstancias sociales y políticas por las que atravesaba el planeta facilitaron su labor. Se presentaron como salvadores y nos convencieron; y mientras convertían al planeta en una sucursal del jardín del Edén, una perfecta bagatela para ellos, obtenían pingües beneficios extrayendo toda clase de minerales de nuestro sistema en cantidades verdaderamente ingentes. Y eso es todo.

-Me ha relatado usted una historia muy bien construida, tengo que reconocerlo. -respondió Amadou con sorna- Hasta incluso podría ser verdad. Pero... ¿Y si no lo fuera? Podrían ser ustedes componentes de un grupo subversivo. ¿Quién me garantiza la veracidad de todo lo que usted me ha relatado? Necesito pruebas.

-Las tendrá, no lo dude. Pero ahora piense un poco. Bajo su capa de amabilidad y paternalismo, ¿no encuentra usted algunas irregularidades en la conducta de nuestros... bienhechores?

-Pues la verdad, no.

-Evidentemente, razona usted exactamente igual que sus antepasados; su ingenuidad los perdió. Nosotros los europeos hemos aprendido a ser desconfiados, entre otras razones porque antes hicimos méritos sobrados para que todos desconfiaran de nosotros. Esto nos hizo ser precavidos y ver las cosas turbias desde un principio.

-¿Y cuáles eran esas presuntas anomalías?

-Se podrían resumir en una. El Imperio puso bastante empeño en satisfacer todas nuestras apetencias. Nos dieron cuanto les pedimos. Pero de una manera sutil y disimulada, aunque al mismo tiempo inflexible, nos impusieron un veto: Nos negaron el acceso al Cosmos. No podemos salir más allá de la atmósfera.

-Pero el comercio exterior...

-Tonterías. Nuestra capacidad comercial, aun en plena expansión económica, es ínfima comparada con el volumen total de sus transacciones. No influye lo más mínimo en sus resultados globales. Por otro lado, ¿cuántos terrestres han salido al espacio aun en calidad de invitados?

-Hubo una expedición.

-¡Oh, sí! A poco de conquistar el planeta llenaron una nave vieja con unos cuantos caciques de la Tierra y los llevaron hasta un planeta de su Imperio... Un suburbio, por cierto, sin la menor relación con el verdadero corazón de su estado. Y se acabó. En las universidades se enseña astronomía comparada, eso es cierto, pero ningún estudiante es llevado a conocer personalmente el universo. Clausuraron nuestro programa espacial tachándolo de caduco, pero se niegan a enseñar a nuestros ingenieros a construir naves espaciales. Los científicos se quejan de que sus investigaciones se ven sistemáticamente coartadas en el momento que abordan el tema de los viajes espaciales, pero sus protestas chocan indefectiblemente contra un denso muro de silencio. Nuestros historiadores conocen tan sólo de una manera fragmentaria y difusa a la sociedad kaltumiana. Afirman que poseen bases militares en nuestro sistema con estrictos fines defensivos, pero niegan el acceso a su ejército a los miles de jóvenes entusiastas que así lo solicitan a diario. Afirman tratarnos muy bien, pero callan cuando se les interroga sobre una futura integración de la Tierra en el Imperio.

»Hay muchos descontentos, muchas personas que se hacen preguntas que nunca les son contestadas. Tarde o temprano, estas personas pasan a engrosar nuestras filas.

-Estamos exactamente igual que al principio -respondió al cabo Amadou-. Ha hablado usted mucho, pero sigue sin aportarme la menor prueba.

-Las tengo, y bien tangibles, pero no puedo mostrárselas aquí. Deseo que las vea, convencerle de que estoy en lo cierto; pero para ello es preciso que me acompañe.

-¿Tienen acaso una base secreta?

-¡Oh, en efecto! -su sonrisa era ahora anormalmente exagerada-. Pero no aquí en la Tierra, sino mucho más lejos de lo que usted supone.

-¿Dónde, pues?

-En algún lugar del Sistema Solar. Desearía que la viese; le aseguro que merece la pena.

-¿Y si me niego? Pueden ser ustedes unos vulgares terroristas. Puedo ordenar que lo detengan.

-¡Oh, no creo que lo haga. Pienso que me acompañará; la duda ha anidado ya en su cuerpo, y no cejará en su empeño de saber la verdad ahora que conoce la existencia de otra versión.

-Bien -suspiró resignado-. Usted gana. ¿Cuándo partimos?

-En cuanto esté usted dispuesto. Apenas tardaremos una semana en el viaje, pero tendrá que preparar las cosas para que nadie sospeche nada durante su ausencia.

-Eso no es problema -gruñó-. Nadie me echará de menos.

Instantes después Maurice Amadou llamaba a su mayordomo, mientras Ortega sonreía. O mucho se equivocaba, o acababa de ganar un nuevo adepto para su causa.






