Inconvenientes de la telepatía



Buenaventura Matraca estaba exultante. Tras muchos años de arduas investigaciones había confirmado su teoría de que la capacidad telepática estaba latente en la mente humana, bastando con una estimulación adecuada para que aflorara.

Lo cual no era ni mucho menos sencillo, como lo demostraba el hecho de que todas las presuntas manifestaciones de este fenómeno paranormal habían sido puestas en tela de juicio por la comunidad científica por falta de rigor o consistencia, cuando no se había tratado simplemente de fraudes. Pero Buenaventura lo había logrado siguiendo una metodología heterodoxa y autodidacta, pero no por ello menos sistemática ni rigurosa, radicando en ello su éxito tal como ocurriera con los hermanos Wright, que sin los menores conocimientos de física ni matemáticas lograron lo que habían tildado de imposible los más sesudos científicos de su época: volar.

Así pues, combinando estimulaciones mentales de su invención con el suministro controlado de determinados neurotransmisores, Buenaventura pudo lanzar su ¡eureka! aunque se cuidó mucho de pregonar su logro puesto que no deseaba la menor publicidad temiendo, no sin razón, que ésta pudiera interferir en sus investigaciones sin lograr a cambio ningún beneficio.

Porque, al fin y al cabo, lo que él buscaba era simplemente la satisfacción de alcanzar un logro científico vedado a investigadores mucho más reputados que él al tiempo que, sabedor de las férreas barreras sociales y, todavía más, dentro del ámbito académico, nada conseguiría dándolo a conocer salvo ser considerado un advenedizo y tildado de impostor, lo que con toda probabilidad le dificultaría, y quizás incluso impediría, seguir adelante con sus ensayos, que eran lo único que en realidad le importaba.

Su plan no podía ser más sencillo: una vez sometido su cerebro al proceso de estimulación sería capaz, si éste no fallaba, de leer los pensamientos de cualquier persona que se encontrara cercana a él, sin que la existencia de posibles barreras materiales afectara al proceso ya que la telepatía, según suponía, no se regía por las leyes físicas conocidas. En realidad le traía sin cuidado lo que pudiera averiguar escudriñando mentes ajenas salvo, claro está, en lo relativo al componente cotilla que todos poseemos en mayor o menor medida por más que lo neguemos; pero ésta no dejaría de ser una diversión inofensiva dado que no pretendía aprovecharse de los conocimientos así obtenidos, que no le interesaban lo más mínimo. Aunque, quién sabe, quizás cuando hubiera perfeccionado su invento podría encontrar la manera de sacarle algún beneficio económico al espionaje mental; al fin y al cabo no era rico y sus investigaciones le habían costado no sólo tiempo, sino también bastante dinero.

Pero por el momento eso no le preocupaba. Así pues, dispuso todo lo necesario para el primer ensayo, de cuyo éxito dependería la continuidad de su trabajo. En una habitación de su domicilio había habilitado lo que él denominaba jocosamente la sala de audiciones, aunque su equipamiento no tenía mucho de espectacular: un sillón anatómico en el que poder reposar con comodidad, un equipo informático programado para controlar el proceso, un casco cuyos sensores se conectaban por inducción magnética con determinadas áreas de su cerebro, y una vía intravenosa para inyectarle de manera controlada los productos químicos necesarios para potenciar los neurotransmisores.

Así pues le bastó con encender el ordenador, colocarse la vía en una vena del brazo -la parte más incómoda y desagradable del proceso, tendría que ver como mejorarla-, ponerse el casco en la cabeza, tumbarse en el sillón y activar con el mando a distancia el programa que controlaba el proceso; prudentemente había fijado una duración corta del experimento, tan sólo un cuarto de hora, pero suficiente para calibrar su funcionamiento; ya habría tiempo para prolongarla en posteriores sesiones.

Tras unos segundos de desorientación de repente sitió a un nuevo universo abrirse ante él o, por decirlo con mayor precisión, ante su potenciado cerebro. Quizás se podría decir que se trató de algo similar a lo que experimentaría un ciego de nacimiento sometido a una repentina explosión de colores y sensaciones visuales, o bien un sordo también de nacimiento ante la ejecución de la Novena Sinfonía de Beethoven por una orquesta; pero limitarse a ello sería quedarse muy corto. La impresión que sufrió fue infinitamente más que todo ello, y también le llevó mucho más allá de lo que él esperara.

Supo así que sus esfuerzos se habían visto premiados con el éxito, simultáneamente con la percepción de que lo conseguido no le serviría para nada. Porque él, y en esto consistió su único error, había dado por supuesto que la conexión mental con otras personas sería selectiva y a su voluntad, al modo de cuando se sintoniza una emisora de radio o un canal de televisión concretos; y aunque había dejado para más adelante desarrollar algo equivalente a un selector de canales, confiaba en que en este primer ensayo bastaría con introducirse en los pensamientos del primero con quien se encontrara desentendiéndose de los demás.

Para su desgracia no fue así. Lo que sintió en realidad fue algo similar a encontrarse en mitad de una muchedumbre en la que todos estuvieran gritando a la vez, entremezclándose sus conversaciones en un galimatías ininteligible e insufrible al que no había manera de evitar. Porque su amplificada percepción telepática era indiscriminada abarcando, por usar un símil electromagnético, la totalidad de las frecuencias del espectro, por lo cual recibía todas a la vez sin poderlas separar ni mucho menos evitar: millares o posiblemente millones -la intensidad de la percepción no se atenuaba aparentemente con la distancia- de pensamientos procedentes de otros tantos cerebros humanos... e incluso de animales, como pudo constatar al captar los sentimientos, no articulados en forma de pensamientos pero intensos, de los cazadores al capturar a sus presas y los de éstas en las convulsiones postreras de sus truncadas vidas... y mucho más, infinitamente más, todo ello de forma simultánea y sin la menor posibilidad de filtrado.

Lo encontraron varios días después, postrado en el sillón y todavía conectado al casco y a la vía intravenosa. El programa se había desconectado en el momento previsto, pero esos breves quince minutos de exposición a tan brutal flujo de información desbordaron miles de veces la capacidad máxima de asimilación de un cerebro humano, que acabó literalmente arrasado.

Buenaventura todavía vivía, pero jamás sería consciente de ello ya que se encontraba en estado vegetativo, manteniendo tan sólo las constantes vitales más básicas al tiempo que los médicos descartaban una posible recuperación, siquiera parcial, dado que como se pudo comprobar la parte cognitiva de su cerebro había sufrido daños irreversibles. Así pues y conforme con la voluntad de sus únicos herederos, unos parientes lejanos, con los que nunca había mantenido el menor trato y más interesados éstos en la posible herencia que en hacerse cargo de lo que restaba de él, se diagnosticó su muerte cerebral con las consiguientes consecuencias legales.

Con él murió también su secreto puesto que las investigaciones policiales, incapaces de desentrañar la verdadera naturaleza de su potenciador telepático, se limitaron a dictaminar que probablemente se había tratado de una combinación letal de realidad virtual con una sobredosis de sustancias químicas, la cual provocó un colapso de su cerebro, dándose carpetazo al asunto ante la inexistencia de posibles indicios criminales.

Lo cual, bien pensado, no dejó de ser una suerte para la humanidad al no estar preparada para enfrentarse a los posibles trastornos de todo tipo que podrían haber derivado del uso incontrolado del descubrimiento de nuestro infortunado aprendiz de brujo.


Publicado el 28-8-2024