La verdadera historia de Alí Babá
y
los cuarenta ladrones (III)
Alí Babá se encontraba recogiendo leña en el bosque cuando oyó un ruido que le llamó la atención. Asomándose con cautela, descubrió que un numeroso grupo de jinetes -calculó que serían alrededor de cuarenta- se detenían frente a una roca.
Una vez allí el que parecía ser su jefe se adelantó a pie gritando con voz estentórea: ¡Ábrete, sésamo!, tras lo cual se abrió una oquedad en la pared pétrea por la que penetró el grupo. Poco después comprobó sorprendido como los jinetes abandonaban la cueva y, al grito de: ¡Ciérrate, sésamo! , la abertura desaparecía.
Aguijoneado por la curiosidad Alí Babá esperó prudentemente a que los jinetes se perdieran en la lejanía, tras lo cual se acercó a la roca e, imitando lo que había oído, repitió la frase ¡Ábrete, sésamo! con toda la potencia de sus pulmones.
Y la roca se volvió a abrir para él dándole paso a una enorme caverna.
El humilde leñador sintió como el gozo le inundaba el corazón. Ésta debía ser, sin duda, la guarida secreta donde la legendaria banda de los Cuarenta Ladrones, temida hasta por el propio emir, guardaba el producto de sus tropelías... un inmenso tesoro, según se decía por todo el país, capaz de comprar reinos enteros.
Alí Babá, eufórico, se imaginaba rodeado de riquezas de todo tipo: monedas de oro, joyas, piedras preciosas, sedas y vestimentas dignas de un califa apiladas hasta tocar el vasto techo de la gruta gracias a las cuales, aunque tan sólo tomara cuanto pudiera llevar en las manos y entre la ropa, bastaría para librarle de la pobreza que había padecido durante toda su vida.
Cuidando de pronunciar de nuevo la palabra mágica para que la puerta se cerrara poniéndole a cubierto de miradas ajenas, se adentró en la vasta sala abierta en las entrañas de la roca descubriendo con sorpresa que las ingentes riquezas tan sólo habían existido en su imaginación.
Porque lo único que se mostraba ante sus perplejos ojos era una compleja instalación de ordenadores y otros aparatos informáticos plenos de actividad a juzgar por las continuas fluctuaciones de las imágenes representadas en grandes pantallas, transmitiendo una información que él era incapaz de comprender.
Se encontraba tan absorto en mitad de los sofisticados aparatos que no vio llegar al individuo que se interpuso ante él; aunque su temor inicial fue el de encontrarse frente a un bandido sanguinario que le hiciera pagar con su vida la osadía de haber descubierto su secreto, se calmó un tanto al descubrir que se trataba de un hombrecillo esmirriado ataviado con una bata blanca que ni siquiera llevaba turbante y, según todos los indicios, tampoco portaba arma alguna. Lo que no evitó que le recibiera con hostilidad.
-¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? ¿Por dónde has entrado? -le increpó irritado.
-Yo... -balbuceó titubeante mientras en su interior se libraba una lucha entre la curiosidad y la prudencia-. Pensaba que aquí sería donde guardaban los Cuarenta Ladrones su gran tesoro...
-Y claro está, pensaste que pegarle un pellizco y salir corriendo pasaría desapercibido entre tantas riquezas acumuladas -el tono del individuo era ahora mordaz. Pues sí, estabas en lo cierto, aquí se custodia el patrimonio de mis señores, que no es pequeño... pero no como tú imaginabas. Como puedes comprobar no hay oro, ni joyas, ni piedras preciosas, ni otros objetos materiales de gran valor. Sólo servidores informáticos y conexiones a internet así como terminales para manejarlos, de todo lo cual me encargo yo -remachó con orgullo hinchando el escuálido pecho.
-Pero... -objetó débilmente Alí Babá.