Maurice Amadou gozaba de una bien merecida fama de ser una persona excéntrica. En los escasos momentos en los que se veía libre de responsabilidades gustaba de burlar hasta a sus mas íntimos colaboradores, desapareciendo del mapa para desesperación de los encargados de custodiar su seguridad personal, esquivados una y otra vez por el escurridizo gobernador.

Nadie sabía hacia donde se dirigía. Era creencia comúnmente aceptada que se refugiaba en algún remoto lugar de su Camerún natal, pero las autoridades locales solían negar categóricamente la localización de tan ilustre huésped en su territorio; y es que el astuto Amadou sabia esconderse bien, cuidándose mucho de descubrir su gran secreto y defendiéndose de las protestas de sus airados subordinados afirmando, no sin razón, que si los magníficamente preparados servicios de seguridad no lograban dar con él, tampoco lo conseguirían unos desarrapados terroristas, por otro lado inexistentes. Y se salía con la suya.

Por esta razón, nadie se extrañó de su repentina decisión de partir con destino a su oculto refugio inmediatamente después de recibir la visita del delegado europeo; a decir verdad, todos comenzaban a extrañarse ya de su tardanza en escabullirse. No les fue difícil, pues, atar cabos; era indudable que la llegada de Ordóñez había actuado de catalizador. Conocido el agreste carácter del gobernador y dada la irritación con la que éste había recibido a su visitante, era totalmente lógico pensar que Amadou se apresuró a huir en previsión de nuevas e inoportunas visitas.

Lo que nadie sabía era que en esta ocasión Amadou se dirigía hacia un destino completamente distinto, pero no menos secreto que el de veces anteriores. Volando durante varias horas completamente solo, pilotando personalmente su turbocóptero particular y esquivando las sofisticadas redes de detección e intercepción que daban cobertura y protección a toda África, se internó en el corazón del vasto continente. Allí, en el seno de la virgen e inexplorada selva congoleña, se encontraba su destino, la base secreta de los rebeldes donde Ortega esperaba su llegada.

Era noche cerrada cuando, rondando en torno al lugar donde había sido citado, detectó el radiofaro conectado por los rebeldes para facilitar su aterrizaje. Su sorpresa no tuvo límites cuando vislumbró el destino de su largo viaje. Él esperaba encontrarse con una pista de aterrizaje semioculta en un claro de la espesa selva, pero lo que vio ante sí no fue sino un pequeño macizo montañoso, poco más que unas peladas colinas que, sobresaliendo de la oscura masa selvática a manera de una escarpada isla rodeada por un proceloso océano, semejaban ser ante sus ojos un mutilado muñón mudo testigo de una sangrienta batalla.

No cabía la menor duda sobre su destino. Unos potentes focos rasgaron la densa oscuridad de la noche africana mostrándole el lugar donde debería posarse, por lo que Amadou dirigió su pequeño aparato hasta situarlo sobre la vertical de la cima superior. Era ésta una pequeña meseta en cuyo centro, circundado por un rosario de luces verdosas, existía un espacio circular lo suficientemente grande como para aterrizar allí.

La invitación era clara, y Amadou no se hizo de rogar. Apenas se hubo posado suavemente sobre tan original pista de aterrizaje, ésta comenzó a descender hundiéndose junto con su cargamento en las entrañas del macizo. Fue incapaz Amadou de calcular, siquiera someramente, la profundidad de la sima por la que bajaba, pero debía de ser muy respetable a juzgar por el tiempo que duró el descenso.

Un leve choque le advirtió del final de la bajada, ya que la débil iluminación de la cabina apenas si bastaba para iluminar someramente el exterior del aparato. De repente, y modo de silenciosa explosión, una potente luz barrió la oscuridad reinante.

Una vez habituados a la nueva situación, sus ojos recorrieron ávidamente todo el ángulo de visión que le permitía el angosto parabrisas frontal. Se encontraba, según pudo observar, en una vasta caverna excavada en la roca. Unos potentes reflectores, invisibles desde el interior del aparato, iluminaban profusamente el interior de ésta. En el ángulo derecho, y parcialmente fuera de su campo de visión, se vislumbraba un número indeterminado de astronaves lenticulares semejantes a las utilizadas por los kaltumianos, si bien su tamaño era algo mayor que el de éstas. Casi enfrente suyo un túnel desembocaba en el extremo de la gran caverna, y por ese túnel avanzaba una comitiva de personas indistinguibles en la distancia.

Embargado por un ligero temor, Amadou descendió del aparato. Según pudo observar, la plataforma de aterrizaje se encontraba al mismo nivel que el suelo de cemento de la cueva. Eran ocho en total las astronaves allí presentes, y al otro lado pudo constatar por vez primera la existencia de unos quince turbocópteros cuidadosamente alineados.

