La verdadera historia de Alí Babá
y
los cuarenta ladrones (II)
Alí Babá se encontraba anonadado. Él, que durante toda su vida había sido pobre de solemnidad logrando a duras penas sacar adelante a su familia, se veía rodeado de inmensas riquezas: monedas de oro, joyas de incalculable valor, todo tipo de piedras preciosas, telas de seda dignas de un potentado, incienso, mirra, artísticos muebles de maderas nobles... todo ello en cantidades increíbles capaces de hacer palidecer de envidia al más poderosos de los reyes.
Había descubierto la cueva de los ladrones por pura casualidad, cuando buscando leña para venderla en el pueblo llegó un tropel de jinetes armados ante lo que parecía ser un recio muro de piedra y, tras pronunciar su jefe la frase mágica ¡Ábrete, Sésamo!, se había abierto en él una oquedad por la que penetraron en la vasta y abarrotada cueva cerrándose tras ellos como si nunca hubiera existido.
Alí Babá, que a duras penas tuvo tiempo para esconderse tras unas rocas sin ser descubierto, lo que con toda probabilidad le habría acarreado la muerte, aguardó inmóvil, más por miedo que por curiosidad, a que los feroces bandidos abandonaran su inexpugnable refugio camino de su próxima fechoría. Sólo entonces se atrevió a salir de su precario refugio y, aunque su primera intención fue la de huir de un lugar tan peligroso, le venció finalmente la curiosidad, por lo que acercándose temeroso al farallón, repitió las palabras que abrieron de nuevo la puerta de la cueva.
Y en ella se encontraba, dubitativo mientras en su interior se desataba una sorda lucha entre la prudencia y la codicia. Porque si bien era recomendable marcharse de allí lo antes posible en previsión de que pudieran volver los bandidos, era consciente de que jamás volvería a tener una oportunidad como aquélla para huir de la pobreza.
Finalmente optó por una solución intermedia; guardó entre sus ropas todas las joyas y monedas que pudo y, sin perder un segundo, se dirigió hacia la pared en la que se abría la puerta mágica con la intención de poner tierra por medio sin más demora.
Para su desgracia, cuando apenas le faltaban unos metros para alcanzarla ésta se abrió entrando en tromba los cuarenta jinetes de la banda. Éstos se sorprendieron al descubrir al intruso en el interior de su inexpugnable guarida, pero reaccionando con presteza le rodearon para impedir su huida y, desmontando de sus cabalgaduras, le aferraron de pies y manos al tiempo que su jefe, el más feroz de todos ellos, desenvainaba el alfanje y poniéndoselo en el cuello, exclamó:
-¿Quién eres tú? ¿Qué hacías aquí? ¿Robarnos? -en la refriega parte del botín del desventurado Alí Babá se había desparramado por el suelo como prueba patente de sus intenciones-. En castigo por ello morirás.
Alzó el arma para cumplir su amenaza cuando el aterrorizado leñador, al cual el peligro había dado alas a su imaginación, exclamó con voz temblorosa:
-¡Cuidado con lo que haces! ¡Soy un funcionario del califa, y estoy aquí en una misión oficial!
El bandido titubeó un instante y, deteniendo el golpe mortal pero sin bajar el brazo, le increpó:
-¿Qué dices, miserable? Nosotros estamos fuera de la ley, y no obedecemos órdenes ni del califa ni de nadie que pudiera estar por encima de él.
Pero su prisionero había encontrado ya una línea de acción.
-El gran califa -respondió con todo el aplomo del que pudo ser capaz-, en su magnanimidad, ha decretado una amnistía fiscal con la condición de que los involucrados paguen los impuestos correspondientes al erario público. Yo he sido enviado por el Departamento de Hacienda para tasar vuestras riquezas y calcular la cantidad que deberéis devengar para regularizar la deuda. Cuando llegué aquí no había nadie a quien dirigirme, por lo cual decidí entrar y adelantar mi trabajo dado que tengo una agenda muy apretada y no puedo entretenerme demasiado con cada contribuyente.
-¿Y ese oro y esas joyas que llevabas entre tus ropas? -rugió el malhechor señalándolos con la punta del alfanje.
