La verdadera historia del hombre lobo



Epaminondas Gutiérrez, director del Servicio Municipal de Atención Animal, al que algunos maledicientes se referían como la perrera, se acababa de incorporar al trabajo cuando una discreta llamada a la puerta del despacho distrajo su atención de la lectura del parte redactado por el retén nocturno, el cual había encontrado, como siempre, sobre la mesa.

Tras dar el oportuno permiso descubrió que el visitante era Cirilo Atapuerca, el capataz del turno de mañana, el cual incumpliendo su impenitente rutina, al parecer no había esperado siquiera a tomarse el carajillo -o carajazo- con el que solía desayunarse todos los días, nada más llegar, en el bar de la acera de enfrente.

-¿Qué desea, Atapuerca? -gruño molesto-. ¿No ve que estoy leyendo el parte nocturno?

-De eso quería hablarle, jefe -el empleado se mostraba incómodo-. ¿No ha encontrado nada raro?

-¿Aquí? -se extrañó el director señalando con el dedo a los papeles-. En realidad no... a no ser que se refiera al pingüino emperador que recogieron junto al río. Aunque, la verdad, dada la moda que le ha entrado últimamente a la gente de tener mascotas exóticas, ya no me sorprende ninguno de los bichos raros que recogemos en la calle: una anaconda, un panda rojo del Himalaya, un armadillo, un casuario... cualquier día nos encontraremos con un dodo o con un velocirraptor, recuerde lo que le digo. Por cierto -añadió hablando para sí mismo-; ¿qué demonios comerá el dichoso pingüino? Porque como no le gusten las sardinas, apañados vamos.

-No, jefe -insistió su subordinado-. Me refería al perro...

-¿Qué perro? Si lo que menos recogemos son perros, la gente los cuida mejor que si fueran sus hijos... -bufó Gutiérrez pasando las hojas con la yema del dedo-. Ah, sí, aquí está, el parte de entrada de un perro: raza desconocida... tamaño grande... muy agresivo, hubo que sedarlo... carece de chip y de cualquier otro tipo de identificación... se le vacunó de la rabia y se le desparasitó... fue depositado, todavía dormido, en la jaula siete. ¿Qué tiene de particular? -tronó, levantando la vista de los papeles y clavándola en el empleado cual si quisiera atravesarle con la mirada-. ¿Para eso me molesta?

-Yo... -porfió Atapuerca, encogiéndose todo cuanto le fue posible-. Desearía que me acompañara a verlo, si no le importa.

Sí le importaba, ya que le fastidiaba enormemente que esa pandilla de vagos que tenía a su cargo no fueran capaces de hacer las cosas por sí solos, por muy rutinarias que éstas pudieran ser; pero pensando que la mejor manera de quitarse de encima a semejante pelmazo sería siguiéndole la corriente, suspiró profundamente y se levantó de la silla siguiendo al nervioso lacero. Por el camino, huelga decirlo, fue rumiando los términos del broncazo que le echaría una vez demostrado que le había molestado para nada.

Pero las palabras le huyeron de la boca, que abrió como si por ella fuera a salir repentinamente un vagón de metro, cuando descubrió lo que estaba encerrado en la jaula número siete.

-¡Pero... -balbució- si esto no es un perro!

Porque evidentemente no lo era, ya que se trataba de un hombre desnudo acurrucado en posición fetal sobre el frío y sucio suelo de cemento de la jaula.

Y volviéndose hacia el desdichado celador, le gritó a voz en cuello:

-¿Se puede saber qué es esta broma?

-Yo... señor... le juro a usted que no es ninguna broma... cuando hice la ronda, después de relevar a Peláez, me lo encontré así... yo no he tocado nada y he ido inmediatamente a avisarle...

-¿Dónde está Peláez? -Gutiérrez no se iba a conformar sin tener una víctima propiciatoria para el holocausto-. Quiero que venga inmediatamente. Alguien va a pagar caro por esto. ¡Como se entere el concejal estamos apañados!

Porque Epaminondas Gutiérrez, es necesario advertirlo, sospechaba que pudiera tratarse de una maniobra de alguno de esos grupos de ecologistas, animalistas o lo que demonio fueran, que se dedicaban a tocar las narices a los honrados funcionarios municipales tildándolos de torturadores o incluso de cosas peores... y daba por supuesto que el fulano se había introducido en la jaula con la connivencia de alguno de sus subordinados. ¿Cómo si no?

-Esto... Peláez se fue a casa hará cosa de media hora, justo cuando yo le relevé...

-¡Pues que venga si en algo estima su empleo! -fulminó cual Agramante reencarnado-. Y más le vale que no tarde, si no quiere verse recogiendo boñigas en el zoo.