Esbozando su sempiterna sonrisa, era Ortega quien encabezaba la marcha. El recibimiento fue breve, pero cordial. Se lamentó su anfitrión de la parquedad de la bienvenida, aduciendo la imperiosa necesidad de abandonar el planeta inmediatamente al amparo de la noche. Mientras tanto, su turbocóptero era apartado rápidamente siendo ocupado su lugar por uno de aquellos extraños discos.

-Adelante -invitó Ortega haciendo un ademán con la mano-. Nos están esperando.

Y asiendo del brazo al absorto gobernador le empujó suavemente en dirección a la abierta escotilla. No sin un poco de reparo franqueó Amadou el umbral, constatando que el interior de la nave constaba de una única y amplia estancia abarrotada de múltiples y complicados aparatos. Todo el frontal estaba ocupado por una amplia pantalla de televisión ahora desconectada, frente a la cual se extendían tres sillones destinados sin duda a la tripulación. Otros tres estaban colocados en una segunda fila, y en ellos se acomodaron Ortega y él mismo dejando paso a los pilotos que, entrando tras ellos, ocuparon rápidamente sus respectivos puestos.

El resto fue rápido, repitiéndose a la inversa el proceso anterior. Tras el largo ascenso la pálida luz de las estrellas bañó finalmente el plateado fuselaje; era ésta la única luz existente en el exterior excepción hecha del círculo luminoso que señalaba la pista, ahora bañada con una tenue tonalidad rojiza. Comenzaba el gran viaje.

La pequeña astronave esquivó fácilmente a las patrullas kaltumianas que orbitaban en torno a la Tierra, demostrando que todo lo dicho por Ortega acerca de la superioridad de la tecnología balktur no había sido ninguna fanfarronada. Una vez rebasada la órbita lunar se abandonaron las precauciones iniciales, enfilando el rumbo hacia el exterior del Sistema Solar. Ortega, como siempre, se mostraba locuaz prestándose gustosamente a satisfacer la curiosidad del insaciable Amadou.

-Esta astronave... -preguntaba-. ¿La han construido ustedes?

-¡Oh, no! -se apresuró a responder su interlocutor- Por Dios bendito, nosotros somos tan sólo un pobre grupo clandestino, y nuestros medios materiales son harto limitados. Los balkturs no sólo reorganizaron y adiestraron a nuestros cuadros, sino que además nos proveyeron de todo el material que nos era preciso incluyendo naves espaciales. Ellos no pueden intervenir directamente en nuestra ayuda so pena de provocar un conflicto armado de magnitudes imprevisibles, pero nos apoyan incondicionalmente en todo lo que pueden. Ellos construyeron nuestra base, y de ellos son también estas magníficas naves.

-¿Son naves de guerra? -inquirió el gobernador.

-No exactamente. Están bien armadas y nos podrían sacar de un apuro, pero su misión principal es la de reconocimiento y transporte. Con ellas nos podemos pasear impunemente por todo el Sistema Solar por delante de las mismas narices de sus torpes cruceros; tardará mucho tiempo el Imperio en alcanzar el nivel tecnológico de los balkturs... Mucho -exclamó con aire profético.

-¿Pero tienen naves de guerra propiamente dichas?

-Bien, alguna tenemos. Pocas, es cierto, pero nos han bastado para dar algún disgusto a los estúpidos imperiales. Pero pronto tendremos una verdadera flota, y entonces el sistema será totalmente nuestro.

Al llegar a este punto la conversación derivó hacia un callejón sin salida. Ortega se comportaba con la exaltación propia de los revolucionarios convencidos, y a Amadou continuaban molestándole las continuas puyas a que eran sometidos sus antiguos protectores por mucho que procurara disimularlo. Irritado por la poca diplomática actitud de su interlocutor, buscó una excusa para zafarse de él sumiéndose por completo en el marasmo de sus propios pensamientos.

La astronave balktur utilizaba, al igual que las imperiales, ondas gravitacionales como energía motriz en sus desplazamientos, y esto significaba reducir a horas la duración de los viajes interplanetarios. Amadou había sido advertido de esta circunstancia, pero a pesar de ello fue sorprendido por el repentino aviso de la culminación del viaje.

-¿Dónde estamos? -acertó a balbucir.

-Bienvenido a nuestro Mar Caribe particular -saludó jocoso Ortega.

-¿Cómo ha dicho? -preguntó intrigado Amadou. Sus ojos habían barrido ávidamente la pantalla frontal observando el estrellado paisaje de siempre, sin el menor cambio aparente.

-¡Oh, lo siento! -sonrió el rebelde- Olvidaba que éste es su primer viaje por el espacio. Nos encontramos en el plano de la eclíptica, en algún lugar situado entre las órbitas de Marte y Júpiter. Esas luces que usted ve no son sólo estrellas, sino también el inmenso piélago de los asteroides.