-Sí, hijo, sí, los tiempos cambian y era normal que mis señores se modernizaran. Se acabó eso de asaltar caravanas y despojarlas de sus riquezas, que además resultaba arriesgado y azaroso. Ahora son ciberladrones, probablemente de los mejores del mundo, y desde aquí se gestionan todos sus negocios, tanto los legales como los que no lo son, de forma limpia y sin el menor riesgo físico.
-¿Y el dinero?
-¿Dónde va a estar, so pardillo? Guardado en paraísos fiscales y a buen recaudo de la rapacidad de los recaudadores del emir, aunque últimamente están invirtiendo cada vez más en criptomonedas, que son las divisas del futuro. Menudo peso nos quitamos de encima cuando nos deshicimos de todo ese engorro, aparte del peligro de que nos lo robaran -sonrió malicioso.
-Entonces, los ladrones...
-Ahora se dedican a vivir como rajás en el Caribe, en las islas de la Polinesia y en otros lugares de su gusto, que bien que se lo tenían merecido; aunque de vez en cuando, como en el fondo añoran su antigua vida y se aburren, vienen todos por aquí y se dedican a dar unas cabalgadas asustando a los camelleros y burlando a los soldados del emir para divertirse un poco recordando los viejos tiempos, aunque la verdad es que los años y la vida sedentaria empiezan a pasarles factura. Pero se lo pasan bien, que es lo importante, sobre todo cuando empiezan a contarse los unos a los otros como les ha ido en sus respectivos negocios.
-Yo, si no le importa, tendría que irme; tengo a los burros atados a una acacia y no tendría gracia que se soltaran o que me los robaran -le interrumpió el chasqueado Alí Babá, convencido de que lo más prudente sería poner tierra por medio.
-¡Vaya con lo que nos sale el ladronzuelo! -rió estentóreamente el informático-. ¿Y a qué venías tú aquí, de visita?
Y viendo la turbación del intruso añadió:
-No te preocupes, al fin y al cabo a tu nivel también eras, o pretendías ser, del oficio; aunque como puedes comprobar poco podrías haber robado, salvo que te hubieras encaprichado con un ordenador. Aunque en ese caso habría saltado la alarme y en cinco minutos esto habría estado lleno de vigilantes jurados con bastantes malas pulgas. Pero como me has caído simpático te dejaré que te marches con la condición de que no le cuentes a nadie nuestro secreto, hay gente muy sinvergüenza por ahí afuera y podrían hacernos una trastada simplemente por gamberrismo. En cualquier caso -añadió- que sepas que lo del ¡Ábrete, Sésamo! se mantiene por tradición ya que a ellos les gusta, pero como te puedes imaginar estaríamos locos si esa fuera la única medida de seguridad para entrar y salir de la cueva.
-Pero se abrió la puerta cuando yo lo pronuncié...
-De eso nada, chato. Abrí yo cuando te vi en las cámaras merodeando por ahí afuera, y al oírte pronunciar la contraseña decidí dejarte entrar para ver la cara de panoli que ponías; porque no me negarás que te llevaste un buen susto al verme. Pero no te hagas ilusiones; en realidad los sistemas de seguridad de este chiringuito son tan sofisticados que harían palidecer de envidia a cualquier banco, y entrar aquí a robar sería más complicado que abrir la cámara acorazada del Banco de Bagdag. Pero bueno, ya está bien de cháchara; mis señores estarán a punto de volver del oasis balneario al que fueron para darse un baño, y es preferible que no te vean por aquí.
Agarrándole del brazo le llevó ante la puerta, que se abrió tras insertar una tarjeta en la ranura, someterse a una lectura biométrica y teclear una compleja clave en el panel que había al lado.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas sin necesidad de frase alguna, Alí Babá corrió a recoger a sus burros que mataban el tiempo ramoneando el escaso follaje de la acacia. Por supuesto que no contaría su aventura a nadie, y mucho menos a la cotilla de su mujer; pero no por temor a una venganza de los ladrones, sino por vergüenza.
Publicado el 28-2-2025