La verdadera historia de Moisés y la Tierra Prometida



Desde la cima del monte Nebo Moisés vislumbraba la fértil llanura de Canaán, la Tierra Prometida que Yahvé había entregado a los hebreos. Habían sido muchas las penalidades padecidas por su pueblo desde que huyendo de la esclavitud en Egipto habían logrado cruzar el Mar Rojo, dejando atrás la furia del faraón tan sólo para vagar durante cuarenta años por el inhóspito desierto del Sinaí.

Había resultado extremadamente duro, sobre todo para él que, como líder de los díscolos hebreos por designación divina, se había visto obligado a enfrentarse con situaciones muy complicadas. Pese a haber desfallecido en más de una ocasión, había logrado sus propósitos conduciendo a su pueblo hasta las puertas de la tierra en la que manaba leche y miel.

Allá abajo, a sus pies, veía como el Pueblo Elegido iba entrando de forma ordenada en Canaán, lo que infundió un cálido sentimiento de placer en su encallecido corazón. Él, como conductor suyo, había decidido hacerlo en último lugar.

Cuando comenzaron a ralear los grupos que esperaban su turno, Moisés descendió renqueando por la escarpada ladera del monte, ya que el efecto conjunto de la edad y las penalidades sufridas durante la interminable travesía por el desierto habían minado su otrora recia salud. Pero no le importaba morir siquiera un instante después de haber pisado la Tierra Prometida, con tal de haber logrado el objetivo al que consagró su larga vida. Su pueblo estaba en buenas manos bajo el liderazgo de Josué, y él se encargaría de asentarlos en su nueva patria.

Llegó finalmente a la llanura y apoyándose en su báculo se colocó humildemente al final de la menguante fila. Ya eran muy pocos los que quedaban por alcanzar la deseada meta, por lo que no tardó demasiado en llegar a la línea fronteriza. Una vez allí enseñó su documentación al agente de aduanas y éste, tras examinarla con atención, se la devolvió con gesto adusto al tiempo que le dirigía unas palabras que le helaron el corazón.

-No puede pasar -le espetó el guardia fronterizo.

-¿Por qué? -preguntó sorprendido el patriarca.

-Porque usted es ciudadano egipcio, y su nación es enemiga de Canaán.

-Pero... ¿y ellos? -respondió perplejo señalando con el báculo a los hebreos, que habían cruzado sin problemas la frontera y aguardaban expectantes a que él lo hiciera.

-Eso es distinto, son hebreos que huyen de la persecución del faraón acogidos como refugiados. Pero usted es egipcio -enfatizó el término esgrimiéndolo a modo de insulto-, y los egipcios tienen prohibida la entrada en nuestro país.

Moisés, desesperado, le explicó los avatares de su vida: como siendo hebreo de nacimiento había sido arrojado recién nacido a las aguas del Nilo en cumplimiento de una orden del cruel faraón; como había sido rescatado de las aguas y adoptado por la hija del faraón; como había crecido y vivido convertido en príncipe egipcio; como viendo las penurias de su pueblo había renegado de la corte real convirtiéndose en el líder de los hebreos y encabezando su lucha por liberarse de la esclavitud; como los había conducido hasta Canaán tras la larga y penosa estancia en el Sinaí; no sólo era hebreo, era además el más hebreo de todos.

Pero el policía se mantuvo inflexible en su decisión.

-Lo siento. Entiendo lo que usted me dice y doy por hecho que es cierto; pero no puedo hacer nada por usted, ya que las órdenes que me veo obligado a cumplir son tajantes: los egipcios tienen prohibida la entrada en Canaán y usted, a efectos legales, es un ciudadano egipcio.

-¡No lo soy! -exclamó frenético rasgando sus documentos y arrojando los pedazos al viento-. No lo soy, y ya no tengo documentos. Soy un apátrida que solicita asilo político.

-Lo siento mucho -repitió el policía-, pero con documentos o sin ellos para el gobierno de Canaán usted es egipcio con todas sus consecuencias. Así pues, le ruego que abandone este lugar y se marche a donde estime más oportuno.

Dicho lo cual, dio media vuelta y ordenó a sus subordinados que cerraran la puerta.

Moisés se quedó solo, anonadado frente a la frontera de Canaán mientras veía a los miembros de su pueblo seguir adelante sin que siquiera uno volviera la vista atrás para contemplar como el que fuera su jefe indiscutible durante décadas quedaba atrás sin poder hollar siquiera la Tierra Prometida, una ingratitud que le dolió todavía más que ver frustrado el deseo que había alentado durante la mayor parte de su larga vida.

Suspirando con tristeza, volvió sobre sus pasos y se adentró en el desierto. Albergaba la esperanza de que el Señor no se hubiera olvidado también de él, de forma que pudiera proveer su subsistencia aunque fuera a base del insípido maná durante los años que le quedaran de vida. Pero ni siquiera de eso podía estar seguro.


Publicado el 16-3-2021