Ahora comprendía. Aun cuando no estuviera muy versado en astronomía, pudo comprobar la existencia de una superpoblación estelar que a modo de segunda y brillante Vía Láctea se superponía a las familiares constelaciones. Allí estaban los asteroides, astros de segunda fila que por millares tachonaban el firmamento.

-Disculpe mi anterior metáfora. -insistió Ortega- Pero no puedo evitar hacer comparaciones entre este racimo de desechos cósmicos y cualquier archipiélago terrestre.

-Y su base sería... la isla de la Tortuga, ¿No es así? -remachó Amadou con ironía.

-No es una mala comparación, aunque nosotros no nos consideramos piratas. Realmente nuestro asteroide tiene un nombre propio y un número asignado en un catálogo, pero nosotros lo conocemos simplemente por la Base.

-¿Y cuál es su nombre?

-Créame que lo ignoro, pero lo cierto es que aunque lo supiera no se lo podría decir, como tampoco estoy autorizado a comunicarle ningún dato acerca de su trayectoria orbital... No al menos hasta que usted se haya comprometido explícitamente con nuestra causa.

-Comprendo sus precauciones -rezongó Amadou, repentinamente herido en su orgullo-. En realidad yo sigo siendo para ustedes un enemigo, o al menos alguien que trabaja para él. Bien, no insistiré, aunque la pregunta la hice movido únicamente por la curiosidad y no por deseos de espiar. Eso sí, supongo que podrá decirme cual de entre todos esos puntos luminosos es... al fin y al cabo, nos dirigimos allí.

-Por supuesto que sí -respondió con alivio Ortega-. Pero no sé si ya se podrá ver... ¡Sí, mire, ahí está! -exclamó de pronto señalando con el índice uno de entre los miles de puntitos luminosos que tachonaban el firmamento reflejado en la gran pantalla-. Ésa es nuestra base.

-¿Están a salvo allí de las flotas imperiales? -Amadou había recobrado su estudiada indiferencia tras el inicial arranque de excitación.

-Oh, sí, ya lo creo. Somos los amos de casi todo el cinturón a excepción de los asteroides mayores y de aquéllos en los que los imperiales tienen explotaciones mineras... No más de un cinco por ciento del total, mientras que por el resto de los asteroides nos podemos pasear a nuestro antojo. Nuestros poderosos enemigos -y dijo esto sin un ápice de sarcasmo- no osan internarse por este laberinto fuera de las rutas protegidas por su flota... Y hacen bien. Una vez lo intentaron pretendiendo darnos un escarmiento; nosotros habíamos atacado y destruido un convoy cargado de titanio y de cromo. Fue un acto audaz y esto les enfureció; enviaron tras nosotros a una flota completa, lo cual demostraba que se lo habían tomado muy en serio. Como es natural nos apresuramos a internarnos en nuestro refugio; ellos estaban muy irritados y nos persiguieron.

-¿Y qué ocurrió?

-Fue algo extraordinario. En espacio abierto no hubiéramos durado ni cinco minutos, pero aquí era bien distinto. Fue un auténtico tiro al blanco; bastaron un puñado de naves y, eso sí, mucha audacia, para barrer del mapa a toda su poderosa escuadra. De las cien naves iniciales veintidós fueron destruidas y al menos treinta quedaron seriamente dañadas... un verdadero descalabro, tanto más moral que material. Desde entonces se muestran mucho más circunspectos, limitándose a mantenernos a raya impidiendo que nos acerquemos demasiado a sus líneas de comunicación. Por otro lado -rió-, es todo cuanto pueden hacer.

»Además -continuó-, podrían pasar justo por delante de nuestra base sin advertir nuestra presencia. Observe.

A una indicación suya el piloto conectó una pequeña pantalla lateral que hasta entonces había permanecido apagada. En ella se reflejó nítidamente, en ampliación telescópica, un pequeño astro. Lejos de la peculiar forma esférica característica de los planetas mayores, el asteroide mostraba una extraña semejanza con un guijarro: Alargado e irregular, mostraba una abrupta y descarnada orografía acribillada por infinidad de cráteres de todos los tamaños. No había en la imagen nada que pudiera servir como referencia para estimar, siquiera someramente, las dimensiones del planetoide, pero no debería de bajar de dos o tres kilómetros la longitud del eje mayor a juzgar por el tamaño que solían tener los astros afines.

-¿Ésta es su base? -preguntó incrédulo.

-¡Ajá! ¿Qué le parece? -respondió ufano el rebelde.

-No veo ningún tipo de instalaciones en la superficie. ¿Acaso se encuentran hacia el otro lado?

-¡Oh, no! El otro hemisferio está tan pelado como éste. No hay ninguna instalación en el exterior del asteroide.

