La historia de Juan el pescador
Juan era pescador. Difícilmente se podía ser otra cosa en la pequeña aldea costera en la que nació, vivía y, muy probablemente, moriría, cuya única actividad posible era la pesca artesanal y a pequeña escala, dado que su minúsculo puerto no permitía el amarre de barcos grandes y las pedregosas tierras del interior, que se desplomaban sobre el mar en abruptos acantilados, eran malas para la agricultura y aun para la ganadería.
Juan tenía una barquita con la que se ganaba la vida al igual que lo hacían la mayoría de los pescadores del pueblo, y con ella sacaba lo suficiente para sobrevivir, para lo cual no necesitaba demasiado dado que pese a su edad, pasada ya con creces la juventud, permanecía soltero y vivía solo y sin familia en una pequeña casa heredada de sus padres.
La razón de su soltería no era otra sino que no le satisfacían las sencillas muchachas del pueblo, a las que encontraba toscas; pero a pesar de que nadie ponía en duda su virilidad, de cara a preservar su intimidad cada vez que alguien le preguntaba por su resistencia a contraer matrimonio él respondía, en tono burlón, que estaba esperando encontrar a una sirena.
Las aguas que rodeaban la aldea de Juan no eran buenas para la pesca. Sí lo eran las de la costa que se abría más allá del promontorio norte, pero las fuertes corrientes y los arrecifes las convertían en peligrosas y eran evitadas por los lugareños. Juan, más audaz o más imprudente que el resto de los pescadores, sí se atrevía a encaminarse con su barca hacia allí, sobre todo cuando los caladeros habituales se negaban a llenar sus redes y él no se resignaba a volver de vacío al puerto.
A las advertencias de sus alarmados -y envidiosos- compañeros, respondía que era cuestión de conocer suficientemente bien la costa y las mareas, y de disponer de una buena barca, para poder faenar sin peligro. No obstante, tan sólo recurría a ello cuando no conseguía una buena pesca en zonas menos peligrosas.
Un día de primavera estaba recogiendo las redes en la costa maldita, tal como la denominaban en el pueblo, cuando algo le llamó la atención. Cerca de la orilla, allá donde una minúscula cala se abría entre los farallones que caían a plomo sobre el agua, vio cómo una aleta caudal de gran tamaño se alzaba en el aire poniéndose vertical antes de sumergirse. La cola no le pareció de pez sino de cetáceo, por su tamaño quizá de un delfín. Pero en esa zona no se solían ver delfines, y menos tan cerca de una costa en la que corrían el riesgo de varar.
Bien, siempre hay una primera vez, se dijo más con curiosidad que con interés, puesto que los traicioneros escollos le impedían acercarse hasta el lugar en el que había visto al animal. Nada podía hacer, salvo mirar, tanto si éste volvía a mar abierto como si era arrojado por las olas a la orilla, y ni siquiera en ese caso sería fácil acercarse hasta allí por tierra para intentar aprovechar su carne antes de que las gaviotas pudieran dar buena cuenta de ella.
Interrumpiendo sus reflexiones el delfín volvió a emerger, esta vez de cabeza. Y la sorpresa de Juan fue mayúscula, puesto que no sabía de ningún delfín que tuviera cabellera y brazos. Aunque la distancia era demasiado grande para poder apreciar los detalles del rostro y el ser se volvió a sumergir inmediatamente, no le cupo la menor duda de que no se trataba de un animal, sino de una sirena.
Cuando volvió a puerto y, excitado, contó su visión, lo único con lo que se encontró fue con escepticismo y burlas. Puede que los pescadores fueran toscos e incluso, en ocasiones, supersticiosos, pero quedaba claro que no creían en cuentos de viejas. Hubo, incluso, quien se mofó de él a cuenta de que ya había encontrado su sirena y que al fin podría abandonar la soltería.
Profundamente humillado, Juan decidió no volver a hacer a nadie partícipe de sus descubrimientos, aunque durante bastante tiempo no se atrevió a volver al lugar en el que había atisbado a aquel extraño ser. En realidad, no sabía si temía más las burlas de sus convecinos en caso de ser descubierto rondando por allí, o volverse a encontrar con tan insólita aparición.
Pero un día, transcurridos varios meses y cuando ya casi había olvidado lo ocurrido, optó por doblar el promontorio harto de recoger las redes vacías. Llegó a su caladero habitual, echó las redes... y volvió a ver a su sirena allá en la lejanía, sin poder apreciar sus rasgos debido a la distancia pero comprobando de forma inequívoca que se trataba de un ser humano con cola de pez o, por decirlo con mayor precisión, de cetáceo.
