La verdadera historia de la Casita de Chocolate
Hansel y Gretel llevaban dos días perdidos en el bosque. No sabían como volver a casa, y los pobres niños estaban cansados y hambrientos. Repentinamente atisbaron una casita en mitad de un pequeño claro. Se acercaron a ella con la intención de pedir ayuda y, cual no sería su sorpresa, descubrieron que ésta tenía las paredes de chocolate, la puerta de bizcocho, el tejado de turrón y los cristales de las ventanas de caramelo. A ambos lados del sendero que conducía hacia ella los matorrales estaban repletos de gominolas, y dos pequeñas fuentes manaban, respectivamente, refrescos de cola y de naranja.
-¡Mira qué bien! -exclamó Hansel-. Aquí podremos saciar el hambre y la sed. Yo probaré el tejado y tú, Gretel, el quicio de esa ventana.
Y ambos se pusieron a comer con fruición semejante golosina, alternándola con puñados de gominolas y tragos de refresco.
Habían devorado ya una teja de turrón el niño y medio ladrillo de chocolate la niña, cuando de repente se abrió la puerta y salió de ella una vieja muy fea con aspecto de bruja y ataviada con una blanca bata de médico, la cual les saludó afectuosamente diciéndoles:
-Hola, pequeños, ¿os gusta mi casa? Entrad dentro, donde tengo muchos más dulces y caramelos para vosotros.
Así lo hicieron los niños, pero cuando estuvieron dentro vieron como la vieja atrancaba la puerta y reía con estrépito, al tiempo que les decía:
-¡Ya sois míos, pícaros ladronzuelos, y no escaparéis de mí! ¿Acaso no os habían dicho nunca que es muy malo comer dulces? Pican los dientes, engordan y os hacen correr el riesgo de convertiros en diabéticos o de sufrir, cuando seáis adultos, enfermedades tan graves como el cáncer o los accidentes cardiovasculares. Pero no, por mucho que se os advierta, vosotros seguís empeñados en comer dulces y más dulces sin ningún reparo... pues bien, ahora vais a recibir el castigo que os merecéis por vuestra negligencia.
Y cogiéndolos a cada uno por un brazo los arrastró hasta el fondo de la casita, que por dentro no era de chocolate ni de ningún otro tipo de golosina, y los encerró en dos pequeñas jaulas contiguas.
-¿Sabéis lo que voy a hacer con vosotros? -rió con voz estruendosa-. Pues os voy a utilizar como cobayas para un ensayo clínico con el que pienso demostrar los beneficios para la salud de una dieta a base exclusivamente de acelgas. Acelgas y agua, eso es todo lo que comeréis y beberéis sin salir jamás de esas jaulas. Mientras tanto, y para controlar el experimento, os extraeré sangre y otros líquidos tres veces al día con esta jeringa -les enseñó el instrumento con su sarmentosa mano, el cual estaba provisto de una amenazadora aguja-. ¡Sí! -rió-. Tened por seguro que vais a sufrir muchos pinchazos y vais a tener que comer muchas acelgas para que yo pueda publicar la investigación que me convertirá en la dietista más famosa del mundo. ¡Seré rica, saldré en televisión y venderé montones de libros con la dieta de la acelga!
Y volvió a soltar otra escalofriante carcajada antes de ponerse a manipular unos extraños aparatos que tenía instalados en la pared opuesta.
Aunque los dos hermanos no habían entendido lo de ser cobayas -¿no eran unos animalitos que vendían en las tiendas de mascotas?- ni lo del ensayo clínico, estaban aterrados tanto por las acelgas como por las inyecciones, y ya se veían encerrados allí de por vida sin poder volver a disfrutar de las ricas comidas que les preparaba su mamá. Pero ambos eran ingeniosos pese a su corta edad, y pronto comenzaron a cuchichear entre ellos -la vieja era bastante sorda- buscando la manera de poder escapar.
Así, cuando varias horas más tarde la bruja les llevó un plato de acelgas hervidas a cada uno, fingieron comérselas -era también cegata- tirándolas en un rincón de la jaula antes de devolverle los platos vacíos.
