Las tribulaciones de Cupido (I)
Ser el médico de los dioses tiene sus ventajas pero también sus inconvenientes, si bien tanto las unas como los otros derivan de nuestra condición de inmortales.
Las primeras radican en que al no enfermar, puesto que la inmortalidad también confiere una salud perfecta así como la eterna juventud, como cabe suponer mis pacientes me dan poco trabajo: algún empacho por írseles la mano con el néctar y la ambrosía, torceduras de tobillos y muñecas y cosas por el estilo. Nada importante, aunque por mucho que insisto no consigo que estos cazurros tengan más cuidado.
Los inconvenientes consisten en que muchos de ellos cuando están aburridos, algo que suele ocurrirles con frecuencia, han cogido la costumbre de venir a molestarme para desahogarse conmigo contándome sus cuitas, que dicho sea de paso poco me suelen importar bastante poco. En resumen me utilizan como paño de lágrimas y como psicoanalista, algo que jamás me ha gustado y para lo que tampoco estoy preparado, puesto que cuando los griegos mortales me conocían como Asclepio y los romanos como Esculapio todavía habrían de pasar muchos siglos hasta que naciera ese maldito Freud, al que deseo que arda en el infierno cristiano hasta que éste se enfríe; y si bien a estas alturas los dioses olímpicos carecemos desde hace mucho de adoradores humanos, mis pacientes aprovecharon que el Éufrates pasaba por Babilonia para apuntarse a la moda del psicoanálisis, que dicho sea de paso aborrezco sobre todo si me toca ejercer de psicoanalista.
Pero como en todo el Olimpo no cuento con ningún otro colega que me ayude, me toca pechar con todas sus manías de enfermos imaginarios y sus neuras, que no son pocas. Algunas veces incluso he tenido la tentación de proponer al Comité Olímpico, nuestro parlamento, que promulgue una ley que permita fichar médicos, psicólogos e incluso al mismísimo Freud en los empíreos o en los infiernos, preferiblemente en estos últimos, de la competencia; pero siempre me he echado atrás ante el convencimiento de que no me harán el menor caso. Mientras estos comodones tengan el problema resuelto, aunque sea a costa mía, no mostrarán el menor interés en una mejora de la cobertura, así que a fastidiarse tocan.
Y de quejarse a Zeus ni pensarlo, menudo patán que tenemos como jefe supremo interesado únicamente en practicar el lanzamiento de rayos y en perseguir a cuanta hembra, divina o mortal, se le ponga por delante; bueno, sin hacer tampoco ascos a los jovenzuelos de buen ver. Hasta se rumorea que incluso las divinidades infernales femeninas han recibido de vez en cuando sus visitas, y no será porque resulten precisamente atractivas.
En fin, vayamos al grano. El último sapo que me he tenido que tragar vino de las manos, o de las alas de Eros-Cupido, un dios por lo general discreto que se limita a ir a lo suyo sin molestar a los demás. De hecho, fui el primer sorprendido por su visita a mi consultorio.
Aunque no mantengamos una amistad estrecha hemos sido alguna vez compañeros de farra y acabábamos cantando Atenas patria querida, y nos apreciamos mutuamente. En realidad es uno de los dioses más populares en el Olimpo, ya que tiene la habilidad de caerle bien a todo el mundo y siempre está dispuesto a echarte una mano cuando lo necesitas; los dioses olímpicos no somos vestales y, salvo algunas pocas recalcitrantes como Atenea, Artemisa o Hestia, a todos nos gusta corrernos nuestras juerguecillas.
