La verdadera historia del Flautista de Hamelin



Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi al Flautista cuando di con él en un tugurio de mala muerte de una ciudad cuyo nombre he olvidado. Pese a nuestra antigua amistad jamás llegué a saber su nombre real ya era conocido por todos por el apelativo de su profesión, al igual que yo respondía por el apodo de... bueno, dejémoslo, esto es algo que no tiene la menor importancia.

Yo pasaba entonces por una buena racha, estaba contento y al descubrir la inconfundible figura de mi larguirucho amigo corrí a saludarle. Él, que estaba sentado de espaldas en un taburete, se dio la vuelta y me devolvió el saludo con un gesto tal de tristeza que no tuvo por menos que helarme el corazón. Así pues, tras arrastrarlo a un reservado y obligarle a cambiar el brebaje que estaba bebiendo por lo menos malo había en la taberna, le insté a que se sincerara conmigo.

Tras una inicial resistencia mientras pugnaba su amor propio con su necesidad de desahogarse con alguien, finalmente triunfó esta última y mi amigo comenzó a relatarme sus cuitas. He de anticipar que, tal como su apelativo indicaba, mi amigo era músico, si bien ejercía su profesión de una manera bastante peculiar ya que había descubierto un uso para su instrumento tan poco convencional como lucrativo. Fingiendo ser un exterminador de plagas iba de pueblo en pueblo ofreciendo sus servicios para erradicar las plagas de roedores y de otras alimañas que solían traer de coronilla a sus habitantes; y realmente lo conseguía gracias a un don especial merced al cual, sirviéndose de las melodías que entonaba con su flauta, lograba atraer a estos animales que, hipnotizados por la música, le seguían como corderillos, siéndole fácil arrastrarlos hasta algún río o algún despeñadero cercano en el que todos ellos se inmolaban.

Era éste un trabajo honrado y sumamente beneficioso para los lugareños, pero decepcionado mi amigo por los magros beneficios que le rendía -entre sorbo y sorbo no dejaba de rezongar acerca de la cicatería de los aldeanos a la hora de recompensarle por sus servicios-, acabó urdiendo un plan para arrancar de sus codiciosas bolsas las monedas que en justicia le correspondían y que de tan miserable forma le negaban esgrimiendo excusas tan falsas como que la cosecha había sido muy mala, que los impuestos les comían todo lo que ganaban y otras falacias por el estilo.

Así pues, cambió de estrategia. Una vez erradicada la plaga, en vez de solicitar un pago razonable que indefectiblemente le era regateado por sus cachazudos clientes, optó por pedir unas cantidades exorbitadas buscando lograr no un regateo, sino una rotunda negativa por parte de los mezquinos agricultores. Simulaba entonces marcharse del pueblo sin cobrar un chavo y con el rabo entre las piernas, a veces incluso bajo amenazas de recibir una paliza si osaba volver a aparecer por allí; pero se trataba tan sólo de un fingimiento necesario para llevar a cabo la segunda parte de su plan.

Una vez llegada la noche, cuando ya todos dormían, volvía al pueblo y, tomando su flauta, entonaba una melodía diferente de la empleada para atraer a las alimañas, la cual tenía la facultad de resultar un reclamo irresistible para todos los niños de la aldea al tiempo que sumía a los adultos en un profundo sopor que les impedía descubrir las maquinaciones del audaz secuestrador. Llevando tras de sí a los tiernos infantes los escondía en un lugar seguro que había preparado previamente -pese a mi curiosidad rehusó darme detalles- y, tras dejar pasar el tiempo suficiente para que los atribulados padres fueran conscientes del rapto, volvía al pueblo ofreciéndoles el retorno de los niños a cambio de una recompensa que acostumbraba ser el doble o más, según la opulencia del lugar, de la cantidad pedida inicialmente. Si los burlados aldeanos aceptaban él cumplía con su compromiso y les devolvía a sus hijos sanos y salvos. Pero si, cegados por la avaricia, seguían rehusando pagar... bien, él conocía otras maneras alternativas de dar salida a la mercancía con un razonable beneficio, con lo cual nunca perdía.

