Una vida muelle



Desiderio Pérez siempre había sido un perfecto parásito social. Alérgico no sólo al trabajo, sino también a cualquier tipo de compromiso laboral por muy laxo que éste pudiera ser, lo único que deseaba era hacer lo que en cada momento le viniera en gana... que por lo general solía consistir en no dar palo al agua, ya que Desiderio era asimismo el paradigma del perfecto holgazán.

Por desgracia para él no sólo no había nacido rico sino que, por si fuera poco, siempre había sido más pobre que las ratas, razón por la cual su tendencia natural al dolce far niente resultaba bastante incompatible con sus recursos, máxime teniendo en cuenta que tampoco disponía de una familia con posibles a la que poder exprimir.

Pese a todo, había sabido apañárselas bastante bien -en esto sí demostró tener una innegable habilidad- para ir trampeando durante toda su vida adulta sin necesidad de esforzarse, aprovechando hasta el último resquicio las facilidades proporcionadas por los servicios sociales. Claro está que semejante modus vivendi le garantizaba tan sólo la mera supervivencia, pero dado que él, además de redomado vago, era también razonablemente sobrio en sus necesidades, se conformaba con ello. Mientras no tuviera que trabajar...

De esta manera logró alcanzar la cuarentena aceptablemente satisfecho y, lo más importante, sin ninguna atadura familiar, ya que le aterrorizaba comprometerse matrimonialmente -o con cualquier otro equivalente de hecho- al tiempo que hacía mucho que había roto con su escasa familia, aunque en honor a la verdad habría que puntualizar que en realidad fue ésta la rompió con él, harta de sus constantes gorroneos.

Fue entonces cuando los kpurs llegaron a la Tierra. Estos extraterrestres, pertenecientes a una civilización mucho más avanzada que la nuestra, se apresuraron a manifestar que no tenían la menor pretensión de entrometerse en nuestros asuntos ni mucho menos, para desilusión de los frikis, en invadirnos, deseando tan sólo estudiar nuestro, para ellos exótico, planeta. A cambio, prometieron proporcionarnos toda una serie de conocimientos científicos y tecnológicos que para ellos serían probablemente el equivalente a los abalorios de colores con los que los antiguos exploradores y conquistadores europeos acostumbraban a engatusar a los indígenas que se cruzaban en su camino, pero que no obstante podrían resultarnos útiles.

Pese a la enorme conmoción que acarreó su llegada, una vez vencido el inicial asombro los humanos nos acostumbramos pronto a la discreta presencia de estos visitantes verdes -sí, eran de este color, al menos en el espectro visible, para regocijo de los aficionados a la añeja ciencia ficción pulp-, bienvenidos en todos los lados gracias a las espléndidas propinas en oro, platino o piedras preciosas con las que solían a premiar a quienes les atendían.

Es aquí donde entra de nuevo en juego el bueno de Desiderio. Aunque obviamente no tenía la menor posibilidad de entrar en contacto con los kpurs dada su total inutilidad, pronto se enteró de que éstos, deseosos de estudiar en detalle la anatomía y la fisiología humanas, habían mostrado interés en adquirir no sólo cadáveres a los que diseccionar, de los cuales tuvieron cuantos quisieron, sino también tejidos vivos de todo tipo que sólo podían ser suministrados por donantes voluntarios -bueno, en algunos países quizá no fueran lo que se dice voluntarios del todo, pero mejor no profundizar en este tema- a los cuales, eso sí, acostumbraban a recompensar espléndidamente.

Desiderio vio aquí una posible -y cómoda- fuente de ingresos, sobre todo teniendo en cuenta que no habría tenido el menor problema en permitirles la extracción de sangre o de cualquier otro fluido corporal, la toma de muestras biológicas de cualquier tipo e incluso la extirpación de uno de sus dos riñones... de no mediar el inconveniente de que para apuntarse a las listas de donantes potenciales había auténticas bofetadas, por lo cual, y salvo los pocos afortunados que contaban con un grupo sanguíneo o unos patrones biológicos especialmente raros, o bien padecían algún trastorno genético o metabólico singular, la probabilidad de que uno cualquiera del común de los mortales fuera seleccionado por los extraterrestres era inferior a la de resultar agraciado con el premio gordo de la lotería.

Así pues, su gozo en un pozo. Pero Desiderio no desesperó, sobre todo cuando le dieron el soplo de que no todas las demandas de los kpurs tenían semejantes listas de espera. En concreto una de ellas, la donación del esqueleto completo, no había sido cubierta vete a saber por qué razón.

