Caperucita Pija
Caperucita salía con sus amigas Blancanieves, Cenicienta -que sólo lo era en pantalla- y las dos Bellas del exclusivo resort donde todos los días jugaban al pádel y al golf, chapoteaban en la piscina, se ponían al día de los chismes de la alta sociedad y mariposeaban entre los numerosos jóvenes ociosos -y adinerados- que se dejaban caer por allí.
-Bueno, chicas, mañana nos vemos -se despidió de ellas, encaminándose hacia el Lamborghini rojo regalo de su último cumpleaños.
Estaba abriendo la puerta cuando la súbita llegada de un desconocido la sobresaltó. Echando precipitadamente el bolso -de marca, evidentemente- en el que guardaba la ropa de deporte al asiento trasero, se volvió descubriendo que se trataba de su antiguo partenaire el Lobo Feroz; un Lobo Feroz de aspecto triste y alicaído ataviado con unos harapos que le daban el aspecto de mendigo que probablemente era.
Además olía mal, constató al tiempo que fruncía con desagrado el entrecejo. ¿Es que la gente no se podía duchar todos los días? Tampoco era tan cara el agua...
-¿Qué haces aquí? -le espetó con acritud-. Éste no es un sitio para ti.
-Ya lo sé -respondió la fiera con humildad-. Pero es que estoy desesperado. Llevo varios años sin trabajar, no tengo ningún ingreso, me desahuciaron de mi cueva y... -concluyó avergonzado- tengo hambre. Hace varios días que no pruebo bocado.
-¿Y qué quieres que haga yo? No tengo la culpa de que por tu mala cabeza no supieras salir adelante como actor.
Y de no haber tenido unos padres podridos de dinero y con contactos en las altas esferas como tú -pensó rencorosamente el Lobo-. De haber contado con tus agarraderas, poco me hubiera importado que colapsara el mercado de películas basadas en los cuentos infantiles.
-Caperucita, por el recuerdo de los años que fuimos compañeros de trabajo, te ruego que me ayudes. Estoy desesperado...
-Lo siento, pero no acostumbro a llevar dinero en metálico encima, hay mucho desaprensivo por ahí suelto y no quiero que me den un susto.
-Llévame a donde sea, a una hamburguesería barata, donde puedas pagar con tarjeta... para ti no es nada, y para mí sería mucho -suplicó el Lobo.
-¡Qué dices! -respondió ésta, palideciendo ante la perspectiva de que pudiera llegar a mancharle los asientos de cuero-. No puedo, tengo que ir a visitar a mi abuelita y ya voy con retraso.
Era cierto, aunque calló que no le apetecía lo más mínimo ver a semejante arpía; pero su padre le insistía una y mil veces en la conveniencia de mostrarse simpática con ella y dorarle la píldora, ya que la vieja estaba podrida de dinero y había que evitar por todos los medios que se lo dejara en herencia a las imbéciles de sus primas.
Haciendo un displicente gesto de despedida, Caperucita montó en su deportivo y salió calle adelante en un arranque digno de un conductor de Fórmula 1. Mientras se alejaba del andrajoso Lobo, pensaba que no tenía que olvidarse de avisar al servicio de vigilancia de la urbanización donde se encontraba el resort para que anduvieran más diligentes a la hora de evitar que se colaran mendigos. Faltaría más.
El Lobo, por su parte, contempló como se alejaba su antigua colega meditando melancólicamente sobre el antiguo adagio de que el hombre era un lobo para el hombre, que él interpretaba como que el hombre -la mujer en este caso- era un hombre para el lobo. Tras lo cual, procedió a abandonar ese reducto de fatuos privilegiados en busca de otros lugares más hospitalarios con los desafortunados.
Publicado el23-10- 2017