-¿Dónde está entonces la base? -el asombro de Amadou era evidente.

-¿Dónde va a ser, sino dentro? -respondió Ortega como si de la cosa más natural del mundo se tratase.

-¿Quiere decir que es una base subterránea?

-No exactamente -Ortega luchaba por reprimir su mal disimulado orgullo-. Sería más exacto decir que el asteroide entero es la base; está completamente hueco. ¿Comprende?

-Entonces, ¿eso que está ahí es una simple cáscara? -preguntó perplejo a su confundido interlocutor.

-La verdad es que nos mostramos muy orgullosos de nuestro trabajo; fue un poco difícil, pero conseguimos vaciar por completo este pedrusco. Solemos decir que hasta Keops hubiera desistido de haberle sido encargada la tarea de construir la base... lo cierto es que fue una labor faraónica -rió.

-¿Y fue necesario tal despliegue? ¿No hubiera sido mucho más fácil hacerlo en la superficie?

-Más fácil no quiere decir más seguro. Tenga en cuenta que nosotros somos unos proscritos; nada desearían más los imperiales que conocer el emplazamiento de nuestro refugio, ya que entonces lo arrasarían de inmediato. Era imprescindible mantener el secreto, ¿y qué mejor manera que ésta? Era una labor difícil pero era la que más garantías de seguridad nos proporcionaba ya que no podíamos permitirnos el lujo de correr el menor riesgo. Y por supuesto contábamos con el auxilio de la tecnología balktur, ya que de no ser así nos hubiera resultado imposible hacerlo.

Hizo una pausa y añadió:

-Por otro lado, ésta era la solución idónea. No sólo obteníamos un camuflaje perfecto, sino que además conseguiríamos una base del tamaño de una estación orbital de regular tamaño; nuestro asteroide mide cerca de tres kilómetros de largo, no lo olvide.

-Pero la gravedad exterior...

-Comprendo lo que usted quiere decir. -interrumpió Ortega- Tenemos una red de generadores gravitacionales distribuida por toda la superficie del asteroide, por lo que la gravedad exterior es perfectamente similar a la que existía originalmente; las medidas gravimétricas, aun a corta distancia, no descubrirían nada anormal. Y en cuanto al interior, hemos adaptado la gravedad artificial a nuestras necesidades. Pero observe; estamos llegando.

Maquinalmente, Amadou desvió la mirada en dirección a la gran pantalla frontal; en ella aparecía, esta vez sin ampliación telescópica, un primer plano del cercano asteroide. Aun a simple vista se apreciaba el veloz acercamiento de la gris y accidentada superficie que ahora llenaba la totalidad del campo visual, iluminando con su mortecina luz la espaciosa cabina.

Fue entonces cuando un cráter que hasta el momento había pasado desapercibido comenzó a llamar su atención; centrado en la pantalla aumentaba desmesuradamente de tamaño semejando ser una dormida boca repentinamente abierta para engullir a su confiada presa. Vio nítidamente el perfil accidentado de sus bordes proyectando una densa, casi sólida sombra, tras de sí en espectacular contraste con la cenicienta luminosidad circundante. Percibió una sombra, más negra aún si cabe que las anteriores, agazapada en el seno de la gran cicatriz que parecía aumentar de tamaño mucho más rápidamente que su contorno. ¡Cielo santo, era eso! Rápidamente comprendió Amadou que se trataba de una esclusa que, abriéndose como un diafragma, permitiría a la nave el acceso al interior hueco. No se equivocaba; instantes después atravesaban el interior de un oscuro y al parecer interminable túnel hundiéndose en las entrañas del asteroide.

A partir de aquel momento todo había transcurrido como en un sueño. Recordaba Amadou, con la nebulosidad propia de las ideas que no acaban de ser asimiladas, la febril actividad de la inmensa y casi irreal base. Recordaba asimismo la entrevista mantenida con el máximo responsable de aquel islote sideral. Había tomado contacto con los delegados balkturs, había observado con admiración las poderosas astronaves de la flota rebelde. Todo parecía indicar que Ortega había sido veraz en sus afirmaciones, pero aun a pesar de tan abrumadoras pruebas Amadou se resistía con todas sus fuerzas a rendirse a la evidencia; abrigaba todavía la esperanza, fugaz esperanza, de que todo fuera una patraña, una falaz mentira urdida por un puñado de dementes.

Por desgracia para él, los últimos rescoldos de su hasta entonces inquebrantable fe se extinguieron definitivamente cuando fue invitado por Ortega a visitar distintos lugares del Sistema Solar. Accedió al fin, temeroso de dar la razón a los rebeldes en el caso de negarse; anidaba en su pecho la terrible duda de haber estado equivocado. Deseaba, y al mismo tiempo temía, enfrentarse con los hechos. No resultaba fácil hacerlo, pero Amadou se consideraba una persona de principios y no podía por tanto cometer la cobardía de encerrarse en sí mismo rehuyendo a la realidad. Dio pues el gran, el definitivo paso.

