El patito genéticamente feo



Mamá Pato se encontraba impaciente. Sus huevos, empollados con cariño, estaban a punto de eclosionar. Y aunque no era primeriza y ya había sacado adelante varias polladas, el nerviosismo que sentía no era muy diferente al de su primera puesta.

Y el momento llegó. Uno tras otro, los patitos fueron rompiendo el cascarón asomándose por vez primera a un mundo que era completamente nuevo para todos ellos.

¿Dije todos? Bueno, todos no. Cuando ya el resto de sus hermanos comenzaban a corretear jubilosos alrededor de la satisfecha madre, el último de los huevos permanecía aún con su cáscara intacta, como si su ocupante se resistiera a abandonar su cálido y acogedor cobijo.

La pata, tras asegurarse de que sus retoños no se perdiesen de vista, volvió a acomodarse con cuidado empollándolo amorosamente. En fin, se dijo, era tan sólo cuestión de un poco más de paciencia.

-¡Vaya! ¿Qué tal la puesta? -le preguntó una pata vecina que venía de visita.

-Ya sólo queda por romper este huevo... -respondió Mamá Pato al tiempo que ahuecaba la blanda pechuga para mostrárselo- no sé por qué razón no lo ha hecho todavía, como todos sus hermanos.

-Déjame ver. -se interesó su amiga, una pata vieja con muchas polladas a sus espaldas- ¡Oye! -exclamó alarmada- ¿Has visto su tamaño? Es mucho más grande que los demás. -aseveró, señalando con la punta del ala los cascarones vacíos- ¿Seguro que lo has puesto tú? ¿No será un huevo de pava? Mira que los amos a veces acostumbran a engañarnos forzándonos a empollar huevos que no son nuestros...

-No digas tonterías. -protestó la airada madre- Por supuesto que es mío. ¡Si lo sabré yo!

-Si tú lo dices... -respondió la otra, no sin cierto aire de sorna, a modo de despedida.

-¡Habráse visto la muy cotilla! -bufó para sí la irritada madre una vez se hubo quedado sola- Se cree el ladrón...

Pero un movimiento bajo su cuerpo interrumpió su monólogo al tiempo que se disipaba su indignación. Su hijo, el benjamín de la pollada, estaba abandonando por fin el huevo.

Alborozada, la pata le ayudó con el pico a desembarazarse de los fragmentos de su prisión, comprobando desolada que no se parecía en nada a sus hermanos, ni en el tamaño -era bastante mayor que ellos, acorde con las dimensiones del huevo- ni en su aspecto; porque además de grande y desgarbado el patito era feo, muy feo.

Madre al fin, su vacilación duró tan sólo unos segundos, los imprescindibles para que su instinto maternal se acabara imponiendo sobre cualquier tipo de prejuicio. Feo o no era su hijo, y como tal lo cuidaría y defendería.

Lamentablemente, es instinto maternal no resultó ser extensible a ningún otro de los habitantes de la granja. Aunque el patito se mostró desde muy pronto dócil y cariñoso, no tardó en sentir en propia carne el rechazo de sus congéneres, que le despreciaban y maltrataban, por no hablar ya de los demás animales del vecindario. Incluso sus propios hermanos se avergonzaban de él y le rehuían, negándose a aceptarle en sus juegos. Tan sólo su madre lo trataba con cariño, aunque cada vez se mostraba más afligida por su desgracia.

Pero lo peor estaba por llegar.

Un buen día apareció por allí Papá Pato. Era éste uno de los mejores machos de toda la granja, y como tal presumía delante de todos por más que no acostumbrara a preocuparse lo más mínimo por su cada vez más numerosa descendencia. ¿Por qué razón se interesaba ahora, cuando no se había molestado siquiera en saber cuántos huevos había puesto su esposa?

Pronto se supo. Los rumores acerca de su presunto hijo -en los que se recalcaba burlonamente el adjetivo presunto- habían herido su orgullo masculino hasta unos extremos difíciles de tolerar, según decía. Su buen nombre, añadía, estaba por ello en entredicho, y no estaba dispuesto en modo alguno a convertirse en el hazmerreír de la granja.

Así pues, había ido hasta allí para comprobar con sus propios ojos cuanto de cierto había en todo ello. Y aunque las crónicas guardan silencio sobre su primera reacción al encontrarse frente al cohibido pollo, dicen que la bronca que mantuvo con la atribulada madre pudo oírse por toda la granja... lo que seguramente no deja de ser una exageración, aunque no cabe duda, a juzgar por los hechos posteriores, de que el disgusto del vanidoso pato debió de ser sin duda bastante considerable.