He de añadir que Cupi, como le llamamos familiarmente, es uno de los pocos habitantes del Olimpo que siguen teniendo trabajo allá abajo, y no poco, aunque éste se encuentre ya completamente desvinculado de su original naturaleza religiosa; la nuestra, se entiende. Pero esto es algo que a él no le importa y, como me ha explicado en más de una ocasión, disfruta con ello puesto que le permite librarse de la pesadez de las relaciones sociales de aquí arriba. Y eso que desde hace siglos sufre la competencia de advenedizos tales como un tal Valentín que ni siquiera puede justificar su verdadera identidad, puesto que son tres de ese nombre los que se la disputan sin la menor prueba; meros impostores a los que incluso sus propias autoridades religiosas desautorizaron borrándolos de su santoral. Pero todo vale con tal de hacer negocio aun cuando se trate de competencia desleal.
Tras los pertinentes saludos de rigor, pasó a contarme sus cuitas. Cuitas de verdad, no las niñerías bobas de muchos de los nuestros.
-Como sabrás -confesó abatido, con las mustias alas colgando como pingajos- yo desarrollo mi labor prácticamente entre los mortales, puesto que los de aquí hace ya mucho que decidieron ir por libre sin recurrir a mis servicios profesionales, pese a las innegables ventajas de contar con el asesoramiento de un experto... allá ellos. Sí, de vez en cuando deidades de poca monta como alguna ninfa o un sátiro, estos últimos son repulsivos pero es mi obligación atenderlos también, vienen a mí para que les resuelva sus cuitas amorosas; pero no es lo normal. Tampoco me preocupa mucho -reconoció-, llevo ya mucho tiempo dedicado a intermediar entre los mortales, y no me quejo de como me van las cosas.
-¿Entonces? -le pregunté intrigado.
-Los tiempos cambian, y no siempre precisamente para bien -suspiró.
Viendo su tendencia a irse por las ramas, le apremié.
-¿En qué consiste tu problema? Sospecho que tiene que ver con tu estado de ánimo que, a juzgar por las apariencias, no parece ser el mejor.
-No te equivocas. Padezco una crisis laboral que me está afectando anímicamente. Mucho, además -reconoció.
-Pues tú dirás -me resigné a otra sesión de confesionario-. ¿Vamos al diván?
Él asintió en silencio, levantándose de la silla para dirigirse a la sala vecina donde tenía instalado mi consultorio para estos casos: un diván para el paciente, la butaca en la que me sentaba yo y una decoración neutra para evitar despistes innecesarios. Ni el propio Freud lo hubiera criticado.
-Cuéntame -le invité una vez que ambos estuvimos acomodados en nuestros respectivos asientos.
Puesto que yo no usaba cuaderno de notas -los inmortales disfrutamos de una memoria perfecta-, pero en algo tenía que entretener las manos, acostumbraba a juguetear con una réplica en oro de mi báculo regalo de Hefesto, la cual tenía la peculiaridad de que la serpiente se movía como si estuviera viva. Esto relajaba a mis pacientes, o al menos yo lo creía así.
-Verás, no quiero que me interpretes mal -titubeó-, no soy ningún puritano ni, por mi profesión, podría serlo después de todo lo que he visto. En realidad ninguno de nosotros lo somos, a excepción de las de siempre.
Hizo una pausa y continuó:
-Y mucho menos frente a los hábitos sexuales de los mortales, mucho más simples que los nuestros y también menos imaginativos, aunque hay que reconocer que dadas sus limitaciones fisiológicas tampoco podrían imitarnos aunque lo intentaran.
Reprimiendo mi impaciencia como buen psicoanalista que, pese a mis reticencias, intentaba ser, le animé a sincerarse con la fraseología típica del gremio que no es necesario, por sabida, repetir aquí.
-En resumen -se abrió al fin- yo estaba más que acostumbrado a todas las posibles variantes de la sexualidad humana, no sólo a las relaciones homosexuales sino también a aquéllas que en un momento u otro se habían considerado perversiones o cuanto menos extravagancias: sadomasoquismo, intercambio de parejas, orgías, bestialismo... nada, en definitiva, capaz de suscitar más que una leve sonrisa a nuestros experimentados dioses.