Este detalle interesó inmediatamente a nuestro zángano. Él ya había oído algo acerca de las facultades de medicina y los museos de Ciencias Naturales que acostumbraban a comprar esqueletos a sus propietarios en vida, esperando eso sí a que tuviera lugar su muerte -por causas naturales, se entiende- para tomar posesión de su propiedad. Claro está que los tabúes funerarios siempre habían supuesto un considerable freno a estas prácticas, dado que por lo general a casi nadie le suele gustar ver exhibido al abuelo, aunque sea en huesos vivos, en un museo; pero a Desiderio esto le traía sin cuidado porque, como decía con una pizquita de cinismo, si nadie se había preocupado por él en vida, ¿por qué iban a hacerlo una vez muerto? Así pues, concluía, el vivo al hoyo -o a donde fuera a parar- pero después de haberse comido el bollo.

Dicho y hecho: acudió a una de las numerosas oficinas de información que tenían abiertas los kpurs en las principales ciudades de todo el planeta, se encaminó a la sección deseada, por fortuna libre de las kilométricas colas que colapsaban a las más populares, y una vez allí solicitó al amable empleado -un terrestre- el impreso correspondiente.

Éste se lo proporcionó junto con la preceptiva copia de las condiciones del contrato, un volumen de cerca de setenta páginas en el que se especificaban en detalle todas las obligaciones contractuales de una y otra parte. Desiderio, que siempre había sido incapaz de leer dos páginas seguidas -hasta para eso era vago-, y al que sólo le interesaba la astronómica -al menos así le pareció- cantidad que recibiría a cambio de su donación, soltó un bufido y, desdeñando el tocho, estampó su firma en el contrato.

En esto consistió su error, ya que ignoraba que los kpurs deseaban obtener su esqueleto de forma inmediata sin esperar a que falleciera; porque, tal como se explicaba en el manual que no se había molestado en leer, para lo que pretendían estudiar no les servían ni los huesos procedentes de los osarios, de los que además ya tenían a carretadas, ni tan siquiera los procedentes de cadáveres recién fallecidos.

Al parecer los kpurs, que al igual que los insectos terrestres contaban con un exoesqueleto acorazado que les daba un aspecto remotamente parecido al de una cucaracha gigante, estaban muy interesados en la variante evolutiva que había derivado en nuestro planeta hacia los esqueletos óseos internos, pero por razones que sólo sus biólogos hubieran sido capaces de explicar, el esqueleto tenía que ser extraído del donante en vivo y de forma completa, gracias también a unas técnicas quirúrgicas -o lo que fueran- capaces de mondarlos limpiamente sin matar en el proceso a su anterior propietario. De hecho garantizaban que a éste no se le infligiría el menor daño... salvo el pequeño inconveniente que supondría tener que apañárselas sin una mala costilla que sirviera de sostén, convertido en algo fofo incapaz de soportar su propio peso.

Pero todo esto había sido previsto por los industriosos alienígenas. La cuantiosa suma pagada por la compra del esqueleto había sido calculada para que los deshuesados pudieran adquirir -a ellos, naturalmente- una unidad de soporte vital último modelo en la cual podrían vivir -es un decir- cómodamente el resto de sus días. El artilugio consistía esencialmente en una especie de tanque transparente repleto de un líquido similar al amniótico, en el cual podía flotar el cuerpo sin necesidad de sostén alguno de los desaparecidos huesos. Una serie de tubos colocados en los lugares adecuados se encargaban de suministrar los nutrientes y el oxígeno necesarios así como de la evacuación de los desechos, y un ingenioso sistema conectado directamente al cerebro a través del cuero cabelludo permitía una comunicación bidireccional con el exterior similar a la oral, con sintetizador de voz y micrófono externos incluidos.

El coste del alquiler del equipo cubría las tareas de soporte vital y mantenimiento por tiempo indefinido, pero tras el fallecimiento de su ocupante revertiría a sus iniciales propietarios. Aunque el contrato no contemplaba la entrega a los donantes de ningún remanente en metálico -los kpurs alegaban que se trataba de instrumentos sumamente caros-, sí ofrecía la posibilidad de negociar con terceras partes -cadenas de televisión, centros de investigación, museos e incluso circos- la posibilidad de obtener un rendimiento económico adicional que correspondería en su totalidad al donante, algo que rehusó el chasqueado Desiderio en un arranque de dignidad, quizá el primero en toda su arrastrada vida.

Así pues, desde entonces habita, deshuesado como una aceituna, en un discreto almacén habilitado por los kpurs para alojamiento de los incautos que, al igual que él, cometieron el error de no leerse el contrato, la inmensa mayoría puesto que fueron muy pocos los que aceptaron exhibirse como fenómenos de feria. Y aunque algunos de ellos se tomaron con relativa deportividad su nuevo estado y charlan y dialogan entre ellos ya que ésta es una de las pocas cosas que les es posible hacer, Desiderio se sigue manteniendo sumido en un tenaz silencio maldiciendo una y mil veces su estupidez. Eso sí, justo es reconocerlo, tiene garantizada para lo que le quede de vida, que puede ser muy larga dado que se encuentra libre de la mayor parte de las enfermedades que aquejan al común de la humanidad, una existencia mucho más plácida y muelle de lo que pudiera haber soñado jamás.


Publicado el 12-4-2016