La verdadera historia de Sansón y Dalila (II)



Ensimismado en sus pensamientos, Sansón entró en la peluquería y se sentó maquinalmente en el primer sillón que encontró libre. Esa dichosa Dalila... sería una mujer fantástica si no fuera por su manía de saber la razón de su fuerza colosal. Como que iba a revelarle su secreto mejor guardado... sería forzudo, pero no tonto. Pero le compensaba aguantar la tabarra si a cambio conseguía todo lo demás, concluyó sonriéndose mentalmente.

Vio por el rabillo del ojo como se le acercaba solícito el dueño del establecimiento. Sansón estaba justamente orgulloso de su magnífica melena, la cuidaba con mimo y, en consecuencia, era uno de sus mejores clientes. Así pues, repitió la cantinela de siempre:

-Lavar y recortar las puntas.

Dicho lo cual se quedó amodorrado, cansado como estaba después de su última trifulca con los filisteos.

Con lo que no contaba era con que los peluqueros se encontraban sobrecargados de trabajo, por lo cual el dueño le pidió al encargado que le atendiera y éste, no menos desbordado, recurrió a su vez al único aprendiz que en esos momentos se encontraba libre, sin caer en la cuenta de que se trataba de un macarrilla de barrio beneficiario de un contrato de inserción social, y con escasas posibilidades de verlo renovado, al que había que vigilar muy de cerca para evitar disgustos con los clientes.

El aprendiz en el fondo no era mal chico, pero a una indisciplina innata sumaba unos particulares criterios estéticos, por lo que con la autoexcusa de que no había entendido bien las atropelladas instrucciones de su superior, se sintió libre para aplicar éstos a la frondosa cabellera del adormilado Sansón, toda vez que los pelmazos de sus jefes estaban ocupados con otros clientes.

En consecuencia, al terminar su labor la testa del campeón de los israelitas lucía un hermoso corte de pelo a lo mohicano, con una enhiesta cresta central teñida con vivas bandas escarlatas y amarillas y flanqueada por unas sienes escrupulosamente afeitadas. El efecto era sin duda impresionante como remate de su ciclópea anatomía, como impresionante fue también la sorpresa del decalvado Sansón cuando el sonriente aprendiz le despertó para comunicarle que había concluido su trabajo.

La que se montó en la peluquería es para imaginárselo, y sólo la repentina pérdida de fuerza del coloso impidió que el desdichado aprendiz corriera la misma suerte que los filisteos que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino, y aun así fue necesario el esfuerzo conjunto de varios peluqueros para sujetarlo mientras el autor del desaguisado huía desaforado.

Sólo cuando el encargado estimó que el aprendiz, a juzgar por la velocidad con que corría, estaría ya refugiado en su barrio fue Sansón liberado, no sin que los que le retenían sufrieran algún que otro descalabro. En cuanto a la violencia verbal que salió por su boca, mejor ignorarla en aras del decoro.

Huelga decir que el dueño y el encargado se deshicieron en excusas, le aseguraron que el mameluco no volvería a pisar la peluquería, le prometieron que a partir de entonces ellos mismos se encargarían de atenderlo siempre y se ofrecieron a raparle la cresta, lo único que podían hacer hasta que el pelo le creciera de nuevo. Al fin y al cabo no tardaría demasiado en tener de nuevo su hermosa cabellera, y mientras tanto podría usar un gorro -por fortuna era invierno- o, si lo deseaba, le podrían proporcionar una peluca lo más parecida posible. Lamentaban profundamente el incidente, pero por fortuna, aunque desagradable, no era irreversible. Y si quería una indemnización, estaban dispuestos a dársela sin regateos.

Diciéndoles en voz alta, nada extraordinario dado su recio vozarrón, por donde podían meterse la indemnización, los sillones y hasta los aprendices, Sansón abandonó el local rompiendo el cristal de la puerta de un portazo, al tiempo que se cubría la cabeza y la ridícula cresta con el capacete que afortunadamente había traído consigo.

Mientras rumiaba su indignación, al tiempo que lamentaba que la pérdida de su fuerza le hubiera impedido dejar convertida a la peluquería en un Campo de Agramante, Sansón cayó en la cuenta de que tenía pendiente para dentro de dos días una pelea con un batallón de filisteos, poca cosa para él en condiciones normales, pero en su actual situación... porque, por mucho que lo deseara, era evidente que en apenas dos días no iba a conseguir que le volviera a crecer el pelo.

-En fin, Dios proveerá -se dijo con resignación apretando el paso hacia su casa, donde intentaría eliminar la gomina y teñir la cresta de negro; al menos así quedaría algo mejor que con ese aspecto de payaso.


Publicado el 16-12-2018