Peláez no tardó demasiado en llegar ya que, aunque hubo que sacarle a empujones de la cama, vivía a apenas dos manzanas de allí. La verdad es que llegó más dormido que despierto y con cara de pocos amigos, pero los ojos se le abrieron como platos cuando contempló al cautivo, el cual continuaba dormido y tal como le trajo Dios al mundo al haberse negado rotundamente su superior a taparlo con una manta, al tiempo que soltaba una florida antología de denuestos e improperios contra semejantes fulanos.

-Yo... -exclamó perplejo-. Yo le juro a usted, señor Gutiérrez, que lo que encerramos aquí fue un perrazo enorme de color negro, con unos colmillos que le sobresalían una cuarta del hocico. Menos mal que estaba dormido... Mire usted, que se lo enseño.

Dijo, al tiempo que rebuscaba en los cajones de la cercana mesa hasta encontrar la ficha, que llevaba adherida una fotografía. Efectivamente, se trataba de un perro de gran tamaño cuyo aspecto coincidía con la descripción que le había dado.

-¿Me toma por imbécil? -el rostro de Epaminondas Gutiérrez se había teñido de un hermoso color escarlata-. Si no fue usted, ni fueron los que le trajeron, alguien le debió de dar el cambiazo mientras hacía el relevo... Atapuerca dice que tardó media hora en enterarse.

-Imposible -exclamaron ambos reos al unísono, al tiempo que se deshacían en excusas jurando y perjurando que las llaves habían pasado directamente de las manos del uno a las del otro, sin posibilidad de que ningún extraño las cogiera.

Estaba maquinando el director de la perrera la manera más eficaz de empurarlos en compañía de los integrantes de la brigada nocturna responsable de tan insólita caza, cuando un gemido inarticulado llamó la atención de todos ellos. Se trataba del prisionero, que estaba despertando y se restregaba con la mano el ronchón rojo que tenía en una nalga. Instantes después se revolvió, incorporándose hasta quedar sentado en el suelo y miró fijamente a sus estupefactos captores.

-¿Do... dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes? -preguntó con voz estropajosa, víctima todavía de los efectos de la anestesia.

-Sería mejor que empezara diciéndonos quién es usted y qué demonios hace aquí -bramó Gutiérrez sacando barriga, que no pecho, al ser ésta la parte más prominente de su anatomía-. Aunque bien pensado -añadió mordaz-, tendremos que creernos lo que nos diga, porque me temo que no debe de llevar encima el carnet de identidad ni ningún otro documento acreditativo...

-Yo... ¿podrían sacarme de aquí? -suplicó el prisionero-. Y de paso darme algo de ropa... me estoy helando.

-Atapuerca, ábrale la puerta y busque por ahí alguna manta -ordenó Epaminondas, satisfecho de poder hacer ejercicio público de su autoridad-. Y usted, Peláez, mande buscar a los de la brigada nocturna. Los quiero aquí ya mismo.

-Señor director -objetó el interpelado recordando su propia experiencia-, seguramente estarán durmiendo...

-¡Como si están...! -soltó una obscenidad-. ¡Ya están viniendo aquí si no quieren verse en la cola del paro! ¡Y usted! -añadió dirigiéndose al recluso-. Como sea uno de esos fulanos que se dedican a salir en pelotas en los periódicos, embadurnados con pintura roja, para poner a parir a quienes según ellos maltratan a los animales, le juro que le hago tiritas con mis propias manos y se las doy a comer a los bichos que tenemos aquí guardados.

El interpelado, visiblemente cohibido, se limitó a encoger los escuálidos hombros, envolviéndose en la manta -la que usaban para los perros, pensó malévolamente Gutiérrez- que Atapuerca le tendía a través de la abierta puerta.

-Ustedes vengan a mi despacho -ordenó con aplomo. Y en un arranque de generosidad nada habitual en él, añadió-. Aunque quizá no esté de más que alguien vaya al bar de enfrente a por un café con leche y algo de comida, posiblemente este tipo tenga hambre.

Minutos después todos ellos estaban reunidos en el despacho de Epaminondas Gutiérrez: el intruso sentado enfrente suyo envuelto en la sucia manta y con ésta y unas botas de agua que le habían prestado piadosamente como único atavío, y el resto de los empleados municipales -Atapuerca, Peláez y los hasta los somnolientos miembros de la brigada nocturna que habían capturado al misterioso perro. Un vaso y un plato vacíos mostraban que, efectivamente, el visitante había llegado con el estómago vacío.

-Y bien... -le invitó a hablar su cancerbero manteniendo el tono autoritario propio de su rango-. Ahora me explicará quién es usted y por qué demonios se metió allí.

-Yo... -respondió el reo arrebujándose en la manta-. Yo no me metí. Me metieron esos señores -añadió señalando a los laceros-... vamos, eso supongo, porque estaba anestesiado.

-¿Pretende reírse usted de mí? -explotó Epaminondas dando un fuerte puñetazo a la mesa, una de sus habilidades favoritas para hacer guardar la disciplina a sus subordinados-. Ellos lo que trajeron fue un perro... que por cierto ha desaparecido.

