El heredero
-Lo lamento infinito, señor Mérez, pero tal y como le han explicado ya nuestros empleados, no nos es posible atender a su solicitud.
El aludido era un hombre de mediana edad, rechoncho y con una pronunciada barriga, ataviado con ropas caras que hacían bueno el conocido refrán de la mona vestida de seda. De hecho, el director ejecutivo de Corporación Eugenésica le había catalogado exactamente como lo que era: un nuevo rico tan podrido de dinero como carente no ya de cultura, sino también de educación. En otras palabras, el típico patán forrado de billetes.
Y en mala hora se le había antojado requerir los servicios de su compañía, y no con un encargo corriente -eso hubiera resultado sencillo de resolver para sus subordinados- sino con un capricho que había hecho sudar sangre a los agentes comerciales que le habían atendido en primer lugar.
Con un cliente normal este filtro habría resultado suficiente, pero Mérez distaba mucho de ser uno de ellos, y el muy condenado no sólo era plenamente consciente de ello sino que además lo explotaba con todo el descaro y sin el menor escrúpulo, con sus toscas maneras apenas suavizadas por el delgado barniz de su actual prosperidad. Así pues, lejos de aceptar la negativa, por lo demás razonada y justificada, había exigido -él nunca pedía, siempre exigía- hablar con el jefe, algo que evidentemente no estaba al alcance de cualquiera... pero sí del orondo -en todos los sentidos- propietario de Empresas Mérez, uno de los principales emporios económicos del planeta y accionista además, aunque minoritario, de Corporación Eugenésica. Así pues les tenía cogidos, para desesperación de sus gestores.
Y ahora estaba ante el jefe, dispuesto a imponer su capricho por cojones, su coletilla favorita con la que acostumbraba a explicar el modo en el que se había convertido en uno de los personajes más ricos del planeta, sin importarle lo más mínimo quien pudiera ser su estirado -y frecuentemente escandalizado- interlocutor.
-Tendrá que darme una buena razón para ello... -gruñó Mérez en todo amenazador-. por cierto, ¿le importa que fume?
Y sin aguardar respuesta alguna, sacó del bolsillo un grueso y ostentosamente caro habano procediendo a encenderlo con un encendedor de oro.
En realidad a su anfitrión sí le importaba, y mucho, que fumara en su presencia puesto que no soportaba el humo del tabaco, pero suspirando resignado ante la patata caliente que le había caído encima se limitó a desconectar de forma discreta el detector de humos del despacho, evitando de esta manera que el sistema antiincendios del edificio les sorprendiera con una indeseada ducha. Por supuesto apelar a la ley que prohibía fumar en el interior de los edificios públicos no hubiera servido para nada, dado que Mérez solía jactarse de su afición por saltarse a la torera cuantas normativas legales tuvieran la desagradable costumbre de contradecir a sus antojos.
Por ello, no le quedó otro remedio que hacer de tripas corazón tragándose el apestoso humo -no por caro el dichoso habano olía mejor- que el ladino empresario parecía disfrutar echándoselo a la cara.
-Hay dos razones, tal como le fue comunicado por mis empleados; en realidad no le voy a decir nada que usted no conozca -respondió el ejecutivo apelando a toda su sangre fría al tiempo que realizaba denodados esfuerzos por no toser-. En primer lugar está la ley...
-¡Paparruchas! -le interrumpió el ricacho-. Si no lo pudiéramos hacer ni en Europa ni en América, siempre podríamos montar un laboratorio en cualquier país asiático o africano, donde seguro que sus autoridades no son tan quisquillosas como las nuestras. Y en último extremo, siempre podríamos hacerlo en un barco anclado en aguas internacionales, donde estos fulanos no podrían tocarnos las pelotas aunque quisieran. Por supuesto yo correría con todos los gastos, por eso no tendrían que preocuparse.
