La fe te salvará
El Tercer Cerdito estaba muy asustado. Aunque a diferencia de sus dos hermanos, víctimas de su imprudencia, él había logrado salvarse de las fauces del Lobo Feroz gracias a la solidez de su casa de ladrillo, sabía que la terrorífica fiera no había cejado en su empeño y acechaba escondido a la espera de que tarde o temprano se viera obligado a abandonar su refugio.
Por desgracia pronto tendría que hacerlo, ya que las provisiones que previsoramente había acopiado estaban llegando a su fin. Pronto tendría que salir en busca de más comida, lo que le abocaría al peligro de tener que enfrentarse a su encarnizado perseguidor.
Y el momento llegó. Cuando el hambre que sentía comenzó a ser intolerable, el Tercer Cerdito no tuvo otro remedio que escabullirse sigilosamente hasta la ciudad, en cuyo mercado podría comprar los víveres que necesitaba. Confiaba en poder pillar desprevenido a Lobo, al fin y al cabo él también tenía sus necesidades y no podría mantener una vigilancia continua durante las veinticuatro horas del día; incluso cabía la posibilidad de que hubiera renunciado de forma definitiva a capturar una presa tan esquiva. Quizá tuviera suerte...
Pero no la tuvo. Al salvar una revuelta del camino en la que los ribazos impedían la visión del terreno situado tras ellos, sin duda el lugar más adecuado para tender una emboscada, se dio inopinadamente de bruces con su mortal enemigo. Sabiéndose sentenciado, renunció a una inútil huida resignándose a padecer el final que le había deparado el destino.
Para su sorpresa la fiera no se abalanzó sobre él tal como esperaba, limitándose a saludarle con una solemne reverencia al tiempo que sus fauces esbozaban una espantosa mueca que pretendía ser el remedo de una sonrisa.
-Salud, hermano -fue su insospechado saludo-. Que la bondad de Dios esté siempre contigo.
-Yo... tú... -el atribulado gorrino, paralizado por el terror, era incapaz de articular palabras.
-Perdóname si te he asustado, te aseguro que no era esa mi intención -le tranquilizó el Lobo-. Y no te preocupes, no pienso devorarte ni hacerte el menor daño.
Y viendo que su indefenso interlocutor seguía sin reaccionar, explicó:
-Yo ya no soy la bestia feroz que era antes; tuve la fortuna de descubrir el camino hacia Dios, y me he transformado en alguien mucho mejor. Desde entonces he renunciado a hacer el mal y, entre otras muchas cosas perversas, a vicios infames tales como beber alcohol o comer carne de cerdo.
-Te... te felicito... -logró tartamudear al fin y presunta víctima-. Yo... yo tenía algo de prisa, he de llegar al mercado antes de que cierren... así que si eres tan amable...
-Por supuesto, hermano, por supuesto -respondió amablemente el Lobo haciéndose a un lado para dejarle el paso franco-. No te entretengo más, sólo quería saludarte, darte la buena nueva de mi conversión y manifestarte mi pesar por lo que les hice a tus dos pobres hermanos. Te aseguro que estoy muy arrepentido de habérmelos comido -concluyó en tono plañidero.
-Es... está bien, acepto tus disculpas. Hasta luego -se despidió el Cerdito procurando poner tierra por medio lo antes posible, no fuera a ser que el Lobo cambiara repentinamente de opinión. Pero éste no lo hizo, limitándose a ver cómo se perdía en la distancia antes de encaminarse a su cubil.
Varias horas más tarde, y ya más calmado, el Cerdito volvía a su casa cargado con el voluminoso paquete en el que llevaba las viandas que acababa de comprar. Para su alivio no volvió a encontrarse con su antiguo enemigo, pero al pasar junto a la boca de la madriguera donde habitaba Bugs Bunny no pudo evitar pensar con malicia que, para desgracia de su vecino, todavía no conocía ninguna religión que prohibiera a sus adeptos comer carne de conejo.
Publicado el 21-1-2016