El candidato



Rápida, atropelladamente, desfilaban por su mente las imágenes de su vida más reciente. Revivían de nuevo los congresos, los mítines, las agotadoras giras por todo el país. Sentía otra vez el agobio de la interminable campaña electoral, culminada por el suspense de la elección. Ahora era el blanco de todas las miradas, de todas las felicitaciones, de todos los odios. Se repetían los actos oficiales, la solemne ceremonia de proclamación, el no menos importante discurso a la nación...

Bruscamente, despertó. La luna estaba ya alta, y su pálida luz se filtraba por las entreabiertas persianas bañándole tibiamente el rostro. Su primera sensación, una vez despierto, fue de desasosiego, familiar impresión para todo aquél que vuelve a la vigilia en un lugar extraño. Trató de recordar. No se encontraba en su residencia habitual. Aquella estancia, débilmente iluminada por la luna llena, no era su dormitorio, sino que formaba parte de las habitaciones privadas reservadas al presidente de los Estados Unidos de América, en la Casa Blanca.

Él era ahora el responsable máximo de la nación más poderosa del planeta, y hacía ya siete días que su nombre, conocido e incluso temido en todos los rincones del globo, figuraba a la cabeza del ejecutivo de su país; pero revolviéndose en el lecho no pudo evitar la sospecha de que en realidad todo lo conseguido hasta entonces no había merecido la pena. Y él, el hombre más importante del mundo, con suficiente poder en su mano como para destruir a la totalidad del planeta, se sintió repentinamente solo. Y lloró.

Nunca supo cuanto tiempo permaneció así. Repentinamente sintió cómo la débil iluminación lunar era eclipsada por una violenta explosión de luz artificial. Alguien había encendido las lámparas de la habitación, penetrando en su interior. Irritado por semejante violación de su más recóndita intimidad, se incorporó de la cama buscando con la vista, momentáneamente deslumbrada, a los recién llegados. Éstos eran tres, el jefe de seguridad de la Casa Blanca y dos fornidos policías de su guardia personal. Arrepentido de su inicial arrebato, les indicó mudamente que se acercaran; no era costumbre del discreto oficial molestar sin motivo, y menos a horas tan intempestivas. Algo fuera de lo normal debía, pues, ocurrir. Por un instante dejó vagar su imaginación, soñando con su nombre escrito con letras indelebles en el libro de la Historia. Pero pronto recapacitó, recordando que no era más que un mediocre ciudadano americano elevado a la cúspide del poder merced a los votos de millones de americanos tan mediocres cuanto menos como él. Y sintió miedo, deseando con desesperación poder retornar al protector seno materno.

-Disculpe la interrupción, señor presidente -fue el saludo de su visitante-. Pero hemos de resolver aquí y ahora una importante cuestión que no admite demora.

-¿Qué ocurre? -preguntó alarmado-. ¿Un nuevo atentado?

-No, señor presidente. Se trata de usted.

-¿De mí? No lo comprendo.

-Desearía que aceptara esto con resignación, señor. El bien de la nación, e incluso del propio planeta, así lo exigen. Usted debe morir.

-¡Ustedes bromean! -exclamó despavorido al tiempo que trataba de ganar infructuosamente la puerta, bloqueado por la muralla humana de los dos pretorianos.

-No, señor presidente, por desgracia no bromeamos. Desearía que comprendiera que me ha sido encomendada una desagradable misión, y que deseo llevarla a cabo de la forma más breve y llevadera posible.

-¡Está loco! ¡Todos ustedes están locos! -bramó desesperadamente, intentando zafarse de las manos que le tenían férreamente asido por ambos brazos-. Por el Señor de los Cielos, ¿qué les he podido hacer yo? Hablan de mí como si se tratara de una alimaña que debe ser exterminada.

-Créame que lo siento, señor, y le puedo asegurar que no se trata de nada personal; pero es demasiado lo que está en juego y no podemos correr el riesgo de malograrlo. Una vida humana, aunque sea la suya, es en este caso un precio razonable -hizo una pausa y prosiguió-. Le ruego que se calme; nadie puede oír sus gritos. Así resultará más fácil para todos.