Armándose de valor, Juan se irguió sobre la barca y, gritando y agitando los brazos, intentó llamar la atención de la sirena. Ésta sin duda le oyó, puesto que miró hacia él y, tras unos segundos de vacilación, desapareció bajo el agua.
Cuando volvió al pueblo, su rostro estaba tan demudado que los otros pescadores le preguntaron qué le había ocurrido. Prudentemente ocultó la verdadera naturaleza de su turbación, diciendo de forma atropellada que había estado a punto de chocar contra un escollo al intentar acercarse demasiado a la costa. Esto le valió toda una serie de reconvenciones acerca del peligro de acercarse a esa zona, pero al menos le libró de rechiflas o, aún peor, de ser tomado por loco.
Durante varios días permaneció encerrado en su casa, pero cuando tuvo la necesidad de volver a salir a la mar para ganarse el sustento no lo dudó un solo instante y, desoyendo las llamadas a la prudencia de los demás pescadores, volvió al lugar en el que por dos ocasiones había visto a la sirena. Aunque se negara a reconocerlo sabía que se había enamorado de ella, convirtiendo en realidad su inocente mentira. Él, por supuesto, desconocía las numerosas historias de amores, generalmente desgraciados, entre hombres y sirenas recogidas en la literatura, pero sentía por este ser de largos cabellos y grácil cola una atracción que desbordaba a su voluntad. Quería que fuese suya, costase lo que costase.
Al llegar al punto en el que podía acercarse más a la costa sin peligro para su frágil navío, vio que ella seguía estando allí. La llamó y en esta ocasión, pudo comprobar con satisfacción, no sólo no huyó sino que le miró con atención aguardando expectante con la mitad del cuerpo fuera del agua. Por desgracia la distancia era mucha y la vista de Juan tampoco era demasiado buena, con lo cual no pudo distinguir sus facciones y ni tan siquiera los detalles de su cuerpo. Pero no importaba. Le esperaba, y con eso bastaba.
El problema consistía en poder llegar hasta allí salvando la barrera de la escollera, ya que ella no parecía mostrar la menor intención de acercarse a él. Sin dudarlo un instante ancló la barca y, tras desnudarse con rapidez, se arrojó al agua. Era buen nadador, por lo que esperaba no tener problemas aunque la resaca podría arrojarle contra alguna de las rocas que sobresalían del agua. Puso, pues, cuidado en evitar las zonas que le parecieron más peligrosas, lo que le obligó a dar un rodeo para acercarse a su destino.
Ella, mientras tanto, permanecía inmóvil dedicándose en apariencia a capturar los peces y otros pequeños animales marinos que sin duda constituían su alimento. Su camino le obligaba a llegar casi paralelo a la orilla, por lo que ahora la veía de espaldas ajena al parecer, o cuanto menos indiferente, a su proximidad.
Cada vez más impaciente, Juan sorteó el último obstáculo llegando a una zona libre de rocas, lo que le permitió nadar con mayor velocidad. La sirena no se encontraba demasiado lejos, quizá a unos cincuenta metros, pero seguía sin poder contemplar su rostro, que imaginaba bello y joven. Latiéndole el corazón como si quisiera salirse de su pecho, Juan dio las últimas brazadas, llegó hasta su amada, la rodeó para verla de frente...
Y su sorpresa no pudo ser mayor. Evidentemente se trataba de una sirena, con la mitad superior del cuerpo humana y la inferior, aunque sumergida en el agua, en forma de larga cola de pez. Y era real, tan real como él mismo. Pero había algo que no encajaba. Donde había esperado encontrarse a una muchacha de atractivos rasgos y turgentes senos, descubrió un rostro barbudo y un pecho asimismo recubierto de hirsuto vello. Era una sirena, sí, pero de sexo masculino, el cual le miró con curiosidad, pero sin mostrar mayor interés, antes de proseguir con su metódica recolección de comida.
Juan nunca fue capaz de recordar de forma coherente lo que ocurrió entre ese momento y su retorno al puerto. Intuía que, después de su fallido intento, había vuelto a su barca, para de allí dirigirse a casa. Ni siquiera conocía los detalles de su llegada, salvo que despertó, con una fiebre alta, en su cama llevado allí por manos amigas. Cuando se recuperó y llegó la hora de dar explicaciones pudo ampararse en su amnesia, aunque ocultando todo lo relativo a su encuentro con el extraño ser y dejando creer que se le habían enredado las redes con una roca submarina y que, al intentar desenredarlas desde dentro del agua, había cogido un enfriamiento.
Eso sí, jamás volvería a doblar el promontorio.
Publicado el 20-10-2014