Utilizaron para el viaje tres astronaves similares a la que le trajera desde la Tierra, ya que tan escurridizas navecillas podían infiltrarse casi impunemente entre las filas imperiales. Vio Amadou cómo millones y millones de toneladas de preciados minerales eran arrancadas del subsuelo en yermos astros. Observó las inmensas bases militares, destinadas en apariencia a repeler los ataques de un hipotético enemigo exterior que quizá jamás se presentara. Y contempló con sus propios ojos la sanguinaria brutalidad de sus antiguos amos, argumento éste que se había negado categóricamente a admitir hasta entonces.

Fue en las proximidades de Umbriel, segundo satélite de Urano, donde toparon inesperadamente con una patrulla kaltumiana: Sin que mediara el menor aviso se vieron envueltos en una vorágine de destrucción de la que a duras penas lograron escapar, dejando tras de sí los dispersos restos de una de sus compañeras. Sería este hecho el que lograra el milagro; el nuevo Amadou que retornó al asteroide sin nombre había trocado su admiración por odio, tanto más intenso cuanto mayor había sido su anterior aceptación. Había sido necesaria la inmolación de unos mártires terrestres, héroes ya y no dementes, para hacerle surgir de su letargo. A partir de entonces permanecería bien despierto.

El retorno de Maurice Amadou a Neápolis fue tan inesperado como había resultado su partida, por lo que nadie se extrañó demasiado de ello. Poco más tarde, una vez terminado su permiso, se incorporaba de nuevo a sus obligaciones; la rutina se imponía de nuevo, todo seguía igual que antes... Al menos en apariencia.

La realidad era otra muy distinta. Dada su encumbrada posición en la estructura de la administración terrestre, Amadou era ahora un importantísimo e irreemplazable peón en las filas de los rebeldes. Una vez llegado el momento sería la cuña que paralizaría desde dentro el preciso engranaje impuesto por los invasores. Fueron años de labor sorda y callada, pero tremendamente eficaz. Lenta, pero tenazmente, los rebeldes fueron envolviendo al planeta en la sutil pero resistente red que les permitiría librarse de sus dominadores.

Por fin llegó el tan ansiado momento en el que el hasta entonces sumiso planeta inició la rebelión contra sus amos. Todo obedecía a un plan minuciosamente establecido y nada se había dejado al azar, comenzando de una manera aparentemente fútil en forma de protesta generalizada de ciertos sectores universitarios contra el veto impuesto a los terrestres para estudiar fuera de su planeta. La protesta fue un éxito, y en pocos días las principales universidades veían paralizadas sus actividades docentes de una manera prácticamente total.

No era una situación conflictiva, pero sí insólita. Los distintos rectores, personas competentes pero totalmente carentes de iniciativa propia, se hallaron frente a un callejón sin salida. Incapaces de solucionar por sí mismos el repentino conflicto en el que se veían atrapados, optaron por pedir ayuda a sus superiores kaltumianos a los que tanto debían. Éstos trataron de conseguir la vuelta a la normalidad actuando únicamente de mediadores, evitando en todo momento cualquier acción que pudiera perjudicar en mayor o menor grado su paternalista protectorado.

Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los kaltumianos no lograron dominar la situación; muy al contrario, la incipiente rebelión comenzó a extenderse como una mancha de aceite. Los descontentos de todo tipo, hábilmente silenciados hasta entonces, comenzaron a aflorar con un ímpetu irreprimible; Ortega estaba una vez más en lo cierto. Grandes masas de población se lanzaron a la calle sin un motivo definido, simplemente impulsados por la intangible sensación de malestar que reinaba en todos los ambientes. Poco más tarde la vida entera del planeta se veía paralizada por completo.

Era inevitable que tarde o temprano ocurriera un primer incidente; la masa libera los instintos atávicos que normalmente son reprimidos en el individuo aislado, el cual acaba perdiendo el delgado barniz que llamamos civilización siendo arrastrado por la muchedumbre de la que ahora forma parte. Ésta era la espoleta que haría explotar la bomba; los disturbios se agravaron cada vez más poniendo en franco peligro la estabilidad del orden público. Siguiendo con su programa establecido los kaltumianos se abstuvieron de intervenir, siendo la policía terrestre la encargada de reprimir todos los brotes de violencia; pero a pesar de sus esfuerzos pronto se vieron desbordados por la creciente marea que arrollaba al planeta. Los durante décadas dormidos instintos despertaban de nuevo con furia incontenible, desencadenando una espiral de violencia de imprevisibles consecuencias.