Si piensan que me escandalizaron las maquinaciones del Flautista están equivocados; cada cual intenta buscarse la vida como buenamente puede, y cuando naces pobre y sabes que tu destino es vivir como un perro apaleado y morir pobre y desamparado, es inevitable que tu concepto de la frontera entre el bien y el mal se diluya bastante. Yo no he sido nunca un angelito a la hora de luchar por mi supervivencia, por lo que valoré bastante más la astucia de mi amigo que unas leyes hipócritas redactadas a medida de los intereses de los que mandaban.

Por ello, una vez terminado su relato le felicité efusivamente por su ingenio y por su mágica habilidad musical. Él me lo agradeció con una triste sonrisa, respondiéndome que si bien en un principio su industria le había rendido pingües beneficios, más adelante cambiaron las tornas hasta el punto de resultarle imposible continuar con su plan. Gracias al dinero ganado pudo vivir decorosamente durante un tiempo, pero en el momento en el que yo le encontré se hallaba completamente arruinado y sin perspectivas de que su futuro pudiera mejorar.

Sorprendido, le pregunté los motivos por los que su flauta mágica ya no le funcionaba.

-¿Por qué va a ser? -exclamó airado-. La culpa la tienen los malditos teléfonos móviles, las tabletas, las videoconsolas y los demás aparatos del infierno. Los chicos de ahora están tan obnubilados con los videojuegos, las redes sociales o las mensajerías que no prestan la menor atención a ninguna otra cosa, incluyendo mi flauta. Estoy desesperado, y no sé qué hacer.

Intenté consolarle, pero sirvió de poco. Mis conocimientos del tema eran bastante limitados, de hecho utilizo el teléfono móvil tan sólo para hablar y jamás he entrado en las redes sociales por parecerme una pérdida absurda de tiempo, razón por la que no me resultaba fácil aconsejarle. Pero algo había leído al respecto, y gracias a Caco de repente me vino la inspiración.

-Oye -le dije-, ¿por qué no te olvidas de ir de pueblo en pueblo como alma en pena y te dedicas a hacer lo mismo, o parecido, vía internet? No sé, puedes abrir un blog, un perfil en las redes sociales, un canal en YouTube...

-Me temo que para mí es demasiado tarde -suspiró-. Pero te agradezco tu amistad y tu interés, y nunca olvidaré tu apoyo.

Tras lo cual, dándome un abrazo, se despidió de mí abandonando el local. De nuevo le perdí el rastro, principalmente porque tuve mala suerte en uno de mis negocios viéndome obligado a aceptar durante una temporada la hospitalidad forzada que me otorgó el gobierno. Cuando tras varios años y un día estuve libre de nuevo, me encontré con demasiado tiempo libre y sin grandes cosas que hacer, al no atreverme a reanudar mis actividades productivas hasta que no se calmaran un tanto las aguas y la policía se olvidara definitivamente de mi insignificante persona. Por fortuna, había sido previsor y contaba con suficientes ahorros guardados en un lugar seguro.

Así pues, decidí matar el ocio navegando por internet. Me compré un ordenador nuevo y, tras familiarizarme con la apabullante oferta informativa, comencé a estudiar la manera de diversificar mis fuentes de financiación aprovechándome de estas nuevas herramientas. Aunque, claro está, también lo hacía por puro divertimento; siempre he sido curioso, y la ventana que la red me abría al mundo era demasiado golosa como para desperdiciarla.

Fue por casualidad como encontré el rastro de mi amigo el Flautista. Resultó que, mientras yo estaba alejado del mundanal ruido, él había seguido mi consejo de forma provechosa, convirtiéndose en un youtuber y un bloguero de éxito sobre todo entre los preadolescentes y adolescentes, que le adoraban. Algunos medios de comunicación le ponían como ejemplo de adaptación a las nuevas tecnologías, añadiendo que era uno de los pocos privilegiados que habían conseguido obtener pingües beneficios de ello. Vamos, que se había hecho rico gracias precisamente a lo mismo que a punto estuvo de arruinarle.

Me alegró, por supuesto, verle convertido en un triunfador, aunque he de reconocer que no pude evitar sentir ciertas punzadas de envidia. Y si bien en un principio pensé escribirle un correo electrónico felicitándolo, finalmente renuncié a ello ya que lo último que deseaba era que pudiera pensar que le pedía ayuda justo en uno de los momentos más bajos de mi carrera; y es que uno tiene su orgullo.

Eso sí, he decidido aprender a tocar algún instrumento. Por si acaso.


Publicado el 10-7-2017