Caperucita y Cía



Caminaba alegre Caperucita, con su linda capita encarnada y su cestita de la merienda, hacia la casa de su abuelita, cuando al borde del lindero salieron a su encuentro tres ceñudos individuos que le bloquearon el paso con ademán amenazador.

-¿Quiénes sois? -preguntó atemorizada la niña.

-¿No nos conoces? -respondió con tono burlón el que parecía llevar la voz cantante, al tiempo que su jeta se retorcía en el feo remedo de una sonrisa-. ¿Seguro que no te suenan nuestras caras?

-Pues... -dudó la muchacha-. ¿No seréis los...?

-Efectivamente, somos tus colegas, los Tres Cerditos, para servirte -corroboró el segundo de ellos rematando la frase con una cómica reverencia.

-¿Y qué queréis de mí?

-Algo muy simple -remachó el tercero-. Que des media vuelta y te vayas tranquilamente a casa.

-¡Pero tengo que ver a mi abuelita! -protestó Caperucita sin demasiada convicción-. He cruzado todo el bosque para llegar hasta aquí. No puedo volverme ahora.

-Pues tendrás que largarte por donde has venido, rica -graznó el primer marrano.

-¡Es que me está esperando! -sollozó la pequeña.

-¿Pero cómo puedes ser tan idiota? -le espetó el segundo cochino-. ¿Es que no sabes quién se esconde detrás de esa puerta, pedazo de cenutria?

-¿Quién va a ser? Mi abuelita...

-La carcajada de sus tres interlocutores fue tan estentórea que dejó a la niña tan sorprendida como humillada.

-¿Pero cómo puedes ser tan ingenua? -se avino a explicarle el tercer gorrino, algo más amable que sus dos hermanos-. ¿Acaso no recuerdas con quién tropezaste al penetrar en el bosque?

-Sí, con el Lobo Feroz, que dicho sea de paso fue muy amable conmigo... Oye, ¿no estaréis insinuando que...?

-¡Bingo! Piensa un poquito, muñeca, que no es tan difícil como parece. ¿Olvidas que este individuo mostró mucho interés en saber a dónde ibas, y que tú, que eres más tonta que comer la sopa con un tenedor, se lo dijiste?

-¿Y cómo sabéis vosotros eso? -preguntó ella con suspicacia-. No recuerdo que estuvierais allí...

-No, no estábamos, pero leemos y conocemos tu cuento, no como tú que no haces más que pasar las horas muertas tragándote los culebrones y los programas basura que echan por la tele.

-Por eso sabemos que agazapado en la casita de tu abuela se encuentra, acechándote, el lobo -remachó otro de ellos, a esas alturas era tal el aturdimiento de Caperucita que no podría precisar cual, ya todos le parecían iguales.

-Bueno, ¿y qué? -respondió con chulería.- Al fin y al cabo éste es mi cuento, no el vuestro, y puedo disponer de él como mejor me parezca. Así que ya estáis largándoos con viento fresco, que se me enfría la merienda y además no se puede decir que oláis precisamente a Channel número cinco, pedazo de guarros.

-Puede que el cuento sea tuyo, pero desde luego el lobo no...

-¿Cómo dices, costal de tocino?

-Que no es tu lobo, sino el nuestro -insistió el aludido haciendo caso omiso a la pulla-. El tuyo se dio de baja por depresión hace unos días, y el sinvergüenza del productor decidió birlarnos el nuestro, dejándonos sin trabajo. Así pues, decidimos venir para llevárnoslo.

-¡Eso tendréis que demostrarlo! -chilló la muchacha-. ¡Idos a hacer jamones, que es lo único bueno para lo que servís!

-¿Te convence esta demostración? -galleó el que llevaba la voz cantante esgrimiendo un grueso garrote-. Y te advierto que mis hermanos cuentan con idénticos argumentos. Y ahora, ¿vas a ser una niña buena y te vas a ir con tu mamá antes de que se haga de noche?

Caperucita comenzó a retroceder con lentitud sin perder de vista un solo instante a los tres matones, que se habían desplegado formando un semicírculo en torno suyo, cuando oyó una recia voz a sus espaldas:

-¡Quieto todo el mundo! ¡Tengo la escopeta cargada con postas, y al primero que se mueva lo dejo tieso!

Los cerdos, que tenían de frente al intruso, se quedaron inmóviles y bajaron las cachiporras, aunque sin llegar a soltarlas. En cuanto a Caperucita, optó también por quedarse quieta pese a no poder ver al recién llegado.

-¡Y tú, niñata, date la vuelta con cuidado o te agujereo esa horterada de capa que llevas puesta junto con lo que hay debajo!

Caperucita obedeció, descubriendo que quien la amenazaba era un mozarrón ataviado de pastor al que acompañaba un imponente mastín. Y no mentía, puesto que la escopeta apuntaba directamente a su ombligo.

-¿Quién eres tú? -oyó decir a sus espaldas a uno de los tres cerdos-. ¿Y qué pintas aquí?

-¡Cochinos, bah! ¡Donde estén las ovejas...! Me llamo Pedro, y como es fácil de adivinar, soy pastor. Y he venido para llevarme a ese lobo por el que os estabais peleando, puesto que yo también lo necesito para mi cuento.

-¿Y para qué lo quieres, si nunca aparece? ¿No te conocen como el pastor mentiroso? -se atrevió a preguntar otro de los gochos.

