La verdadera historia de Stanley y Livingstone



Tras un largo y accidentado viaje a través de los ignotos territorios del África Oriental, el intrépido Henry Morton Stanley arribó al fin a Ujiji, la remota aldea ribereña del lago Tanganica donde, según sus indagaciones, podía encontrarse el desaparecido explorador David Livingstone. Al menos los nativos hablaban de la presencia en ella de un hombre blanco, por lo que era muy probable que pudiera tratarse de él.

Stanley entró presuroso en la cabaña que le indicaron y, descubriendo en su interior a un personaje con el rostro velado por la penumbra, le dirigió un saludo que a la vez era una pregunta:

-Doctor Livingstone, supongo...

Para su sorpresa, éste se levantó de su asiento respondiéndole en perfecto inglés:

-Lamento tener que decirle que se equivoca. Soy John Clayton III, hijo de Lord Greystoke, aunque los indígenas me conocen como Tarzán de los Monos. En cualquier caso, sea bienvenido a mi humilde morada.

Stanley, perplejo, permaneció inmóvil haciendo caso omiso a la mano que le tendía su anfitrión. Evidentemente no podía tratarse de Livingstone, pues quien tenía frente a él era un joven de larga cabellera y fornida musculatura, tal como podía apreciar gracias a su semidesnudez apenas velada por un somero taparrabos. Nada que ver, pues, con el misionero y explorador que había venido a buscar, quien frisaba los sesenta años y presumiblemente se encontraba enfermo.

-Siento desilusionarle, pero insisto en que yo no soy ese señor que busca -añadió Clayton, amoscado por la descortesía del visitante.

-Disculpe, señor... -logró balbucir al fin el periodista- pero es que no esperaba esto.

-¿Que no fuera yo el objeto de sus pesquisas? -soltó una carcajada y continuó-.Tenga en cuenta que para los negros todos los blancos somos iguales; y aunque pocos, yo no soy el único de nuestra raza que vive por aquí... ni tampoco, supongo, el doctor Livingstone.

-No se trata de eso... -titubeó- lo que ocurre es que usted no es un ser real.

-¿De veras? -ironizó Tarzán flexionando sus bíceps-. Bien, podemos probar a darle un puñetazo en la cara, para comprobar si el daño es o no real...

-No... no creo que sea necesario -respondió Stanley retrocediendo instintivamente en dirección a la puerta de la cabaña-. Me refiero a que, como todo el mundo sabe, usted es un ser ficticio creado por Edgard Rice Burroughs, el protagonista de una larga serie de novelas ambientadas en África. Por si fuera poco, faltan todavía más de cuarenta años para que sea publicada la primera de ellas, y de hecho ni tan siquiera ha nacido aún su autor.

-Pues yo me veo bastante consistente... -rió de nuevo Tarzán golpeándose el pecho a la manera de los gorilas-. Pero comprendo su sorpresa. Eso sí, permítame que le haga una pregunta. ¿Está convencido de que, a diferencia mía, usted sí es verdadero? -preguntó, enfatizando el adjetivo.

-¡Por supuesto! -se engalló el aludido en un repentino arranque de orgullo-. Yo no soy una creación literaria, sino un hombre real con una larga y constatada biografía. ¿Acaso lo duda? Aparezco en todas las enciclopedias.

-¡Oh, por supuesto que no! Tiene usted toda la razón. Existe, o mejor dicho existió, un periodista y explorador llamado Henry Stanley que a lo largo de su vida realizó numerosas hazañas, incluyendo el hallazgo del desaparecido doctor Livingstone. Pero, ¿está seguro de que él y usted son la misma persona?

-¡Cómo no!

Tarzán no se inmutó y, ofreciéndole un tosco escabel hecho con troncos rudamente desbastados, le rogó que se sentara.