-Se trata de la deducción a cuenta -balbuceó Alí Babá, que no necesitaba fingir que se encontraba aterrado-. Posteriormente, cuando se normalice la deuda, se descontará del total o, en su caso, se devolverá la cantidad correspondiente. Eso sí, necesitaré que me firméis el recibo que traigo preparado. Si eres tan amable de ordenar a tus hombres que me dejen libre para mostrártelo...
Éste lo hizo con un brusco gesto, permitiendo que Alí Babá se levantara del suelo y, metiendo su mano con lentitud en uno de los pliegues de su ropa para demostrar que no intentaba ninguna artimaña, algo que por lo demás hubiera resultado suicida, sacó de él un papel doblado en el que llevaba apuntados los nombres de los vecinos a los cuales debía repartir la leña y cuanta cantidad le había pedido cada uno. Confiaba en que los ladrones fueran analfabetos, porque de no ser así...
-¿Lo ves? -remachó más tranquilo al comprobar que su enemigo daba vueltas al escrito sin saber cual era la posición correcta-. Ahí está todo escrito y avalado por las firmas del gran visir y del caíd de Hacienda -añadió señalando con el dedo las dos últimas líneas de la lista-. Tan sólo necesito que me devuelvas las monedas y las joyas que me llevo a cuenta y firmes tu conformidad en la parte inferior de la hoja. No creo que el trámite tarde más de un mes o dos, aunque los escribas de palacio están bastante saturados de trabajo, en llegar la respuesta con el importe a ingresar o a reintegrar, según sea el resultado. A partir de entonces tendrás un período de un mes para abonar la cantidad restante si es el caso, o para reclamar si no estás conforme; pero si lo dejas pasar entraríamos en la vía ejecutiva, lo que supondría un recargo del veinte por cien y, en su caso, una multa conforme a lo estipulado en el Boletín Oficial del Califato.
-¿Y si sale a devolver? -le interrumpió el bandido en tono dubitativo.
-¡Oh! En ese caso no tendrías por que preocuparte, ya que la devolución sería automática. Pero en atención a los contribuyentes yo siempre procuro tasar a la baja, porque ya sabes que la Hacienda Califal es mucho más diligente a la hora de cobrar que a la de pagar -concluyó con una amplia sonrisa.
-No sé... Hassán, ¿tú que opinas? -preguntó el obtuso salteador a su lugarteniente en un claro intento de diluir responsabilidades.
-Yo... -el aludido tampoco se mostraba muy seguro; pero como era consciente de la importancia de mantener intacta la autoridad frente a sus sicarios añadió-: A mí no me parece mal, y si así dejamos de estar proscritos y con la cabeza puesta a precio...
-Sea -sentenció el jefe fingiendo un aplomo que distaba de sentir-. Puedes irte con todo lo que recaudaste, y de paso saluda al magnánimo Príncipe de los Creyentes de parte de sus fieles súbditos la Banda de los Cuarenta. Esperaremos ansiosos su respuesta.
Y le devolvió la lista de los encargos de leña tras hacer un garabato con pretensiones de firma en el margen que quedaba libre al pie del texto.
No se lo hizo repetir dos veces Alí Babá que, utilizando el turbante a modo de improvisada bolsa, recogió apresuradamente su tesoro, tras lo cual cruzó el pasillo formado por los silenciosos bandidos atravesando todo lo rápido que pudo la abertura de la roca, que había vuelto a ser abierta por el jefe de los ladrones. Una vez fuera, y tras comprobar que ésta se cerraba de nuevo, buscó a su burro, al cual había dejado atado a unos arbustos, montó en él abandonando la leña que había recogido, y partió cual alma que lleva el diablo camino de su casa, apretando fuertemente contra su pecho el turbante rebosante de oro y piedras preciosas.
Cuentan las crónicas que en previsión de que los feroces bandidos intentaran vengarse tras comprobar que habían sido burlados, vendió precipitadamente su casa y huyó con su familia y su tesoro a una remota región fuera del alcance de los malhechores, donde según dicen algunos invirtió el fruto de su ingenio en una taberna que acabaría adquiriendo fama en toda la comarca.
Publicado el 21-2-2025