-¿Quiénes son ustedes? ¿La CIA? ¿Agentes enemigos? ¿O unos vulgares asesinos a sueldo?

-Por favor, señor presidente, no nos subestime. Cuando el destino del planeta está en nuestras manos, los conceptos del bien y del mal pierden todo su significado. No, no somos de la CIA, ni de ninguna otra agencia extranjera. Tampoco somos terroristas, ni criminales, ni tan siquiera unos locos. Nuestra misión es mucho más trascendental, ya que afecta a toda la humanidad y no tan sólo a una parte de la misma, y créame que esto que me veo obligado a hacer resulta realmente duro para mí.

-¿Para qué tanta explicación? -ironizó, repentinamente calmado-. Acabemos de una vez. Asesínenme.

-Usted no va a morir, señor presidente. Al menos, como persona pública. Lamentablemente, como individuo tiene que desaparecer para que su sustituto pueda ocupar su lugar. Es necesario que se haga así. En cuanto a su acusación, le diré que no somos unos asesinos. Obramos por necesidad, no por capricho. Cierto sentido... llamémosle de justicia me mueve a explicarle nuestros motivos.

-Sus escrúpulos resultan ridículos -el miedo, paradójicamente, le había infundido arrestos-. Yo sólo sé que pretenden matarme, pese a que no hecho nada que pudiera justificar este magnicidio. ¿Acaso esperan que les comprenda? ¿Y que lo acepte con resignación? ¿Quiénes se creen ustedes? ¿Dioses?

-¡Oh, no! Somos poderosos, pero no perfectos, y en nuestra condición de humanos en ocasiones hemos incurrido en errores que nos vimos obligados a subsanar. Pero no es el caso.

-Déjese de eufemismos inútiles -replicó extrañamente sereno-. Ustedes saben que mis propósitos son honrados. Díganme, pues, las razones por las que yo les estorbo.

-Veo que sigue sin comprender -suspiró el policía-. Han pasado ya muchos siglos desde que nos propusimos tomar las riendas de la humanidad, y pocos sucesos desde la destrucción de Cartago hasta la Segunda Guerra Mundial y la caída del bloque soviético han escapado a nuestro control. Incluso las convulsiones de los países islámicos han tenido bastante que ver con nuestros planes, por sorprendente que pudiera parecer. Y como es fácil suponer no podemos permitirnos el lujo de hacer con usted una excepción; nuestras proyecciones sociales predicen que, si le dejáramos continuar al frente del gobierno, el mundo acabaría sumido en una crisis de consecuencias incalculables.

-Comprendo -le espetó mordaz-. Yo no encajo en sus planes, y probablemente me consideran tan peligroso como Hitler, Stalin, Atila o vete a saber tú qué otro monstruo. Pero sepan que -se engalló-, de ser cierta su afirmación, no se puede decir que se hayan cubierto precisamente de gloria; basta con leer la historia para comprobarlo.

-Se equivoca de nuevo. Ni somos dioses, ni nunca hemos pretendido serlo. Jamás hemos deseado imponer a la historia unas pautas conforme a nuestros gustos, entre otras razones porque no hubiéramos sabido hacerlo; tan sólo nos hemos limitado a intentar encauzar a la humanidad por el camino más viable de entre todos los posibles, aunque en ocasiones éste resultara digamos... traumático. Nuestra labor se ha limitado únicamente a evitar desviaciones peligrosas de la ruta trazada hacia el fin último que es el bienestar de la especie humana.

-¿He de entender que todos los hechos históricos más trascendentales han sido manipulados por ustedes?

-Existen dos historias, la oficial y la real, y fuera de nosotros la única conocida es la primera de ellas. Si se refiere a ésta, la respuesta es afirmativa. Tenga en cuenta que la naturaleza posee unos mecanismos de seguridad que le permiten regular su actividad, pero al carecer de ellos la sociedad humana alguien tenía que intentar cubrir esta ausencia evitando de esta manera su autodestrucción.

-Entonces, ¿las elecciones presidenciales fueron una farsa?

-No. Era muy arriesgado intentar intervenir en una masa tan grande de personas; resultaba más sencillo esperar a que usted fuera elegido y obrar en consecuencia. La verdad -suspiró- es que es mucho más fácil controlar a un régimen autocrático que a una democracia.

