Eternidad



Los tiempos están cambiando. Mejor dicho, los tiempos han cambiado ya de una manera irreversible. ¿Esto es bueno, o es malo? Resulta difícil decirlo, aunque lo que resulta evidente es que las circunstancias en las que nos movemos, para bien o para mal, son muy diferentes a aquéllas a las que estábamos acostumbrados.

Y el principal cambio ha sido, sin duda, el hecho cierto de que Grecia ha dejado de ser el centro del mundo para convertirse en un trofeo más del insaciable imperialismo romano. Trofeo de lujo, por supuesto, nada que ver con esas atrasadas provincias apenas civilizadas que han contribuido a redondear sus cada vez más extensas fronteras, pero trofeo al fin y al cabo. Grecia, pues, ha perdido de forma definitiva su libertad, esa maravillosa libertad cuya defensa asombró al mundo cuando nuestra pequeña nación le plantó cara al gigante persa, pero que mal entendida fue también responsable de las luchas intestinas que desgarraron a nuestra nación impidiéndole ser todavía más fuerte.

Tuvo que ser un macedonio, es decir, un cuasibárbaro apenas civilizado, quien la unificara a la fuerza acometiendo a continuación la increíble hazaña de someter al imperio persa, y tuvieron que ser asimismo otros cuasibárbaros, los toscos y tenaces herederos de Rómulo y Remo, quienes zanjaran de raíz sus interminables querellas convirtiéndola en una provincia romana donde su voluntad es ley.

Esto ha afectado tan profundamente a todos los griegos que ni tan siquiera nosotros, los inmortales dioses olímpicos, hemos sido capaces de sustraernos al férreo dogal de los advenedizos, pero poderosos, quirites. De hecho, y aunque ellos prometieron respetarnos, lo cierto es que, en vez de venerarnos tal como hubiera sido lo lógico, han optado por asimilarnos a sus toscos dioses aldeanos, algo que inevitablemente habría de herir la sensibilidad de cualquier griego devoto a la par que atenta gravemente contra nuestra propia y divina dignidad.

Pero esto es lo que hay... y para colmo de ignominia, la insufrible burocracia romana determinó que esta asimilación, ya de por sí humillante, había de ser realizada de forma individual, a petición de los interesados, mediante la preceptiva convalidación de nuestra divinidad por parte de un comité formado por sacerdotes de sus principales templos, como si nadie mínimamente cultivado supiera quienes somos nosotros sin necesidad de tener que identificarnos con alguna de sus grotescas divinidades. Y no contentos con ello, nos obligaban además a someternos a un proceso burocrático absurdo y farragoso mediante el cual resolverían, si les placía, en cual de sus dioses nos tendríamos que transformar si queríamos recibir culto en su naciente imperio.

Tamaña osadía generó, como no podía ser de otra manera, un encendido debate entre nosotros. Pero para decepción mía, fueron muy pocos quienes apoyaron mi firme oposición a las pretensiones de semejantes patanes, siendo muchos por el contrario quienes callaron o, todavía peor, propusieron contemporizar con los nuevos amos accediendo a sus impías pretensiones. Su argumento no era otro que la presunción, para mí patéticamente equivocada, de que así podríamos extender nuestro culto hasta mucho más allá del ecúmene, añadiendo los más cínicos que, dada la impiedad cada vez más extendida entre los griegos, ésta sería la mejor manera de recobrar nuestra antigua importancia gracias a los nuevos fieles que esta metamorfosis nos proporcionaría.

El problema, en el cual parecían no reparar, estriba en que nosotros no seguiríamos siendo los dioses olímpicos, sino tan sólo unas burdas caricaturas suyas desdibujadas, por si fuera poco, bajo la identidad de las burdas deidades romanas, lo que tarde o temprano -y esto para alguien inmortal significa inmediatez- acabaría acarreando nuestra inexorable desaparición.

Pero no hubo manera alguna de convencerlos de su error, y al tratarse de un procedimiento individual y no colectivo, lo que demuestra bien a las claras el ladino interés romano en dividirnos para alcanzar sus planes, poco a poco se fueron produciendo defecciones. Cierto es que algunos salieron ganando indiscutiblemente con el cambio, tal como les ocurrió al miserable parricida de Cronos, transmutado en el venerable Saturno, o a Zeus, ese sinvergüenza rijoso que jamás hubiera podido soñar con revestirse de la autoridad y el prestigio de Júpiter; pero no se puede decir lo mismo de la mayoría de los renegados, que incluso se han visto obligados a codearse con dioses tan vulgares como Jano o Vertumno, los cuales jamás habrían sido admitidos en nuestro monte Olimpo.

Y lo peor de todo es que muchos de estos desertores no sólo no reniegan de su metamorfosis, sino que en su desfachatez llegan incluso a jactarse de ella; hace poco me encontré con mi amigo (aunque quizá sería más preciso hablar de ex-amigo) Hermes, ahora transmutado en Mercurio; no sólo me forzó a soportar contra mi voluntad un panegírico de los nuevos tiempos, para él idílicos, sino que por si fuera poco tuvo la desfachatez de intentar convencerme para que lo imitara.

Huelga decir que con tan burda maniobra lo único que consiguió fue reafirmarme en mi negativa a aceptar semejante regalo envenenado. Además yo no soy un dios secundario, ni tampoco un advenedizo recién llegado al Olimpo fruto de un desliz amoroso de alguno de mis frívolos compañeros. No, desde el inicio de los tiempos yo siempre he sido una de las más importantes deidades griegas, tuve una intervención destacada en la lucha contra los titanes y los gigantes e impuse en infinidad de ocasiones mis sabias opiniones a mis no siempre sensatos colegas. Por ello no me importa que ahora me hayan dado de lado abandonándome en este Olimpo fantasmagóricamente vacío. Yo estoy en posesión de la razón, sé que la tengo, y la seguiré defendiendo, aunque sea en solitario, pese a quien pese.

El tiempo me dará la razón, estoy convencido de ello, y cuando esta moda pasajera fracase, todo volverá a ser como antes y mi prestigio se verá de esta manera reforzado. No necesito travestirme de dios romano para sobrevivir, siempre he ostentado orgulloso mi nombre y lo seguiré ostentando para disfrute de mis adoradores. Yo soy el gran dios Epocnos, siempre he sido conocido por este nombre y siempre se me conocerá por él hasta el final de los tiempos. Porque mi nombre es, y será, tan inmortal como lo soy yo.


Publicado el 22-12-2016