Mutación indeseada



Ser el médico de la Ciudad de los Monstruos no es en absoluto una empresa fácil, pero de alguna manera me tenía que ganar la vida después de las tropelías que cometió la criatura a la que en mala hora decidí insuflarle vida, sobre todo teniendo en cuenta que, a diferencia de la obra en la que una escritora inglesa noveló mi malhadado intento de emular al Creador, ninguno de los dos morimos en las vastedades heladas del Océano Ártico sino que, una vez reconciliados -al fin y al cabo yo era su padre-, optamos por buscar refugio en el único lugar en el que todos los seres que han sido rechazados por la sociedad pueden llevar una vida más o menos normal dentro de lo que cabe.

Y como cabía suponer, gracias a las recomendaciones de mi hijo y también a la ausencia de una alternativa mejor, fui contratado como médico de esta pequeña comunidad, con lo cual he acabado especializándome en todo tipo de variantes de aquello que allá en la Tierra se ha venido denominando monstruoso o bestial... aunque en el fondo mis pacientes no son peores, y en muchos casos son incluso mejores, que los engreídos humanos pretendidamente normales.

Pero ésta es otra historia que quizá relate algún día, ya que ahora prefiero limitarme a contar un caso concreto de los muchos que me he visto obligado a tratar, el del señor Hyde. Como supongo que todos ustedes conocerán la novela de Robert Louis Stevenson, al igual que la mía también basada en un caso real, considero innecesario explicar lo que le ocurrió al doctor Henry Jekyll, otro aprendiz de brujo como yo, cuando imprudentemente decidió ingerir la pócima que le convertiría en la antítesis de sí mismo, en principio controlada gracias a un antídoto pero más tarde de forma totalmente aleatoria y fuera del control, por lo cual también se vio obligado a refugiarse aquí tras simular su muerte.

Y ahora me visitaba como paciente bajo el avatar de Hyde. El tosco hombretón se sentó frente a mí y con su ruda voz me espetó:

-Doctor Frankenstein, vengo a pedirle ayuda.

-Esa es mi labor -respondí con flema al tiempo que intentaba evitar, sin aparecer maleducado, los malolientes efluvios de su aliento-. Dígame en qué puedo ayudarle.

-¿Acaso no lo sabe usted? -gritó al tiempo que estampaba un fuerte puñetazo sobre la mesa-. ¿Acaso no conocen todos aquí mi desgracia? ¿Acaso -elevó la voz hasta convertirla en un bramido- han intentado ustedes, siquiera una sola vez, ser conscientes de hasta qué extremos puede alcanzar la tortura de esta maldita metamorfosis periódica? ¿Acaso...?

-Por favor, señor Hyde, cálmese -intenté apaciguarlo-. Y le ruego que disculpe mi torpeza, lamentablemente la deformación profesional me lleva a introducir de forma impremeditada estas inoportunas coletillas.

-Está bien -rezongó, ya más tranquilo-. Yo también le pido disculpas por mi mal carácter. Pero le juro que estoy desesperado por estas continuas e incontrolables transformaciones de Jekyll a Hyde, o viceversa... no se puede imaginar lo que suponen.

-Lo entiendo, o al menos lo intento, y le aseguro que procuraré ayudarle con todos los medios a mi alcance.

Aunque aparentemente había conseguido recobrar el control de la situación, mantuve la mano izquierda prudentemente cercana al botón de alarma camuflado bajo el tablero de la mesa; mi criatura, que solía permanecer durante las horas de consulta en la habitación contigua, había resultado ser un magnífico guardaespaldas capaz de librarme de las situaciones más comprometidas las cuales, con semejante clientela, solían ser más frecuentes de lo que yo hubiera deseado.

Pero esta vez no fue necesario recurrir a su ayuda dado que Hyde, en uno de sus habituales cambios de humor, pasó sin transición del enfurecimiento a la depresión. Esperaba, eso sí, que no le diera por metamorfosearse justo en ese momento; aunque estoy acostumbrado a tratar con todo tipo de aberraciones teratológicas, al fin y al cabo el más normal -y casi el único- de todos los habitantes de este lugar soy yo, este proceso nunca resulta agradable de ver. Pero no, Hyde siguió siendo Hyde y, con una inusitada humildad, imploró:

-¿Me ayudará, doctor? ¿Me ayudará?

Le volví a responder que sí, o que al menos lo intentaría pese a que, dada la inexistencia de bibliografía clínica sobre un caso tan excepcional como el suyo, no le podía garantizar unos resultados definitivos. No obstante, casualmente acababa de leer en internet -aunque monstruosa, nuestra comunidad no se mantiene ajena a los avances tecnológicos- un artículo en el que se describía un tratamiento experimental para impedir que las células normales se tornaran cancerosas y, aunque se trataba de un problema distinto al suyo, podría resultarme útil para intentar poner freno a las transmutaciones periódicas que experimentaban las células y los tejidos de su cuerpo.

Hyde me mostró su agradecimiento al tiempo que rogaba que comenzáramos el tratamiento lo antes posible, a lo cual yo le respondí que, además de necesitar algún tiempo para preparar el instrumental y los productos químicos necesarios, tendríamos que esperar a que se transmutara en el doctor Jekyll, con objeto de poder fijar su personalidad.

Para mi sorpresa éste montó repentinamente en cólera y alzándome en vilo por las solapas, lo que puso fuera de mi alcance el botón salvador, me espetó a la cara:

-¿Es que no lo comprende, maldito remiendacadáveres? Yo soy Hyde, y deseo seguir siendo Hyde. Lo que quiero, y más le vale que lo consiga, es que me libre para siempre de ese maldito, relamido y afeminado Jekyll.

Tras lo cual me arrojó contra el sillón y, dando un fuerte portazo, abandonó la consulta. Cuando mi criatura, alarmada por los ruidos, quiso salir en mi ayuda, tan sólo la desencajada puerta quedaba como testimonio de su paso.


Publicado el 14-2-2017