Finalmente los soldados imperiales acabaron perdiendo la paciencia, lo que suponía un paso más en el elaborado plan de los rebeldes. Asustados por el cariz que repentinamente tomaban los acontecimientos, irritados por verse reducidos al papel de meros espectadores, llegó un día en el que los kaltumianos decidieron dejar de seguir fingiendo; y actuaron. Una vez libres de las ataduras iniciales nada los detuvo; eran profesionales de la guerra y como tales se comportaron, aplicando a conciencia los postulados del más odioso de los oficios.

La represión fue brutal y desmesurada. Una tras otra fueron bombardeadas sin piedad las principales ciudades. Comarcas enteras quedaron salvajemente devastadas. Millones de personas indefensas fueron fríamente aniquiladas. La Muerte extendía su negro manto sobre la totalidad del planeta en algo que muchos tomaron como el principio del fin. Los kaltumianos estaban ebrios de sangre y no cejarían en su macabro empeño hasta ver satisfechos sus criminales instintos.

Tan incalificable conducta no podía sino provocar la rebelión total y absoluta del hasta entonces pacífico planeta. La humanidad entera, como un solo hombre, se arrojó a los brazos del Frente de Liberación, que rápidamente asumió la tarea de encabezar y alentar la lucha contra el cruel opresor.

Y no acababa aquí su febril actividad. Coincidiendo con la revuelta generalizada una flota sideral abandonaba su refugio de los asteroides dirigiéndose a la Tierra; eran naves balkturs, pero iban tripuladas por terrestres. En las proximidades de la Luna toparon con una escuadra imperial salida para interceptarlas, y lejos de rehuirla plantaron batalla. Eran inferiores en número y mucho más inexpertos que su potente enemigo, pero luchaban por un ideal. Tenían fe en la victoria, e increíblemente vencieron.

Aquel insospechado triunfo fue hábilmente explotado por la propaganda del Frente. El ídolo tenía los pies de barro, el Imperio no era invencible; pero la guerra no estaba aún ganada. Los diezmados restos de la heroica escuadra terrestre se vieron obligados a retirarse a su refugio del cinturón de asteroides ante la inminente aparición de una nueva flota imperial llegada desde Júpiter. Recobrados de su momentánea sorpresa los kaltumianos se lanzaron como halcones sobre su indefensa presa; ahora tenían muertos que vengar, y esto les hacía aún más peligrosos.

Pero los terrestres no estaban dispuestos a dejarse someter de nuevo. Dispersos en su mayor parte por toda la inmensidad del globo, no cejaban en su perseverante empeño de hostigar al enemigo por todos los medios a su alcance. Una avispa es incapaz de matar a un buey, pero sí está a su alcance irritarlo hasta la desesperación; esa era su táctica. Los kaltumianos ejercían un control absoluto sobre las principales ciudades que no habían sido arrasadas por ellos mismos, pero éstas se encontraban ahora completamente vacías. Su paz era la del cementerio, imperando sobre los súbditos más silenciosos del mundo: los muertos. Era una guerra de nervios, y en ella los orgullosos soldados imperiales llevaban las de perder.

La actividad del Frente no se limitaba tan sólo a la lucha armada. Una delegación de sus principales mandatarios se había desplazado hasta la capital de la Federación Balktur, desde donde había sido conducida por sus anfitriones hasta la misma sede de la Sociedad Galáctica, una especie de gran foro estelar con muchas similitudes y la totalidad de los defectos de su homóloga, la ya extinta ONU terrestre. Y allí, teniendo por interlocutores a los representantes de la totalidad de los estados de la Vía Láctea, hizo oír su voz por vez primera el planeta Tierra. Fue un bello y elaborado discurso acusando de genocidio al Imperio de Kaltum y recabando la ayuda de los gobiernos allí representados para cortar de raíz tan injusta y desigual agresión. La Tierra reclamaba su derecho a vivir en paz.

Acto seguido comenzó la discusión del tema, uno de tantos en la agitada vida política del alto organismo. La verdad era que poco importaba a tan encumbrados personajes la suerte que pudiera correr un mísero planeta semibárbaro situado en el mismo extremo de la llamada Zona de la Cultura; por sí solo este hecho hubiera pasado completamente desapercibido. Pero era algo más, era una confrontación directa o casi directa entre los dos grandes colosos galácticos, la Federación y el Imperio, respaldados ambos por los incondicionales estados satélites que conformaban cada uno de sus respectivos bloques políticos.

La postura del Imperio estaba clara: La Tierra era de su propiedad y nadie tenía el menor derecho de inmiscuirse en sus asuntos internos. Eso terrestres eran unos animalitos a los que había que cuidar y alimentar ya que eran incapaces de valerse por sí mismos. Como es de suponer la Federación había adoptado la postura diametralmente opuesta; convertida de la noche a la mañana en paladín de la libertad, abogaba con un tesón digno de un profeta bíblico en pro de la independencia total de sus protegidos.

