Gulliver en el País de los Pitufos



Lentamente Lemuel Gulliver fue recuperando la consciencia. La tempestad, el naufragio del barco en el que viajaba, el precario refugio del trozo de madera al que se aferró, la llegada a una playa desconocida completamente extenuado... de forma paulatina todo el azaroso discurrir de las últimas horas de su vida fue aflorando en su embotada mente.

Con un gemido intentó incorporarse, sintiendo que no podía hacerlo. Poco a poco, con temor, abrió los ojos descubriendo que yacía de espaldas en la suave arena de la playa estando amarrado por multitud de pequeñas cuerdas que se entrelazaban a lo largo de todo su cuerpo, las cuales estaban sujetas a unas estacas sólidamente clavadas en el suelo.

Intrigado miró más allá, descubriendo una multitud de pequeños seres de apenas un palmo de estatura que le contemplaban expectantes. Se trataba de hombrecillos en miniatura cuya piel ostentaba un llamativo color azul; desnudos de cintura para arriba su única indumentaria eran unos calzones blancos, tocándose la cabeza con algo parecido a un gorro frigio de idéntico color. Descubrió con sorpresa que poseían también un pequeño rabo, asimismo de color azul.

-¡Vaya, ya despertaste! -oyó que una vocecilla aguda exclamaba junto a su oído.

Volviendo trabajosamente la cabeza -también le habían atado los cabellos- contempló frente a su rostro, subido sobre una improvisada tarima, a uno de esos hombrecillos que, a diferencia del resto, iba ataviado de rojo y portaba una poblada barba.

-¿Quién eses? -logró balbucear- ¿Dónde estoy?

-¿Bromeas? -respondió el que según todas las apariencias era el jefe de los hombrecillos- Sabes de sobra que soy Papá Pitufo, y sabes también donde estás. Pero esta vez, Gargamel, tus artimañas no te servirán de nada, hemos logrado atraparte mientras dormías y nunca más conseguirás amenazar la paz de nuestra aldea. Tu pérfida existencia ha llegado a su fin.

-¿Papá Pitufo? ¿Gargamel? ¿De qué me estás hablando? Yo soy Lemuel Gulliver, súbdito británico, y he sido víctima de un naufragio. No sé quienes sois ni deseo haceros el menor daño, tan sólo quiero recuperarme y poder volver a mi país.

-No te soltaremos. -respondió el diminuto personaje- Nos has hecho padecer demasiado como para que podamos confiar en tus arteras palabras. Y da gracias a que somos enemigos de la violencia; no te haremos daño, pero permanecerás atado hasta que dejes de ser una amenaza para nosotros. Vámonos, pitufos.

-¡Pero yo! -exclamó Gulliver desconcertado- ¡Yo no soy ese que decís, no sé de qué me estás hablando! Tan sólo quiero... -repitió en vano, puesto que los pitufos, haciendo caso omiso a sus palabras, comenzaron a retirarse de la playa dejándole abandonado e inerme.

Evidentemente pretendían hacerle fallecer de sed y de inanición, si otros peligros ignorados no conseguían acelerar el fin de su existencia. Luchando contra la fatiga Gulliver intentó romper las ligaduras que le atenazaban, contundentemente sólidas pese a su aparente fragilidad, pero no fue sino hasta que el día comenzó a alborear cuando consiguió liberar un brazo. El resto resultó ya relativamente fácil. Estaba libre, pero profundamente debilitado por las penurias del naufragio y por el tiempo que llevaba sin comer ni beber.

Lo segundo fue relativamente fácil de resolver gracias al agua de un arroyo que desembocaba en el mar junto a la playa, pero la cuestión del alimento resultó ser más peliaguda debido a que tanto la vegetación que le rodeaba como los huidizos animales que habitaban en su interior demostraron ser de un tamaño tan diminuto como el de esos extraños enanos -pitufos, creía recordar que se habían autodenominado- y, por lo tanto, difícilmente capaces de saciar su voraz apetito. Por fortuna logró encontrar unos árboles cuyos frutos, de aspecto y sabor similares a los de las naranjas, pero de tamaño equivalente al de un guisante, lograron calmarlo siquiera en parte.

Una vez satisfechas sus necesidades más perentorias, se vio obligado a plantearse el camino a seguir. Por un lado deseaba castigar a tan inhospitalarias criaturas, pero desconocía por completo la geografía del lugar y tampoco sabía donde podría encontrarse su aldea, probablemente escondida en lo más espeso del bosque. Y por encima de todo, lo que deseaba era volver a tierras civilizadas.

El descubrimiento de uno de los botes del naufragado buque, milagrosamente intacto y varado en la playa, le ayudó a decidirse. Tras comprobar que no presentaba vías de agua, llenó en el arroyo un pequeño barril que descubrió en su interior, colmó los bolsillos de su casaca con los pequeños frutos y, sin encomendarse a nada ni a nadie, se embarcó rumbo a mar abierto.

Tuvo suerte; una semana después, cuando hacía ya tiempo que había agotado sus magras provisiones y veía cernirse sobre él el fantasma de la muerte, su pequeña embarcación fue avistada por un buque inglés que, tras rescatarle más muerto que vivo, le llevó de vuelta a su país.

Lo que entonces desconocía Gulliver era que todavía debería vivir sorprendentes aventuras en remotos y exóticos lugares tales como el País del Fútbol, donde era considerado delito, y castigado con duras penas de cárcel, no ser aficionado a ese deporte; el País de los Tertulianos Radiofónicos, donde era obligatorio seguir las tertulias durante un mínimo de ocho horas al día o, el más peligroso de todos con diferencia, el País de los Políticos en Campaña Electoral, donde se vería sometido a las más azarosas circunstancias de toda su larga vida. Pero esto corresponde ya a otra historia, y será narrado en su momento.


Publicado el 16-1-2011