-¿Acaso no respetan la voluntad de la mayoría?

-No sea ingenuo. La mayoría no tiene por qué estar en posesión de la razón; de hecho, casi nunca la tiene. Vuelvo a repetirle que nuestros criterios morales, si quiere denominarlos así, no tienen por qué coincidir necesariamente con los suyos.

-Mis ideales no son otros que el bien de mi país, del planeta entero incluso. ¿Qué daño puedo hacer?

-Por desgracia, lo que usted pretende no resultaría viable. Usted es un idealista y, como tal, potencialmente peligroso. Cegado por sus ideales jamás podría actuar con el necesario pragmatismo, por muy desagradable que éste pudiera llegar a ser, y en consecuencia tarde o temprano acabaría echando a perder nuestros planes. Usted ignora que el camino más directo entre dos puntos no siempre resulta ser una línea recta, y que a veces resulta inevitable cometer actos execrables con el fin de evitar males mayores.

-O sea, que según ustedes el fin justifica los medios...

-En ocasiones, y por duro que pueda parecer, sí. Sobre todo, cuando está en juego el futuro de miles de millones de personas.

-¿Y cómo van a cubrir mi hueco? ¿Suplantándome con un doble? Tarde o temprano se descubriría el fraude.

-Vuelvo a repetirle que usted desconoce absolutamente todo acerca de nosotros. Nuestros medios no son los normales. En estos momentos, y en un cuarto secreto de este mismo edificio, reposa en estado cataléptico un doble suyo. No se trata de un simple sosias, sino de una copia clónica creada in vitro a partir de unas células madre suyas que obtuvimos clandestinamente, a la cual se le aplicaron las modificaciones necesarias para que pudiera desempeñar su labor de presidente conforme a nuestros planes. Nadie notará la diferencia, ni siquiera su esposa y sus hijos cuando se instalen aquí, puesto que poseerá sus propios recuerdos. Y le aseguro que será un buen gobernante, incluso será reelegido dentro de cuatro años.

-¿Cómo lo hicieron? -preguntó atónito, más sorprendido por tan insólita invasión de su intimidad que por la magnitud de tamaña proeza científica.

-Fue fácil -sonrió con amargura su verdugo-. ¿Recuerda cuando le sometieron a unas revisiones médicas exhaustivas? El encefalógrafo no era tal, sino un aparato capaz de copiar su memoria y su personalidad volcándolas sobre el cerebro vacío del clon; como comprenderá, no bastaba con tener una imitación suya biológicamente perfecta, necesitábamos también que ésta pensara como usted, que recordara como usted y que, en definitiva, se creyera usted.

-¡Eso es imposible!

-Para la ciencia oficial sí, pero no para la nuestra. Entre usted y el clon no existen más diferencias que una sutil modificación en algunas sinapsis claves de sus respectivas neuronas, lo suficiente para que pueda actuar conforme a nuestros planes sin ser consciente de ello, puesto que él creerá estar obrando según le dicte su conciencia.

-¡Un momento! -exclamó el condenado, al borde de la desesperación-. ¿No podrían someterme a mí a ese mismo condicionamiento?

-Por desgracia, no puede ser -fue la desoladora respuesta-. La manipulación cerebral a esos niveles tan complejos sólo puede hacerse en un cerebro virgen, antes de que le sean implantados los recuerdos extraídos del... -titubeó- donante.

-Entonces...

Como puede suponer, usted es ya el único que estorba. Pero no se asuste; le aseguro que no sufrirá en absoluto. Además, de alguna manera usted seguirá perdurando en él.

La hora de la verdad había llegado. Intentó debatirse luchando desesperadamente por conservar su vida, pero todo resultó inútil. Firmemente sujeto por sus dos cancerberos sintió cómo una fría aguja hipodérmica le perforaba la piel; instantes después, todo era oscuridad y silencio.

El resto fue rápido. Al alborear la mañana, tan sólo una pequeña porción del cuidado jardín era mudo testigo de lo ocurrido, con la tierra levemente removida allá donde fueron enterradas unas cenizas anónimas. Aquella primavera los parterres florecerían con mayores bríos.


Publicado el 14-7-2016