-¿Mentiroso yo? -exclamó furioso el zagal dejando de apuntar a Caperucita para amenazar al que había osado tildarlo de tal-. ¡Merecerías que te agujereara la piel! Pero tienes suerte de que hoy me pillas de buen humor. No, no soy mentiroso, lo que ocurre es que la gente no es capaz de valorar mi imaginación. ¡Palurdos idiotas! Además, sí que necesito al lobo para terminar el cuento.

-Entonces, quizá pudiéramos llegar a algún tipo de arreglo... -propuso conciliador el cerdo que había hablado en primer lugar-. Nosotros podríamos usarlo primero y luego enviártelo a ti, y así todos contentos...

Iba a protestar Caperucita en un intento de hacer valer sus derechos, cuando una nueva voz vino a interrumpir la discusión.

-Disculpen, señores, ¿es aquí donde se encuentra trabajando el Lobo Feroz?

-Quien había hecho la pregunta, como pudieron comprobar sorprendidos todos los allí presentes, era una cabra de blanco vellón que acababa de llegar al claro.

-¡Vaya, éramos pocos y parió la abuela! -exclamó Pedro frunciendo el ceño-. ¡Y encima es una cabra! -remachó despectivo-. ¿Qué diantre quieres?

-Vengo a buscar al lobo -respondió calmosamente la interpelada-. Lo necesito para nuestro cuento, el de El lobo y los siete cabritillos.

-¡Pues tendrás que ponerte a la cola, amiga, porque al parecer todos hemos venido a lo mismo! -exclamó mordaz uno de los cerdos.

-¡Ya te estás largando con viento fresco de aquí -graznó el pastor de mala gana-. Bastante tengo con estos imbéciles para que tú vengas a incordiar.

-¡Pero es que yo traigo una autorización por escrito del productor para llevarme al lobo esté donde esté! -porfió la cabra-. Tengo prioridad sobre cualquier otro cuento.

-¡Y un jamón! -exclamó Caperucita, incurriendo en el lenguaje políticamente incorrecto dada la presencia de representantes porcinos-. La única que tiene derecho a disponer del lobo soy yo, que por eso es mi cuento.

-Pero soy yo quien tiene la escopeta... -recordó el pastor-. y al perro.

Iban a hacer valer también sus presuntos derechos los tres cerdos, cuando se montó tal pandemónium que cualquier tipo de negociación se tornó directamente imposible. Hubiera sido difícil predecir el resultado de la discusión de no darse la circunstancia de que, cuando menos lo esperaban, se abrió la puerta de la cabaña apareciendo en el umbral el disputado Lobo Feroz.

-¿Qué coño está pasando aquí? -rugió con profunda y terrorífica voz-. ¿Es que no se va a poder trabajar tranquilo?

Tras haber acallado momentáneamente a todos los que se le disputaban, la fiera comenzó a perder por momentos el aplomo que le caracterizaba.

-¡Hombre, Caperucita! ¡Y los Tres Cerditos, Pedro el Pastor y Mamá Cabra! ¡Pero si estáis aquí todos mis compañeros de trabajo! ¿Qué hacéis todos juntos? ¿No... no habréis venido a buscarme todos a la vez? ¡No...! ¡Quietos! ¡Quietos, os digo!

Porque, pasado el primer momento de indecisión, todos ellos se habían abalanzado en tromba sobre el desgraciado cánido en un intento de arrebatárselo a los demás; hasta el mastín participaba con entusiasmo en la trifulca, repartiendo mordiscos a diestro y siniestro sin salvar de ellos ni tan siquiera a su amo.

Instantes después, todos ellos yacían magullados en el claro. El lobo, uno de los peor parados puesto que todos habían ido a por él, se levantó cojeando; tenía un ojo morado y una de las orejas desgarradas por culpa de un mordisco de su primo el mastín, y las ropas de mujer con las que se había disfrazado eran tan sólo unos destrozados jirones de tela.

-¡Estoy harto! -rezongaba el pobre animal al tiempo que se dirigía hacia el sendero del bosque-. ¡Completamente harto! ¡No basta con seguir siendo eventual después de tantos años, ni con que te contraten siempre por una empresa de empleo temporal que te explota y te paga una miseria! ¡No basta con tener que hacer pluriempleo para poder sobrevivir, aguantando a toda esta panda de chiflados y sin tener tiempo libre ni para ir a mear! ¡No señor, encima van y te pegan una paliza sin venir a cuento! ¡Pues que los zurzan, porque yo prefiero quedarme en casa cobrando el paro!

Y desapareció en la espesura, dejando al resto de los protagonistas compuestos y sin lobo.

-¿Y ahora qué hacemos? -se atrevió a decir uno de los cerdos.

-Ésa es una buena pregunta -respondió filosóficamente el pastor-. ¿A alguien se le ocurre alguna idea?

El mastín, satisfecho tras las tarascadas repartidas, se lamía feliz la barriga. De pronto, algo empezó a inquietarle; dejó los lametones y levantó los ojos para encontrarse con las miradas amenazadoras de los cerdos, Caperucita, Pedro y la cabra.

-¡Ah, no, eso sí que no! Mi convenio lo dice claramente: perro de trabajo y compañía hasta el final de la obra, nada de disfrazarme de... ¡Aink!

Unos y otros tiraban para sí de las patas del pobre animal, que se debatía inútilmente entre tanta fiera.


Publicado el 28-5-2007 en el Sitio de Ciencia Ficción