-Es que eso que usted llama perro era yo... -musitó con un hilo de voz el desdichado. Y antes de que Gutiérrez pudiera responder añadió-. Soy un licántropo.

Al director de la perrera eso de licántropo le sonaba a millonario que gastaba su dinero en fundar museos y cosas por el estilo, algo que no le cuadraba con la esmirriada figura que tenía delante, más parecido a un perroflauta que a otra cosa. Así pues enarcó las cejas dispuesto a montar una buena bronca cuando el desmedrado personaje, al que no le había pasado desapercibida su metamorfosis facial, explicó:

-Licántropo, hombre lobo... ya sabe usted, esos seres que las noches de luna llena se transforman en lobos.

Epaminondas Gutiérrez no era tan inculto, había visto películas en las que salían semejantes personajes; pero, claro está, no pensaba que fuera a ir a tropezar con uno de ellos. Así pues, respondió en un tono extrañamente calmado:

-¿Pretende usted que me crea eso? Sabe tan bien como yo que los hombres lobos no existen, salvo en el cine.

-Ojalá fuera así -suspiró su interlocutor-. Me ahorraría muchas torturas. Por desgracia lo soy; no es necesario que le explique las razones que me llevaron a convertirme en él, bástele con saber que yo soy una persona normal salvo cuando, una vez cada cuatro semanas, llega la luna llena y me convierto, durante esa noche, en un ser mitad hombre mitad lobo. Para evitar problemas, puesto que mientras dura esta metamorfosis no soy dueño de mis actos, hace ya tiempo que habilité en mi casa una habitación, a modo de celda, en la que me encierro la víspera y de la que sólo puedo salir, gracias a un mecanismo de relojería, una vez que el proceso ha terminado. Lamentablemente esta vez dejé mal cerrada la puerta por error, por lo que una vez convertido en licántropo pude escaparme, comenzando a vagar sin rumbo por las calles hasta que fui capturado por sus hombres. Espero que mientras tanto no causara ninguna trastada...

-Sí, y yo soy Caperucita Roja -le contradijo el director-. O me cuenta otra historia más creíble, o le mando derecho a la policía, usted verá...

-¡Pero es que es cierto lo que le digo! -exclamó el presunto hombre lobo mirando de uno a otro lado en busca de una ayuda que no le llegó, puesto que tanto Atapuerca como el resto de sus compañeros tenían sus mejores caras de póker-. ¡Por Dios, tienen que creerme! Anoche fue luna llena, eso es fácil de comprobar mirando en un calendario. Y si yo no fuera ese perro que dicen sus hombres que capturaron y encerraron, ¿cómo podría haber entrado en la jaula, si ésta estaba cerrada con llave? Además -hizo una pausa y, tras levantarse y soltar la manta que le cubría, mostró la irritada nalga-, ¿qué me dicen de esto? ¿O del desinfectante que me echaron encima, al que todavía huelo?

-Jefe -intervino tímidamente Peláez-, yo le puse la vacuna de la rabia al perro justo en el anca de ese lado...

El interpelado se pasó la mano por el rostro, cual si quisiera conjurar lo que se le antojaba un mal sueño, y habló con un tono inusitadamente tranquilo:

-Está bien. Sigo sin creer una sola palabra de toda esta historia, pero supongo que lo mejor será resolverla de una manera civilizada. ¡Usted! -exclamó señalando al visitante-. Supongo que tendrá un domicilio, o una dirección a la que ir.

Y ante la muda afirmación de interpelado, prosiguió:

-Así que usted, Peláez, y ustedes dos -señaló a los laceros del turno nocturno-, cogerán a este individuo y lo llevarán a donde él les diga en la furgoneta del servicio; a la menor sospecha de que nos ha tomado el pelo, le dejan en la comisaría más próxima. Y no se olviden de traer la manta y las botas, si no quieren que se las descuente del sueldo.

Pensando que ya habría terminado los interpelados -todos los allí presentes, excepto Atapuerca- hicieron ademán de abandonar el despacho, iniciativa que interrumpió el director con un gesto imperioso.

-¡Un momento! -exclamó éste al tiempo que abría uno de los cajones-. Todavía nos queda un trámite por hacer.

Y sacando un impreso que depositó sobre la mesa, exclamó:

-Señor mío, sea usted quien sea, lo cierto es que no puedo dejarse salir de aquí sin que antes abone las tasas que estipulan las ordenanzas municipales para la retirada de la vía pública de perros sin identificar, a las que hay que sumar el coste de la vacuna y el desparasitado. Aquí tiene usted el recibo, si es tan amable de rellenarlo y firmar... no, no hace falta que pague ahora, basta con que nos indique su número de cuenta. ¡Y no me mire con esa cara -amenazó-, o hago que le inserten un chip!


Publicado el 7-2-2015