La verdadera historia del Apolo XIII
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Jack Swigert a Jim Lowell-. Tendremos que informar al control de tierra para ver como nos pueden sacar del atolladero.
El comandante de la misión guardó silencio mientras reflexionaba. Por una de las ventanillas del módulo de mando veía extenderse poco a poco una nubecilla blanca de oxígeno congelado. Sin duda el choque había roto el fuselaje del módulo de servicio y alguna esquirla metálica había perforado uno de los tanques de oxígeno vitales tanto para el funcionamiento correcto de los cohetes propulsores, como para mantener con vida a los tres astronautas.
Por otra de las ventanillas veía, a unos cincuenta metros de distancia y aparentemente inmóvil, ya que describía una órbita paralela a la suya, al objeto lenticular contra el que habían chocado minutos antes. Mediría unos veinte o veinticinco metros de diámetro, aproximadamente el doble de la longitud del Apolo, y alrededor de diez de ancho en su eje central, del que sobresalía una cúpula semiesférica de un material transparente. En su interior se vislumbraba la presencia de dos alienígenas humanoides, de grandes y peladas cabezas, gesticulando grotescamente con los tentáculos superiores de su cuerpo extendidos. Aunque no había manera de saber qué estaban diciendo, el astronauta suponía que tenían pinta de estar bastante cabreados.
Y motivos no les faltaban, puesto que el afilado borde del disco presentaba una considerable abolladura en el lugar en el que había chocado contra el módulo de servicio sin que, a pesar de ser aparentemente más maniobrera que el torpe Apolo, la nave alienígena hubiera logrado esquivar el impacto.
Lowell, recobrado de su mutismo, ordenó al piloto:
-Diles... diles que ha estallado un depósito de oxígeno; al fin y al cabo no mentimos. ¡Pero no se te ocurra dar más detalles! No quiero que nos tomen por locos.
Instantes después Swigert lanzaba al éter su histórica frase:
-¡Houston, tenemos un problema!
Publicado el 16-4-2021