Hablando en términos deportivos, se había producido un empate. Dada la peculiar estructura del organismo internacional ambos bloques estaban provistos de similar potencial diplomático, viéndose por lo tanto completamente imposibilitados de sacar adelante por sí mismos cualquier moción que sus contrincantes neutralizaran, y ninguno de los dos pensaba retroceder un ápice en sus encontradas posiciones. El estancamiento parecía, pues, inevitable, y así hubiera ocurrido como tantas otras veces de no mediar la iniciativa de una tercera coalición de reciente creación llamada despectivamente el Grupo de los Pequeños a causa de su escaso peso específico en la Gran Asamblea Galáctica. Este conglomerado de estados dispares, cuyo único nexo de unión estaba constituido por el escaso potencial económico y político de sus miembros, así como su odio indiscriminado equitativamente repartido entre ambos grandes, nada podía hacer por sí solo en el seno de la comunidad estelar. Las circunstancias les habían colocado ahora en una privilegiada situación de árbitros a la que no pensaban en modo alguno renunciar. No podían competir con ninguna de las dos superpotencias, pero resultaban imprescindibles para desviar en uno u otro sentido el fiel de la balanza.

Tragándose su orgullo Federación e Imperio trataron de atraer hacia su causa a la díscola coalición. Ésta, consciente de su importancia, nadaba y guardaba la ropa. Fueron momentos de incertidumbre, principalmente para los terrestres allí presentes que se sentían impotentes mientras su planeta era sistemáticamente devastado. Por fin se decidieron los representantes del Grupo de los Pequeños, incapaces de soportar por más tiempo la agobiante presión a la que se veían sometidos por ambos flancos: e inexplicablemente, y por primera vez en los anales de la Sociedad Galáctica, imperó la cordura. Con el decisivo apoyo del pequeño tercer bloque, la Federación Balktur consiguió ver aprobada su propuesta con la lógica oposición del Imperio y de sus acólitos.

Fue redactado un bonito documento, en las seis lenguas oficiales de la galaxia, condenando la intervención del Imperio en el planeta Tierra. Se reconocía el derecho a la autodeterminación de los terrestres instando a la potencia colonizadora a retirar la totalidad de sus tropas acantonadas en el Sistema Solar, concediéndole la independencia total en el más breve plazo posible. Para terminar, y sin abandonar en ningún momento el lenguaje ampuloso característico de este organismo, se hacía un enésimo llamamiento a la concordia galáctica... Puro trámite, se entiende.

Como es lógico suponer, la Gran Asamblea Galáctica no tenía el menor poder decisorio. El Imperio podía perfectamente negarse a cumplir lo ordenado, cosa ésta que era la que solía suceder normalmente sin que llegara a modificar substancialmente el difícil equilibrio de fuerzas existente en la galaxia. Por ello fue necesario un pequeño gesto por parte de la Federación para convencer a su reticente vecino de que era preferible que aceptara la resolución: Unas oportunas maniobras militares en las proximidades de la frontera común obraron el milagro. La Federación pujaba fuerte, y el Imperio optó por retirarse malhumorado; la Tierra no valía una guerra. David había vencido a Goliath.




Ha pasado el tiempo. En el Museo Mundial de la reconstruida ciudad de Nueva York, capital del planeta Tierra, se guarda celosamente como un preciado tesoro el Acta de Independencia. Abandonados a su suerte por la antigua metrópoli, sólo había sido posible reconstruir el maltratado planeta gracias a la generosa ayuda de la Federación Balktur.

Hoy ya están cerradas las otrora sangrientas cicatrices, y el planeta rebosa prosperidad gracias a las jugosas exportaciones de minerales procedentes de los inagotables yacimientos existentes en el Sistema Solar, cuya explotación está en manos de una sociedad mixta constituida por partes iguales con capitales terrestre y balktur. Puesto que la Tierra carece por ahora de industria pesada capaz de manufacturar sus inmensas riquezas, se encarga de ello la Federación. Quizá en un futuro...

Retirado el veto de sus anteriores colonizadores, la Tierra es hoy miembro de pleno derecho de la Sociedad Galáctica. Maurice Amadou, nombrado embajador plenipotenciario frente a tan alto organismo por parte del gobierno terrestre, es asimismo el portavoz del Grupo de los Pequeños, bloque en el que está integrado el planeta a pesar de los frustrados intentos de la Federación por arrastrarlo hasta su zona de influencia. Desde la llegada de Amadou el Grupo se muestra infinitamente más activo, luchando incansablemente por erradicar del seno de la galaxia cualquier tipo de colonialismo existente. Y amenazan con conseguirlo... si les dejan, claro.


Publicado el 30-9-2014