La verdadera historia de la ley de la gravedad



Isaac Newton estaba contento. Exultante en realidad, lo cual, dado su carácter huraño y desabrido, resultaba todavía más excepcional.

Pero tenía motivos sobrados para estarlo, pues no todos los días se logra desentrañar una de las leyes fundamentales de la naturaleza, una cuestión que le había traído de cabeza desde hacía muchos años y que de repente se había desvelado ante sus ojos de la manera más simple e inesperada mediante la observación de la caída de una manzana de un árbol. Así de sencillo, y así de trascendental.

Sin embargo, tropezaba aún con un pequeño detalle que, a modo de china en el zapato, no dejaba de azorarle: el nombre con el que debería bautizar a su nueva ley. Él entendía que, dado que gracias a ella su nombre pasaría a la posteridad, no podía elegir cualquiera, pero ninguna de las que había imaginado le resultaba suficientemente solemne.

Aunque en un principio consideró denominarla con su propio apellido, pronto descartó esta posibilidad no por modestia, que éste era un defecto del que por fortuna carecía, sino por el temor a que alguno de sus rivales o de sus enemigos, categorías ambas suficientemente nutridas, aprovechara la ocasión para atacarle allá donde tenía la piel más sensible, su orgullo. Y, para su disgusto, ninguna otra de las que se le ocurrían le satisfacía lo más mínimo.

Ley atractiva-repulsiva... ley cuadrática de las distancias ... ley de las masas proporcionalmente influenciadas...ley planeto-satelital... ley ligante... ley universal de las atracciones mutuas...” El bueno de sir Isaac se devanaba los sesos profundamente irritado ante su impotencia a la hora de buscar un simple nombre, él que había demostrado ser una de las mentes más preclaras de la historia de la humanidad...

Intentaba de nuevo retomar la irritante búsqueda cuando unos discretos golpes en la puerta de su gabinete le avisaron de que Richard, su fiel mayordomo y única persona autorizada a entrar en su refugio, pretendía comunicarle algo.

-Ahora no, Richard -bufó malhumorado apenas éste se presentó ante él, más tieso en su librea que el palo de una escoba-. Estoy demasiado ocupado para preocuparme de minucias -minucias eran, para Newton cualquier cosa que perturbara su rutina-. Espero que sea algo importante.

-Me temo que lo es, señor -respondió el digno fámulo capeando, como experto que era, el temporal-. Acabo de recibir el aviso de que sir Henry Harris ha sufrido una caída de caballo mientras jugaba al polo. Según me dice Arthur, su mozo de cuadras, que es quien ha traído el mensaje, se encuentra bastante grave.

Puesto que el herido era uno de los escasos amigos con los que contaba el científico, éste se apresuró a aparcar temporalmente sus indagaciones semánticas para encaminarse a su residencia, distante apenas diez millas de la suya, tras ordenar que le prepararan un carruaje e instar al cochero a que azuzara a los caballos.

Mas no por ello abandonó sus ejercicios mentales mientras el coche se zarandeaba y saltaba cada vez que sus ruedas tropezaban con un bache; de haberlo hecho, no habría sido sir Isaac Newton. Y esta vez tuvo la suerte que antes le había faltado, puesto que una concatenación de ideas le condujo por fin al deseado hallazgo:

Manzana que cae del árbol... Henry que cae del caballo... Henry grave... ¡LEY DE LA GRAVEDAD!...” -concluyó triunfante.

Para cuando llegó a la residencia de su amigo, ya sabía el nombre con el que su ley universal sería conocida por los siglos de los siglos. De paso, se interesó también por el estado de salud de quien involuntariamente le había ayudado de forma tan eficaz a lograr su objetivo.


Publicado el 20-5-2018