En realidad al representante de Corporación Eugenésica esta solución sí le preocupaba, y mucho, temeroso de las posibles repercusiones negativas que una iniciativa de ese calado pudiera acabar teniendo en los negocios internacionales de su compañía, en modo alguno inmune ante unas posibles represalias, si no legales sí comerciales, por parte de la Unión Europea o del gobierno norteamericano, con diferencia sus principales clientes. Cierto era que la compañía había realizado más de una operación de este tipo en países con una legislación más relajada, pero siempre en secreto y sin que sus beneficiarios tuvieran nada que ver con el excéntrico y exhibicionista Mérez.
Así pues, el director optó por pasar por alto la sugerencia.
-La segunda razón es decididamente irresoluble -continuó impertérrito y gozando en el fondo por contradecir a tamaño patán.
-Me cisco en la irresol... en eso -respondió con brutalidad su cliente potencial-. Poco es lo que hay que no se pueda resolver con dinero.
-Mucho me temo que en esta ocasión no sea así, y le recuerdo que ya fue convenientemente informado de ello -se vengó el director, al tiempo que repasaba mentalmente las circunstancias que habían motivado la insólita petición del millonario.
Robustiano Mérez, de antecedentes no ya humildes, sino decididamente arrabaleros, era el típico ejemplo de magnate hecho a sí mismo partiendo de la nada y, a decir de muchos, por supuesto a espaldas suyas, gracias a unos negocios sospechosamente poco limpios. Casado en los inicios de su carrera con su novia de toda la vida, una muchacha casi analfabeta criada en su mismo barrio, llegó un momento en el que estimó, cuando era ya razonablemente rico, que al igual que su nuevo estatus social le exigía exhibir sus coches deportivos, sus mansiones espectaculares o sus ropas confeccionadas por las marcas más caras -que le sentaran como a un Cristo dos pistolas era ya otro asunto que a él personalmente no le importaba-, también debería mejorar el ganado en palabras textuales suyas.
Así pues se divorció sin pensárselo dos veces aunque, eso sí, fue generoso con su ex-mujer, algo que por otro lado podía permitírselo, casándose acto seguido con una rubia explosiva que había alcanzado cierta popularidad como presentadora en una cadena de televisión en la cual la ramplonería de sus programas era la marca de la casa. Poco le importó que la afortunada, por edad, pudiera haber sido su hija, y en cuanto a sus dudosas aptitudes intelectuales -de su bagaje cultural menor no hablar- éstas no sólo no le importaban sino que incluso lo prefería así, puesto que jamás hubiera soportado estar casado con alguien que le superara en inteligencia.
Por supuesto, quedó completamente convencido de que el éxito de la conquista se había debido a sus dotes personales y a su desbordante hombría.
Claro está que todavía le quedaba un pequeño detalle para rematar el edificio de sus ambiciones o, por decirlo de una manera más gráfica, para conquistar la última pluma que necesitaba para completar su pavoneo: necesitaba un heredero, dado que con su primera mujer no había tenido hijos. Pero no un heredero cualquiera, sino alguien digno de sucederlo acrecentando sus triunfos.
Justo ahí era donde entraba en escena Corporación Eugenésica. Como su propio nombre indicaba, Corporación Eugenésica pretendía mejorar el patrimonio genético de la humanidad o, cuanto menos, el de aquellos padres que estuvieran dispuestos a pagar sus tarifas, que no eran precisamente baratas.
Inicialmente la compañía había sido creada para ayudar a quienes, queriendo tener descendencia, se encontraban con el riesgo potencial de transmitir a sus hijos enfermedades hereditarias tales como la hemofilia, el daltonismo o muchas otras con consecuencias todavía más graves como el síndrome de Down, la fibrosis quística, la enfermedad de Huntington, la retinosis pigmentaria, el síndrome de Marfan y muchas otras. Lo que prometía la compañía era limpiar los gametos de los progenitores de los genes malignos que pudieran portar, garantizándoles una descendencia sana y robusta.
