La verdadera historia de la conquista del Everest



Edmund Hillary estaba exultante. Tras una dura escalada él y su compañero Tenzing estaban a punto de lograr la proeza de coronar la cima del Everest por primera vez en la historia, algo en lo que habían fracasado anteriormente todos cuantos lo hubieron intentado, algunos de los cuales con un final trágico como el de la expedición de George Mallory y Andrew Irvine, que tres décadas atrás habían sido tragados por la implacable montaña.

Pero ellos triunfarían, de esto estaba convencido el audaz escalador neozelandés. Apenas les quedaban por recorrer unos centenares de metros para alcanzar su destino, y ya saboreaba mentalmente las mieles del triunfo.

Fue al doblar un farallón que impedía la visión de la cumbre cuando toparon con una inesperada sorpresa: el estrecho sendero por el que caminaban estaba cortado por una barrera. Junto a ésta de alzaba una caseta, de la que salió un sherpa soltando una parrafada en nepalí de la que no entendió ni una sola palabra.

-¿Qué dice? -preguntó perplejo a su compañero.

-Que la tarifa por alcanzar la cima es de mil dólares o su equivalente en libras esterlinas, y que no acepta moneda local. A mí, por ser de aquí, me lo deja en la mitad.

-Pero... ¿Cómo es posible? Se supone que nosotros hemos sido los primeros en llegar.

-Está comprobado que los anglosajones siempre pecaréis de ombliguismo -respondió el sherpa-. Cierto, tú serás el primer occidental en conquistar el Everest y nadie te disputará la gloria de tu triunfo. Pero eso no reza para los habitantes del Himalaya, a los que seguiréis menospreciando excepto en lo relativo a utilizarnos como guías y porteadores.

-Está bien -concedió a regañadientes Hillary-. Supongo que no quedará otro remedio que pagar el peaje si queremos hacernos las fotografías que servirán como prueba de que llegamos hasta el final. El problema está en que no dispongo de esa cantidad en metálico.

-En esto no hay ningún problema -le tranquilizó Tenzing tras cruzar unas palabras con su compatriota-. El guarda dice que puedes hacerlo con un cheque o un pagaré, incluso manuscrito; bastará con tu firma, al fin y al cabo eres un caballero británico, no vamos a entrar en sutilezas sobre tu nacionalidad, y confían en tu palabra.

Ya en el camino de descenso Hillary, todavía afectado por la sorpresa, le comentaba a su compañero:

-Lo que no entiendo es como el guarda es capaz de subir y bajar aquí todos los días; porque lo que está claro es que no podría vivir en esa pequeña caseta, y además está el tema de los suministros de víveres.

-¡Oh, por supuesto que no! -exclamó risueño el sherpa-. Por muy acostumbrados que estemos a vivir en el Himalaya, ¿crees que le apetecería a nadie pegarse semejante paliza?

-Entonces, ¿cómo lo hacen?

-¿Cómo va a ser? Usando el funicular que llega hasta aquí por una ladera diferente de la que utilizan los escaladores, para pasar desapercibido.

-¿Un funicular? ¿Y nosotros jugándonos el tipo?

-Bueno, en esto radica la aventura con la que tanto disfrutáis los occidentales, consistente en buscar lo difícil y ser más chulos que nadie. Por esa razón ocultamos su existencia a los extranjeros, dejando que los escaladores lo hagan a su manera; les decepcionaría saber que su esfuerzo no serviría de nada si cualquier turista pudiera llegar hasta el final cómodamente sentado. Así todos quedamos contentos y de paso recaudamos un dinero que le viene muy bien a mi país.

Hillary no volvió a abrir la boca hasta que llegaron al campamento base; prefería darle vueltas a la cabeza pensando si debería hacer público o no lo que había descubierto. Finalmente optó por callar; al fin y al cabo Tenzing tenía razón; corría el riesgo de caer en el ridículo si contaba la verdad, aparte de que estaría en riesgo el ingreso en la Orden del Imperio Británico que le habían prometido. Aún más, estaba convencido de que todos los que llegaran después de él a la cima del mundo adoptarían la misma decisión... por la cuenta que les traía.


Publicado el 6-11-2024