»La cosa cambió cuando hace algún tiempo surgió la moda de la diversidad sexual y comenzaron a brotar como setas presuntas variantes tales como bigénero, trigénero, pangénero, agénero, intergénero, transgénero, xenogénero, tercer género, género fluido, andrógino, neutro, demiboy, demigirl, no binario, epiceno, asexual, intersexual, polisexual, pansexual, omnisexual, ceterosexual, queer... y alguna más que se me olvida. ¡Y se supone que tengo que atender a todos ellos! -concluyó abrumado.
Yo, que me había perdido a mitad de la lista cuyos términos desconocía en su mayor parte, entendí el problema de mi amigo. Y luego dirán que los dioses estamos mucho más allá de la inventiva humana; ni el propio Zeus, capaz de metamorfosearse en toro, águila, cisne, lluvia dorada, nube o cualquier otra cosa que se le antojase, sería capaz de tamaña imaginación. Y le compadecí. Claro está que esto no iba a decírselo.
Pero tuve que interrumpirle ante si empeño en describirme con pelos y señales las peculiaridades de cada una de estas variantes sexuales, o de género como me explicó que se autodefinían sus integrantes.
-Yo intenté atenderlos lo mejor posible, como siempre he hecho -me aseguraba-. Pero por más que me esforzaba no había manera humana ni divina de acertar; ¿cómo hacerlo con alguien, pongo por ejemplo, cuya orientación sexual varía, según él, de día en día? Y éste era sólo un caso de los muchos problemáticos que se me planteaban. Al final, dejaba tras mi paso un reguero de descontentes y yo acababa con la moral por los suelos, cuando siempre me había sentido orgulloso de mi trabajo.
-Te entiendo -le consolé al tiempo que me rascaba la nariz con la punta del báculo-. Y si quieres que te sea sincero, la única solución que encuentro es que te tomes unas vacaciones. No demasiado largas, tan sólo un siglo o dos, pero este tiempo servirá, además de para tranquilizarte, para dejar que las cosas se asienten y las aguas vuelvan a su cauce. Estoy pensando en mandarte al cielo de los cristianos, un sitio tranquilo quizás un tanto aburrido, pero ideal para una cura de reposo.
Viendo su gesto de sorpresa añadí, sabedor de por donde iban los tiros: se trataba de quienes nos habían arrebatado a todos nuestros fieles, por lo que no caían precisamente simpáticos en el Olimpo.
-No tiene nada de particular. Aunque no tengamos relaciones diplomáticas con ellos, nuestra guerra hace ya mucho tiempo que terminó y no hay razón para que sigamos ignorándonos. De hecho mantenemos contactos discretos en diversos campos, y uno es el de la medicina; andan bastante escasos de profesionales y la mayoría de ellos como Cosme, Damián o Pantaléon se han quedado bastante anticuados, sobre todo en el campo de la psiquiatría. Así pues, les echo una mano cuando me lo piden y en consecuencia me deben algunos favores.
-No sería mala idea -admitió confuso-. Pero no puedo abandonar mi trabajo durante tanto tiempo, son muchos los que me necesitan...
-Podríamos hacer un intercambio; tú te vas a descansar y aquí nos mandan un sustituto. No es que les sobren expertos en temática amorosa tal como la entendemos nosotros, pero quizás lo que haría falta es dar un golpe de timón siquiera temporal, para facilitar que desapareciera la confusión actual.
-Creo que tengo el candidato perfecto -concluí tras haber efectuado un rápido repaso mental-. Un tal Jerónimo, que estoy seguro de que aceptará ya que lleva siglos aburriéndose. Tiene un carácter un tanto adusto, pero pienso que sería lo más apropiado en estas circunstancias; un tipo duro con las ideas claras y mucho prestigio entre los suyos.
Me levanté del sillón, dejé encima de éste el báculo y le animé:
-Vamos, te invito a un trago de néctar. Conozco un sitio donde ponen unas tapas de ambrosía que están de muerte, y mira que eso es difícil para nosotros -reí intentando quitarle hierro al asunto.
Publicado el 24-2-2023