El décimo círculo



Se mire como se mire, Celedonio P. había sido toda su vida una mala persona. O, por decirlo más claro, un mal bicho. Ya de crío, en el colegio, había desarrollado sus dotes innatas de abusón despojando a sus compañeros del bocadillo en el recreo o dedicándose a acosar a quienes le caían mal, sobre todo los buenos estudiantes, por lo general pacíficos, que de forma involuntaria le recordaban lo que él no era.

El servicio militar supuso su doctorado en matonismo, de lo cual se convirtió en un auténtico virtuoso cuando comenzó a ganarse la vida, a ser posible a costa de los demás. De haber tenido un escudo de armas su divisa habría sido probablemente “ Los escrúpulos son patrimonio de los débiles”, y aunque nunca llegó a grabarla la seguía de facto en el convencimiento de que el pez grande tenía perfecto derecho a comerse al chico cuando éste no fuera capaz de defenderse.

Sus negocios resultaron tan fructíferos como sucios, dejando tras de sí un rastro de agraviados de los que no se preocupaba en absoluto, puesto que la empatía era algo de lo que carecía por completo. Engañó, despojó, humilló e hizo cuanto le fue posible por sacar adelante sus intereses, sin el menor respeto a las leyes salvo cuando no le resultaba posible burlarlas. Fue mal hijo, mal hermano, mal esposo, mal padre, mal socio y mal amigo, gracias a lo cual consiguió amasar un notable patrimonio que le permitió vivir holgadamente hasta el final de sus días.

Como cabe suponer a lo largo de su vida se creó muchos enemigos, pero mientras no pudieran hacerle daño ni perjudicar a sus intereses, ¿qué le importaba? Porque siempre fue lo bastante astuto como para mantenerse a flote, incluso en los momentos más apurados.

Pero si hay algo de lo que nadie se libra es de la muerte, y a él le llegó a su hora demasiado tarde para lo que hubieran deseado sus víctimas, y demasiado pronto para truncar su afán de perpetrar nuevas trapacerías. Y con ella, llegó el tránsito.

Celedonio P. nunca había sido creyente o, por decirlo con más propiedad, jamás le había preocupado lo más mínimo aquello que pudiera haber, si es que lo había, más allá de la visita de la Pelona, ni sentía el menor temor a un hipotético castigo por sus desmanes... con el que, para su sorpresa, se encontró a su llegada al mundo de ultratumba.

Inmediatamente tuvo claro que se encontraba en el infierno, pero su estupor no tuvo límites cuando descubrió que éste se ceñía punto por punto al relatado por Dante en la Divina Comedia. Aunque nunca había sido demasiado aficionado a la literatura sí había leído hacía tiempo la descripción del Infierno del escritor florentino, más por morbo que por verdadero interés, no pasando de allí puesto que había abandonado el Purgatorio apenas empezado al resultarle aburrido y ni siquiera se había molestado, por idéntica razón, a intentarlo con el Paraíso. Así pues sabía, y temía por vez primera en su vida, lo que le aguardaba.

Custodiado por dos hoscos y repulsivos demonios fue llevado ante Minos, el juez supremo del Infierno que determinaba a cual de los diferentes recintos de castigo tendría que ser llevado el condenado. Éste, clavadito al representado en los grabados de Doré, le observó desdeñoso -Celedonio, que tenía su orgullo, logró mantener a duras penas su apariencia arrogante- y comenzó a enroscar su larga cola dándole tantas vueltas como el ordinal correspondiente al círculo infernal al que sería enviado.

Una... dos... tres... cuatro... cinco... seis... siete... ocho... nueve... diez... y aquí fue donde paró.

Celedonio, que recordaba perfectamente este episodio de la Divina Comedia, tuvo los arrestos suficientes para protestar.

-¿Cómo que el décimo círculo? Dante sólo cita nueve.

-Respondió entonces el monstruoso juez con voz tonante:

-En efecto, eran nueve cuando él estuvo aquí, pero los tiempos cambian y nos vimos obligados a ampliar el Infierno creando uno más; el más profundo, el más tenebroso, el más terrible, el más fatal. Es al que enviamos a los pecadores más nefandos, y es en él donde purgarás tus pecados por toda la eternidad en justo castigo a tu perfidia.

-Pero... -objetó el condenado, ya sin intento alguno de disimular su turbación-. ¿Cuáles son los tormentos a que me veré sometido?

-Uno solo, infeliz pecador, pero merced al cual lamentarás una y mil veces haber siquiera nacido -y haciendo una teatral pausa, tronó:

-El décimo círculo es el de los burócratas, que te perseguirán sin descanso y sin piedad ensañándose en tus carnes con sus terribles instrumentos de tortura: ventanillas cerradas, formularios imposibles de rellenar, requisitorias de todo tipo, apremios, trámites interminables, elusión de responsabilidades, normativas absurdas, pérdidas de expedientes, información ininteligible, peregrinación continua de uno a otro negociado y todo el arsenal acumulado por ellos a lo largo de los milenios en su afán por hacer la vida imposible a los ciudadanos; justo merecimiento para quienes como tú creísteis poder burlaros impunemente de todos cuantos tuvieran la desgracia de cruzarse en vuestro camino. Tenéis, pues, lo que os merecéis conforme a la inexorable Ley de Talión.

Dicho lo cual le agarró con la cola y, utilizándola a modo de descomunal honda, le arrojó a las tenebrosas profundidades del Averno.


Publicado el 7-11-2022