-Como puede comprobar no dispongo de muchas comodidades -explicó al periodista-, pero en cualquier caso estará mejor sentado que de pie. Y ahora -continuó-, permítame que le explique. Yo, como usted bien ha dicho, soy fruto exclusivo de la imaginación de un escritor, dado que en el mundo real nunca existió ningún John Clayton al igual que no hubo un Don Quijote ni un Hamlet. Pero otros autores sí se inspiraron en personajes históricos para urdir unos relatos cuyos protagonistas, visto de esta forma, son tan reales como yo; ¿acaso existieron el Claudio de Robert Graves, el Juliano el Apóstata de Gore Vidal o el Alejandro Magno de Mary Renault?

-¿Insinúa que yo...?

-No lo insinúo, tengo la certeza de que usted no es sino la recreación literaria de un escritor, basada eso sí en el Henry Stanley histórico.

E interrumpiendo la airada protesta del interesado, continuó:

-¿Acaso puede usted explicarme cómo ha sido capaz de identificarnos, a mí y a mi padre literario, cuando se supone que estamos en 1871, su alter ego murió en 1904 y yo no nací hasta 1912? De ser como usted dice, y salvo que dispusiera de una máquina del tiempo, no había manera de que usted pudiera llegar a conocer estos datos.

La expresión de Stanley fue tan patética que Greystoke, poniéndole amistosamente la mano en el hombro, le consoló:

-Comprendo como se siente, a mí me pasó lo mismo cuando descubrí mi verdadera naturaleza... con el agravante de que en mi caso era todavía peor, ya que mi personalidad se basaba en una falsedad científica; porque como es sabido, los niños salvajes reales suelen adolecer de unas deficiencias intelectuales irreparables resultando prácticamente imposible integrarlos en la sociedad. Y eso que tenía el precedente del pobre Mowgli.

-Pero yo... -balbuceó el abatido Stanley- ¿qué pinto aquí? No conozco más libros basados en mi persona que los que escribí relatando mis viajes por los distintos continentes...

-No se caliente la cabeza. Desde que se inventó Internet cualquiera puede subir a la red todo lo que se le ocurra, con lo cual nadie mínimamente conocido está libre de sus desmanes sin importar que le vayan a leer cuatro gatos. En concreto, el autor de este cuento es especialmente aficionado a revolver y mezclar todo lo que se le ponga por delante, sean personajes históricos, literarios, mitológicos... ni tan siquiera los venerables patriarcas bíblicos se han visto a salvo de sus desmanes.

-Pues podía haberse olvidado de mí, al fin y al cabo no soy tan importante.

-No se queje, hubiera podido ser todavía peor. A la pobre Caperucita la trae mártir, y son varios quienes han protestado ya en Personal... sin conseguir nada. Así pues -Tarzán se encogió de hombros-, es mejor tomárselo con filosofía y esperar a que se canse de jugar con nosotros.

-Sí, pero ¿qué pinto yo aquí? -volvió a repetir la pregunta-. Maldito el interés que tengo como protagonista de uno de sus dichosos relatos.

-Cualquiera sabe, tiene una imaginación tan retorcida que puedes verte arrastrado por donde menos lo esperas. Por fortuna no le gusta escribir relatos largos, razón por la que no creo que tardemos mucho en vernos libres... hasta que se vuelva a acordar de alguno de nosotros, claro.

-El problema es que yo no tengo experiencia en estos temas -suspiró Stanley-, ésta es la primera vez que me veo metido en uno de estos fregados y no sé qué hacer. ¿Qué me recomienda usted?

-Que acepte mi hospitalidad y nos tomemos unos tragos de la cerveza de plátano que elaboran estos muchachos ex profeso para mí; le aseguro que está realmente buena, sobre todo si se la acompaña con unas tapitas de cecina de ñu y de queso curado de búfala. Mientras tanto, esperaremos a que se canse y dé por terminado el cuento.

-Habrá que resignarse -concedió el explorador, al tiempo que con una mano cogía el vaso de cerveza que le ofrecía, risueño, su anfitrión y alargaba la otra hacia la apetitosa cecina.

Para su desgracia no llegó a probar ni la una ni la otra, puesto que cuando iba a dar el primer trago la escena se fundió repentinamente en negro, al haber decidido el autor concluir allí mismo el cuento.


Publicado el 1-6-2016