La verdadera historia de la manzana de Newton



Isaac Newton, temido por su carácter irascible, estaba que se subía literalmente por las paredes. Él, la mente más preclara de su tiempo (y bien que se jactaba de ello), había fracasado una y otra vez a la hora de intentar desentrañar la naturaleza de la gravedad, esa esquiva magnitud física que parecía querer burlarse de él escurriéndosele entre los dedos como si fuera un intangible fantasma.

Profundamente frustrado, se levantó del banco donde por enésima vez había estado reflexionando sin el menor resultado, y comenzó a pasear con impaciencia por el jardín. En su ofuscación no miró donde pisaba teniendo la mala suerte de tropezar con la madriguera de un topo, lo que le hizo caer cuan largo era dándose un considerable golpe apenas amortiguado por la hierba que tapizaba el suelo.

Mascullando maldiciones se levantó dolorido y, tras asegurarse de la ausencia de testigos de su caída, comenzó a arreglarse la maltrecha ropa ya que, bajo ningún concepto, deseaba que la servidumbre fuera partícipe de su humillante percance.

Fue justo entonces cuando le alcanzó de forma repentina la inspiración, aunque por desgracia en la crónica de su trascendental descubrimiento no ha quedado constancia de si, como afirman algunos biógrafos, llegó a exclamar ¡eureka! en homenaje a Arquímedes, su ilustre predecesor. Lo que sí ocurrió fue que, gracias a tan prosaico tropiezo, su privilegiado intelecto logró ensamblar al fin las piezas del rompecabezas que tanto le había estado torturando, gracias a lo cual habría de pasar a la posteridad como uno de los mayores genios de la ciencia moderna.

Ahora lo comprendía... lo comprendía todo con una nitidez pasmosa, sorprendiéndole que una ley tan sencilla se le hubiera estado resistiendo tenazmente durante tanto tiempo. Y olvidándose de sus anteriores reparos ante el desmañado aspecto que ofrecía, se apresuró a encaminarse a su gabinete con objeto de plasmar sobre el papel lo antes posible la fórmula que le habría de hacer mundialmente famoso:


F = G × Mm/d2


Pero a mitad de camino se detuvo dubitativo. La fórmula, de ello estaba seguro, le proporcionaría la gloria eterna... a costa, claro está, de su dignidad maltrecha al verse obligado a reconocer que la había encontrado gracias a la involuntaria ayuda de una miserable alimaña. Fue entonces cuando su vista tropezó providencialmente con los cercanos manzanos, rebosantes sus verdes copas con los dorados reclamos de sus frutos. Se fijó también en las manzanas maduras que yacían caídas a los pies de los troncos, e inmediatamente encontró la solución que dejaría a salvo su orgullo.

¿Qué mas daba que el hallazgo de la fórmula le hubiera llegado por la caída de una manzana, o la de su propio cuerpo? ¿No era la ley que acababa de descubrir de naturaleza universal? Por tanto, una inocente mentira no alteraría lo más mínimo la importancia de su descubrimiento, librándole de cotilleos mezquinos. El gran Isaac Newton tropezando como un idiota en su propio jardín... ¡jamás!

Para celebrarlo, se comió la manzana madura más grande que encontró.


Publicado el 30-5-2017