La verdadera historia del Príncipe Azul



Sintiendo como su corazón quería salírsele del pecho por la emoción, el exultante Príncipe Azul, dando por buenas todas las dificultades que se había visto obligado a arrostrar hasta alcanzar la ansiada meta, empujó con cuidado la puerta de la cripta secreta donde según todos los indicios yacía desde hacía cien años, dormida a causa del conjuro de un hada malvada, la angelical Bella Durmiente, de la cual se había enamorado aun si tener la menor certeza de que su improbable leyenda pudiera estar basada en un hecho real.

Habían sido muchas las burlas que se vio obligado a sufrir, muchos los avatares por los que hubo de pasar, muchas las pruebas que le fueron necesarias vencer, mucho el tesón necesario para no desfallecer. Tomado frecuentemente por loco, frustrado ante pistas falsas que una y otra vez le habían conducido a callejones sin salida, tentado a menudo por el deseo de abandonar su quimérica búsqueda, tan sólo gracias a su voluntad de hierro había conseguido sobreponerse a todos los obstáculos hasta alcanzar su objetivo. Sí, no le cabía la menor duda de que tras esa puerta yacía su durmiente amada y que, tras despertarla de su letargo secular, ésta se convertiría gustosamente en su feliz y enamorada esposa.

Chirriando penosamente tras tantos años de abandono, la puerta de abrió con esfuerzo apenas lo suficiente para dejar paso a su ágil y nervudo cuerpo. El Príncipe Azul adelantó el pie derecho, al tiempo que con la mano izquierda empuñaba una antorcha con la que poder vencer la oscuridad que reinaba en el tenebroso recinto. Tan sólo le quedaba dar un paso más para cobrar su merecido triunfo; pero entonces, por vez primera, vaciló. ¿Y si, a pesar de todo, sus esperanzas se veían frustradas? ¿Y si después de tantos años de búsqueda tan sólo encontraba un recinto vacío o, todavía peor, una osamenta carcomida?

Mas su vacilación sólo duró unos breves instantes, los necesarios para aspirar una profunda bocanada de aire y, acto seguido, avanzar con decisión hacia su inmediata meta. No obstante no pudo evitar cerrar fugazmente los ojos, de modo que fue el tropiezo con algo duro el primer indicio que tuvo de que la cripta, cuanto menos, no estaba vacía.

Abriéndolos en un postrer y sobrehumano esfuerzo, el anhelante Príncipe Azul pudo comprobar, a la luz vacilante de la antorcha, que su largo peregrinar no había sido en vano. Ante él, yacente en un mullido lecho que ni tan siquiera los cien años de abandono habían logrado ajar, y cubierta de flores que milagrosamente habían conservado su lozanía, se hallaba la figura inerte de su amada, bella como un ángel durmiente tal como si su letargo datara tan sólo de unas horas atrás.

Tembloroso e ilusionado hasta donde un mortal pudiera ser capaz de estarlo, el enamorado Príncipe Azul se arrodilló a su lado y, tomando una de sus nacaradas manos, se la acercó a los labios dándole un casto beso.

Y entonces el milagro, contra todo pronóstico, se produjo. De forma suave la hasta entonces imperceptible respiración de la muchacha comenzó a recobrarse, al tiempo que un tenue rubor comenzaba a teñir su pálido rostro. La Bella Durmiente, tal como había sido profetizado, volvía a la vida gracias al tesón y al puro y desinteresado amor de su salvador.

Apenas unos minutos más tarde ésta abría los ojos y, con esfuerzo, se incorporaba del lecho intentando despejar su evidente desconcierto.

-¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? -masculló con voz débil, aunque argentina.

-Estás a salvo, mi bella enamorada -respondió su salvador en tono modesto-. Vine para librarte de la maldición, y no es otro mi deseo que convertirte en la mujer más feliz y afortunada del mundo.

-¿Y quién eres tú? -preguntó ella, todavía sin haber podido recobrar la totalidad de su consciencia.

-Soy el Príncipe Azul, tu más ferviente servidor y tu amante más fiel, alguien que ha luchado durante años contra todo tipo de obstáculos y adversidades buscando romper el maleficio en el que un espíritu malvado te había injustamente sumido. Soy, en definitiva, quien no anhela más en este mundo que unir su existencia a la tuya hasta que la cruel muerte nos separe, amada mía.

-Te... te agradezco mucho lo que has hecho por mí -balbuceó la muchacha dirigiendo por vez primera la mirada hacia su gallarda figura-. Y desde luego estaré encantada de... ¡PERO SI ERES AZUL! -exclamó atónita, abriendo los ojos como platos.

-Por supuesto que lo soy -se defendió éste, un pelín amoscado-; ya te dije que me llamo Príncipe Azul.

-¡Es que eres azul de verdad! -protestó ella.

Y tenía razón. La cara y las manos de su salvador junto, cabía suponer, con el resto de su piel que permanecía oculta tras el rico atavío, eran de un perlado azul celeste. Azules también eran sus profundos ojos, mientras los sedosos rizos de su cabellera dibujaban delicados tonos de color lapislázuli. Y aunque la rojiza luz de la antorcha no hacía justicia a su varonil apostura, pletórica bajo la radiante luz solar, sí alumbraba lo suficiente como para demostrar que el príncipe hacía, efectivamente, honor a su nombre.

-¡Pe... pero...! -porfió la muchacha apartando con brusquedad su nívea mano de la principesca mano azul-. ¡No puede ser! Hay gente blanca, gente amarilla, gente negra, gente cobriza, gente aceitunada... ¡Pero nunca había oído decir que hubiera gente azul!

-Es ésta una singularidad de la que me siento especialmente orgulloso -manifestó su salvador- y, al igual que tú, también se lo debo a un hada, en este caso benéfica, que concedió a mi madre el deseo de tener un hijo de cada color. Tengo un hermano verde, otro rojo, otro dorado y dos hermanas fucsia y lavanda. Formamos un bello conjunto cromático cuando estamos todos juntos. Y nuestros niños, supongo, tendrán un delicado tono azulado intermedio entre el mío y tu hermosa blancura.

-¡De eso nada! -exclamó Bella saltando bruscamente del lecho-. ¡No pienso tener hijos de colores absurdos! Soy blanca sin la menor impureza, y sólo me casaré con un príncipe blanco de alcurnia no inferior a la mía. ¿Qué te has creído? O te borras ese absurdo color, o desapareces para siempre de mi vista. Si a ti no te importa hacer el ridículo a mí sí, y mucho.

Abrumado por la inesperada respuesta y humillado en lo más profundo de su ser, el Príncipe Azul agachó la cabeza refrenando su ira y, cabizbajo, dio media vuelta con la intención de abandonar ese odioso lugar en el que tan bruscamente se había truncado su ilusión.

-¡Vete a un circo, mamarracho! -le espetó la joven cuando franqueaba la puerta-. Y no te preocupes por mí, que pretendientes blancos -recalcó el adjetivo- no me van a faltar.

-¡Maldita racista! -musitó éste en voz baja como única respuesta- Tú te lo pierdes, pedazo de imbécil, a ver si pensabas que mi único atractivo era el color.

Dicho lo cual, montó en su caballo abandonando aquella tierra maldita en busca de horizontes más halagüeños. Había oído hablar de otras princesas también necesitadas de rescate, como Blancanieves o Cenicienta, así que intentaría probar suerte con ellas. Ya tendría tiempo de arrepentirse esa cretina.


Publicado el 20-2-2018