-¡Vaya con los rapaces! -exclamó sorprendida su aprehensora, sin apercibirse del engaño-. ¡Si ahora va a resultar que hasta les gustan...! Bien, pasaremos entonces a las extracciones de sangre.
Y acercándose a la jaula de Hansel empuñando la amenazadora jeringa, le ordenó:
-¡A ver, niño, saca el brazo por los barrotes, para que te pueda pinchar!
Obedeció Hansel pero, confiando en la cortedad de vista de la bruja, lo que le ofreció en vez del brazo fue una rama seca que había encontrado tirada en el suelo. Ésta la asió con la mano libre y la palpó en busca de una vena, al tiempo que rezongaba:
-¡Pues sí que estás esquelético! Debería haberte dejado comer más golosinas antes de encerrarte.
Y ante la imposibilidad de encontrar el lugar adecuado para clavar la aguja se dirigió a la otra jaula y, abriéndola, ordenó a Gretel:
-A ver, niña, sal de ahí y ayúdame a buscar la vena en el brazo de tu hermano.
Abandonó su encierro la pequeña pero, lejos de hacer lo que ésta le pedía, salió corriendo hasta el fondo del laboratorio y una vez allí, antes de que la bruja pudiera impedirlo, comenzó a golpear los delicados instrumentos con una barra de hierro que cogió de la pared.
-¡Qué haces, insensata! ¡Detente! -exclamó furiosa la bruja al oír el estrépito y ver, pese a ser sorda y cegata, los fogonazos y los estallidos que comenzaban a brotar de los aparatos-. ¡Vas a destruir la labor de toda mi vida!
Y olvidándose de Hansel y de la jeringa corrió a apagar el incendio. Pero ya era demasiado tarde; las llamas habían prendido en el laboratorio y no había fuerza humana capaz de impedirlo. Desesperada la bruja intentó sofocarlo con su propia bata, sin lograr más que ser devorada por el fuego.
Mientras tanto Gretel, aprovechando su distracción, volvió sobre sus pasos cogiendo el manojo de llaves que había quedado puesto en la cerradura de su jaula y, tras abrir la de su hermano y el cerrojo de la puerta de entrada, ambos salieron corriendo de la casita de chocolate justo a tiempo antes de que ésta se convirtiera en un horno. Una vez fuera corrieron y corrieron quedándose sin aliento hasta que, tras salir a un camino que atravesaba el bosque, se sentaron a descansar en el lindero.
-¡De buena nos hemos librado, eh, Gretel! -dijo Hansel a su hermana-. Ya me veía comiendo acelgas toda mi vida -concluyó con una mueca de asco.
-Le faltó poco -corroboró su hermana-. Pero, ¿qué es eso que llevas ahí?
-¿El qué, esta caja? -respondió, fijándose en el objeto que llevaba en la mano-. No lo sé, estaba en una mesita junto a la entrada, y la cogí al salir porque me pareció bonita... la verdad es que con las prisas ni me acordaba de ella. ¿Qué tendrá dentro?
Tras forcejear con el cierre consiguió abrirla, descubriendo en su interior unos documentos que no supo identificar: varias patentes, títulos de propiedad, acciones en diversas empresas, resguardos de cuentas bancarias...
-¡Uf, sólo son papeles viejos! -exclamó con disgusto al tiempo que hacía ademán de tirarlos-. Más nos hubiera valido llenarnos los bolsillos con gominolas, por lo menos habríamos podido comérnoslas.
-¡Espera, no los tires todavía! -le interrumpió Gretel-. Vamos a llevarlos a casa, quizá papá o mamá los puedan entender. Y si no, siempre servirán para encender la chimenea.
-Está bien -rezongó su hermano volviendo a cerrar la caja-. Pero a ver como nos las apañamos para volver a casa, no tengo ni idea de hacia donde conduce este camino.
Por suerte para ellos, un aldeano montado en un burro acababa de doblar un recodo del camino.
Publicado el 3-12-2017