Enfermedad letal
Durante mucho tiempo Han Solo y yo habíamos sido amigos... todo lo amigos que se podía ser en una profesión tan dura e individualista como la nuestra, que nos obligaba a ir dando tumbos de un planeta a otro siempre con la espada de Damocles de la supervivencia colgando sobre nuestras cabezas. Luego llegó la guerra y, mientras yo intenté evitar que me salpicara largándome a otras regiones galácticas más tranquilas, Han se vio involucrado de lleno en ella teniendo, muy a su pesar, una significada intervención en los acontecimientos que condujeron a la muerte de Darth Vader, la caída del Imperio y la posterior restauración de la República... con el premio incluido de la mano de la princesa Leia Organa. Pero esto es algo sobradamente conocido, por lo cual no creo que sea necesario repetirlo aquí.
El caso es que, mientras mi antiguo amigo se convertía en una celebridad, yo seguí arrastrándome por las cloacas de la galaxia haciendo lo único que sabía hacer, trapichear aquí y allá sin poder conseguir jamás una mínima estabilidad económica ni por supuesto legal. Así pues, es fácil imaginar mi sorpresa el día que lo encontré paseando tranquilamente por el distrito comercial de Nahum, uno de los agujeros más podridos de todo el orbe que hasta yo procuraba evitar. Pero una inoportuna avería de mi vieja cafetera espacial me obligó a hacer escala ante la imperiosa necesidad de echarle un enésimo remiendo, no teniendo otra cosa que hacer allí que deambular sin rumbo hasta que ésta estuviera reparada. Y desde luego, a la última persona que esperaba ver en ese lugar era al viejo Han Solo, ahora respetado prócer de la República, pasando tan desapercibido en las abigarradas calles nahumitas como un ewok en mitad de los desiertos de Tatooine.
Fue él quien me reconoció; yo habría sido incapaz de identificarlo dada la gran transformación que había experimentado su apariencia, no sólo por los años que ambos habíamos envejecido, mucho más marcados en mí como cabe suponer, sino también por su atildado atavío, tan diferente de mis raídos harapos. Pero pese a todo el bueno de Han seguía siendo el mismo, y apenas me vio me acogió en sus brazos con una cordialidad que sabía que no era fingida.
Minutos después nos encontrábamos plácidamente sentados en el restaurante del mejor hotel de Nahum, ante la mirada mitad servil mitad hostil -esto último hacia mí, evidentemente, ya que de no ser por la presencia de mi amigo no habrían dudado un instante en echarme a patadas- de los atildados camareros, a los cuales refrenaba no sólo el aspecto patricio de Han, sino también los discretos guardaespaldas que habían tomado asiento en una mesa cercana. Pero estos detalles no tienen mayor importancia.
Como cabe suponer, Han se interesó por mí. Yo le relaté que el cambio de régimen tras la guerra no había supuesto variaciones significativas en mi vida ya que, como bien sabía él, los comerciantes independientes estábamos tan por debajo de la escala social que, si algún cambio experimentábamos, solía ser a peor. Y por supuesto, aunque esto tampoco suponía ninguna novedad, estaba sin un crédito y sin poder acercarme a varios planetas en los que los acreedores me echarían las garras encima apenas hubiera puesto un pie en el suelo. Mi nave, la decrépita Esperanza Estelar, se caía literalmente a pedazos sin que tuviera posibilidad alguna de reemplazarla, con lo cual mi medio de vida se veía bajo la amenaza de desaparición. Hasta mi único compañero de fatigas, el viejo robot Isaac, había acabado tiempo atrás en manos de un chatarrero tras sufrir una avería irreparable, sin que hubiera podido preservar siquiera su cerebro a la espera de que llegaran tiempos mejores.
Han frunció el ceño, me dijo que lo lamentaba mucho y me ofreció un préstamo -fue lo suficientemente delicado para disimular que ambos sabíamos que sería un regalo- con el que pudiera comprar una nueva nave y un nuevo robot, si así lo deseaba; pero curiosamente eludió la posibilidad de recurrir a sus contactos para facilitarme un nuevo empleo más sosegado para mis baqueteados huesos. Y, antes de que yo le pudiera preguntarle nada, se me sinceró.
-Podría llevarte conmigo; pero sé por experiencia propia que a la larga te haría un flaco favor. Mírame a mí: soy un personaje importante, mi esposa es un alto cargo de la República, llevo una vida regalada... y, pese a todo, añoro cada vez más la época en la que Chewie y yo cruzábamos la galaxia a bordo del Halcón Milenario -suspiró-. Créeme si te digo que ni tú ni yo estamos hechos para estar encerrados en semejante jaula de oro.
-¿Qué se te ha perdido en Nahum? -le pregunté-. Por mucho que cuentes con una escolta, Nahum podría llegar a ser un lugar peligroso para ti. Sólo con lo que debes de llevar encima más de uno se consideraría rico, y sabes también como yo que una vida vale muy poco aquí.
-Tienes razón, no fue demasiado prudente por mi parte recalar en este agujero; pero sentía nostalgia del pasado, me ahogaba en Coruscant... así que cogí el Halcón Milenario II, mi flamante yate espacial, y decidí darme una vuelta por los antiguos escenarios de mis andanzas. Con lo que no contaba, por supuesto, era con encontrarme contigo -concluyó, al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.
Hice un gesto de indiferencia e intenté responderle, pero se me adelantó; era evidente que deseaba desahogarse, aunque tuviera que ser con alguien tan insignificante como yo.
-No te pues imaginar lo solo que estoy. Leia está cada vez más volcada en sus actividades políticas, los niños se han hecho mayores, Luke se convirtió en el Gran Maestre de la Nueva Orden Jedi desentendiéndose de cualquier otra cosa... hasta el bueno de Chewbacca, el único que me fue fiel hasta el final, acabó abandonándome.
-¿Y eso? -exclamé sorprendido; Han y el gigante peludo habían sido siempre uña y carne.
-Pobrecillo, no fue culpa suya. Los médicos le diagnosticaron una enfermedad irreversible y él, incapaz de asumirlo, se vio abocado al suicidio.
-¿Una enfermedad irreversible? -exclamé con sorpresa-. El vigor físico de los wookies es proverbial... de hecho, son contados los que fallecen a causa de ellas. ¿De cuál se trató? -indagué, recurriendo a mis escasos conocimientos xenomédicos-. ¿Cáncer filiforme? ¿Peste escarlata? ¿Lepra galáctica? ¿Fiebres de Dagobah?
-No -respondió con un hilo de voz-. Alopecia.
Tras lo cual apuró de un trago la cerveza nahumita que estaba bebiendo y guardó silencio, abrumado sin duda por el peso de sus recuerdos.
Publicado el 4-12-2015