Sin embargo, éste fue sólo el principio. Es evidente que cualquier padre en su sano juicio desearía siempre que sus hijos nacieran libres de enfermedades y defectos, pero... ¿por qué no ir un poco más lejos? Al fin y al cabo, a todos nos gustaría también tener vástagos no sólo sanos, sino también guapos, altos, inteligentes... es decir, todo aquello cuya carencia no supone necesariamente algo negativo, pero cuya posesión puede ayudar, y no poco, al éxito social.
Fue entonces cuando surgió el primer escollo. En los países desarrollados y no sometidos a ningún tipo de teocracias retrógradas la ley autorizaba, más o menos a regañadientes -es sabido que los legisladores suelen ir siempre a la zaga de los avances científicos-, la eugenesia cuyo fin fuera evitar enfermedades hereditarias o congénitas, pero no la tendente a mejorar los resultados en la reproducción humana, cuya práctica solía estar por lo general prohibida.
Pero como la demanda era fuerte, los beneficios potenciales jugosos y la compañía, firmemente asentada ya, contaba con un excelente gabinete de asesores legales, sus responsables decidieron apurar al límite los resquicios que presentaba la ley. Paralelamente, y obrando con notable astucia, la compañía había creado una filial dedicada a la investigación y síntesis de nuevos fármacos mediante ingeniería genética, la cual, gracias a los conocimientos transferidos desde su matriz, todos ellos convenientemente blindados por una batería de patentes, había logrado unos resultados muy positivos en la lucha contra varias enfermedades importantes. El mensaje estaba claro, y garantizaba unos aceptables niveles de tolerancia por parte de unos gobiernos que se veían incapacitados de cargar todo el peso de la ley sobre uno de los platillos de Corporación Eugenésica sin que el otro se les desequilibrara.
Eso sin contar, claro está, con lo que era un secreto a voces, el hecho de que buena parte de sus mejores clientes procedían tanto de lo que comúnmente se conoce como poderes fácticos, como de la no menos poderosa y ambiciosa casta política, ninguno de los cuales estaba interesado en tirar piedras a su propio tejado.
Así pues, siempre y cuando la compañía fuera lo suficientemente discreta o, según los maledicientes, hipócrita, en la práctica se podía desenvolver con relativa soltura.
Pero sólo relativa, ya que también contaba con numerosos detractores a los que había que mantener a raya. Y luego estaba el problema de Robustiano Mérez, quien acostumbrado a ir siempre de por libre no era precisamente el más indicado para cumplir con ese pacto tácito de silencio que tan buenos resultados le había venido dando a la compañía.
Y él lo sabía, y sabía que sus interlocutores lo sabían, pero conforme a lo que se podía considerar como la marca de la casa, nada deseaba más Mérez que imponer su santa voluntad saltándose a la torera todo cuanto se interpusiera en su camino; y cuanto más alto fuera el muro, mayor placer encontraría en saltarlo.
Aunque en esta ocasión había topado con un hueso duro de roer.
-¡...De mí no se ríe nadie! -bufaba iracundo su tosco interlocutor cuando el director ejecutivo volvió a la cruda realidad con la que se enfrentaba-. ¡Soy capaz de comprar el cincuenta por cien de las acciones de su asquerosa compañía y darme el gusto de ponerles a todos en la calle!
Capaz era, por supuesto, pero eso no le serviría de mucho dada la extrema especialización de sus profesionales, a los que resultaría muy difícil, por no decir imposible, reemplazar. Pero el director prefirió optar por la vía diplomática rehuyendo el enfrentamiento, por más que se lo estuviera pidiendo el cuerpo.
-Nadie pretende reírse de usted, señor Mérez -respondió al fin haciendo acopio de paciencia-. Simplemente hay cosas que nos es de todo punto imposible hacer, y no porque haya leyes que lo prohíban, sino porque nuestra tecnología tiene unos límites que no podemos rebasar por mucho que lo pretendamos, al menos por el momento. Somos humanos, no dioses omnipotentes.