Tras la tempestad no vino la calma. Apenas unos días después de la accidentada visita, se presentaron en el cobertizo donde residían Mamá Pato y su pollada dos hieráticos individuos de especie desconocida para la sencilla anátida, aunque por otras fuentes sabemos que se trataba de antipáticos hurones. Uno de ellos, el que llevaba la voz cantante, se presentó como funcionario judicial y, exhibiendo un documento que según él era un requerimiento del juez del distrito -Mamá Pato lo dio por bueno, puesto que no sabía leer-, explicó que, a instancias de Papá Pato, se iba a ejecutar una prueba de paternidad a su hijo putativo. Así pues, sin más dilación su acompañante, un robusto -según los parámetros de su raza- enfermero o algo similar procedió a capturar al inocente patito y, haciendo caso omiso de los desesperados chillidos de su aterrorizada víctima, le extrajo una muestra de sangre que se apresuró a guardar en el maletín que portaba, tras lo cual ambos visitantes se marcharon sin molestarse siquiera en despedirse.

Aunque nadie en la granja -allí no había escuela, ni tan siquiera televisión- tenía una idea clara de qué era eso de una prueba de paternidad, todos sospechaban que tendría algo que ver con el supuestamente mancillado honor del orgulloso padre. Y no se equivocaban, puesto que poco más tarde volvía el mismo funcionario, esta vez sin el enfermero pero acompañado por Papá Pato, para comunicarles que, conforme a los resultados de la prueba, se había llegado a la conclusión de que no existía vínculo genético entre el Patito Feo y el demandante; vamos, que este último no era su padre.

Siguió a la terrible acusación una larga perorata, salpicada de referencias a extrañas y desconocidas leyes, cuya conclusión venía a resumirse en lo siguiente: el demandante acusaba a su esposa de adulterio probado, por lo cual solicitaba el divorcio junto con la exoneración de todo tipo de cargas y responsabilidades familiares no sólo en lo referente al hijo adulterino, sino también al resto de la pollada cuya paternidad, por cierto, no había sido cuestionada en ningún momento.

En la práctica tal desvinculación tendría mucho más de simbólico que de real, puesto que de sobra es sabido, y Papá Pato no era desde luego una excepción, que los machos de las anátidas, polígamos por cierto, suelen despreocuparse por completo de sus proles, con lo cual poco iba a verse afectada la educación de los tiernos polluelos.

Pero estaba en juego algo mucho más serio, nada menos que el buen nombre del humillado pato, así que la aplicación de la sentencia fue implacable. La atribulada Mamá Pato fue declarada culpable sin atender a sus desesperadas protestas de inocencia, aunque se le permitió seguir criando a sus retoños -lo que hubiera hecho de cualquier manera- con una única excepción: el hijo del pecado, en engoladas palabras del abogado del esposo, fue separado de la tutela materna e internado, por orden del implacable juez, en un lóbrego orfanato.

Y si hasta entonces la breve existencia del patito había sido triste y amarga, a partir de ese momento se tornaría en dramática. La vida en el orfanato era digna émula de las novelas de Charles Dickens, y la ley de la selva campaba por sus respetos en ella como único código que regía las relaciones cotidianas de los jóvenes internos, abandonados a su propia suerte por la caterva de rapaces y corruptos custodios.

Al principio, y haciendo bueno el aserto de que el pez grande se come al chico, el joven pollo llevó claramente las de perder, salvándole tan sólo su innata capacidad para adaptarse a un ambiente tan adverso como potencialmente peligroso. Y sobrevivió, justo allí donde otros presuntamente más fuertes habían fracasado.

Mas el tiempo jugaba a favor suyo. Pese a la frugal y a todas luces insuficiente ración de alimentos que los administradores les daban de los sobrantes que su rapacidad dejaba en las magras rentas de la institución, el Patito Feo pronto comenzó a crecer más de lo que lo hacían sus compañeros de infortunio, todos o casi todos ellos rivales potenciales suyos, de modo que lo que en un principio fuera un lastre pronto se convertiría en ventaja.

Cada vez más robusto, y por ello capaz de implantar su propia ley, el otrora indefenso polluelo acabaría convirtiéndose en el cabecilla del orfanato, temido por sus expeditivos métodos a la hora de obligar a los demás a acatar su voluntad. Pronto incluso los propios cuidadores, pese a su carencia de escrúpulos, aprenderían también a respetarle.

Cuando llegó su mayoría de edad, y conforme a lo establecido en los estatutos del orfanato, el Patito Feo fue puesto de patas en la calle... literalmente, puesto que la institución no se preocupaba lo más mínimo por lo que pudiera sucederles a sus antiguos pupilos una vez traspuesta la verja de entrada al vetusto edificio. Claro está que ya en nada recordaba aquel arrogante y robusto mozo de pluma en pecho al otrora desgarbado polluelo, y de no haber sido por las inhumanas condiciones de vida a las que se había visto sometido en el orfanato, no cabía la menor duda de que hubiera acabado siendo una real ave.

Según le dijeron, no sin un deje de envidia, él no era un pato tal como había creído, sino un cisne, lo que explicaba la falta de consanguineidad con su presunto padre... y también con su inocente madre de haberse preocupado alguien de hacerle idéntica prueba. A saber cómo un huevo de cisne podía haber acabado siendo empollado por una vulgar pata doméstica, pero en realidad eso era algo que a esas alturas no le preocupaba lo más mínimo, como tampoco tenía el más mínimo interés en aproximarse a sus aristocráticos congéneres, entre los cuales se hubiera sentido un extraño, amén de que probablemente habría sido rechazado por éstos a causa de su patente tosquedad.

Tampoco sentía el menor deseo de volver a la granja donde accidentalmente había llegado a la vida, dado el amargor de sus recuerdos de entonces. En realidad no tenía una idea clara de qué hacer con su vida, salvo en lo que le impelía el instinto férreamente forjado durante sus años de aprendizaje en la dura escuela del orfanato: sobrevivir, a cualquier precio.

Y sobrevivió, mitad gracias a su fuerza, mitad por su falta de escrúpulos y su astucia. Poco después de abandonado el orfanato ya lideraba una banda de delincuentes juveniles, con cuya jefatura se había hecho tras deshacerse sin contemplaciones de su predecesor. Y éste sería tan sólo el primer escalón de su fulgurante carrera por los opacos y tortuosos senderos del hampa.

Era ya un destacado delincuente cuando fue detenido por vez primera, juzgado y encarcelado. Pese a su notable madurez como delincuente ante la ley seguía siendo ante todo un joven, circunstancia que aprovechó su abogado -una astuta comadreja que conocía a fondo todos los subterfugios legales- para infundir compasión en el inocente y cándido jurado.

Bien explotada, la triste historia de su vida le permitió pasar por una pobre e inocente víctima de la sociedad a la que se le había privado de la menor posibilidad de poder llevar una vida digna. Poco importaba que centenares, miles de maltratados como él, no se hubieran visto abocados a una carrera criminal como la suya, convirtiéndose pese a todo en ciudadanos honrados; pese a todo el mensaje caló, lo que le permitió salir del trance bien librado, con apenas una condena mínima que le sirvió, eso sí, para doctorarse durante su estancia entre rejas de aquellas disciplinas en las que ya era un aventajado maestro.

Huelga decir que, una vez en libertad, no tardaría en volver a sus antiguas andadas; y aquí es donde acaba tradicionalmente el cuento, o al menos así nos lo contaron, con el antiguo Patito Feo convertido en uno de los más importantes capos del crimen organizado. Según fuentes apócrifas aunque probablemente bien informadas, con el tiempo acabaría trabando amistad con ciertos políticos, con los que al parecer supo entenderse bien, a los que ayudó en sus aspiraciones. Éstos, una vez en el poder, le habrían facilitado la conversión de sus turbios negocios en actividades financieras no sólo lícitas, sino asimismo honorables, lo que le permitió convertirse en una respetada ave de negocios dueña de una de las mayores fortunas del país, parte de la cual invertiría magnánimamente en mecenazgos de todo tipo por los cuales su memoria llegó a ser honrada, incluso después de su muerte, gracias a la fundación que llevaba su nombre.

Cuentan los que le conocieron bien y estuvieron a su lado en los últimos momentos de su vida que, ya en su lecho de muerte, exclamaría justo antes de expirar:

-“Jamás soñé que pudiera haber tanta felicidad allá en los tiempos en que era tan sólo el Patito Feo”.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado con la moraleja de como un humilde nacimiento y una infancia desgraciada pueden ser tan sólo el preámbulo de una majestuosa vida.


Publicado el 6-10-2010 en NGC 3660