-Sepa usted que me he informado bien antes de venir aquí -bufó el aludido negándose a dar su brazo a torcer-; no soy tan inculto como la gente va diciendo por ahí, y sé que todo lo que somos está escrito en esas cosas pequeñas que tenemos dentro de las células y que hacen que seamos como somos y no una rana o un caballo...
-Los genes -suspiró el ejecutivo.
-Eso mismo, lo tenía en la punta de la lengua... genes -pareció paladear la palabra-. Ustedes cambian un trozo por otro conforme se les antoja, y según eso el niño sale blanco o negro, alto o bajo, guapo o feo...
En otras circunstancias el director habría sonreído ante tamaña muestra de incultura e ingenuidad, pero ahora éste no era el caso. De hecho, estaba ya más que razonablemente harto de tener que aguantar a semejante cretino.
-Señor Mérez -le interrumpió con falsa suavidad-, por desgracia las cosas no son tan sencillas. Permítame que se lo explique con un símil. ¿Lee usted mucho?
La pregunta tenía trampa, y el interpelado mordió el anzuelo hasta adentro.
Tengo muchos libros en casa -presumió, callando que los había comprado por metros de estantería eligiéndolos en función del lujo de sus encuadernaciones, y que no había abierto ni uno solo, limitándose a tenerlos de adorno-. Pero la verdad es que no tengo mucho tiempo para... -se mordió la lengua a tiempo- leerlos.
-Bien, pero conocerá al Quijote...
-Por supuesto, por supuesto... -respondió el empresario con la misma rotundidad que si le hubieran preguntado por La divina comedia, Los miserables, Crimen y castigo, Hamlet o por cualquier otra obra maestra de la literatura universal que ni había leído ni pensaba leer, ni por supuesto sabía tan siquiera que existieran.
-Imagínese usted que a su Quijote le faltaran varias hojas, precisamente las que narraban alguno de los episodios claves de la novela, y que al leerlo usted se quedara sin poder saber lo que ocurría en ellas...
-Eso no es problema -le interrumpió-; compraría otro.
Disimulando su profundo desagrado por la perogrullada que le había colado semejante patán, el estirado ejecutivo continuó:
-Reconozco que el ejemplo no ha sido demasiado afortunado -concedió-, así que permítame que cambie el Quijote por un incunable...
-¿Un qué? -le interrumpió de nuevo su interlocutor- ¿Qué tiene que ver aquí un inclusero?
-Estoy hablando de libros, no de bastardos -mordió literalmente las palabras-. Un incunable es un libro muy antiguo del que no existe más de un ejemplar en todo el mundo -la definición, evidentemente, no era la correcta, pero para acallar a semejante zopenco serviría.
-¡Ah, ya lo entiendo! Un libraco apolillado de esos que nadie lee...
-Sí, tan apolillado que le faltan trozos enteros que hacen imposible su lectura, por lo que si usted... -se enmendó- o quien quiera que fuera su propietario deseara tenerlo completo, no tendría manera de copiar de otro libro similar las partes perdidas. Tendría que inventárselo intentando imitar el estilo y el contenido del resto del libro, pero nunca podría restaurar el texto original; incluso lo más probable es que el resultado final fuera muy distinto.
-Bueno, ¿y qué? -la estolidez de Mérez estaba resultando ser más corrosiva que un ácido para el autodominio de su forzado anfitrión-. ¿Qué tiene que ver eso con el problema que me ha traído aquí? Yo quiero un hijo, no libros.
Reprimiendo a duras penas los deseos de estrangularlo con sus propias manos, el director continuó:
-Tiene mucho que ver, aunque a usted no se lo parezca. Los genes defectuosos que nosotros reparamos son tan corrientes que los tiene todo el mundo, razón por la cual no encontramos el menor problema a la hora de buscar unos sanos para copiarlos y reemplazar con ellos las partes dañadas o perdidas.
-¿Entonces? -como cabía suponer, la paciencia no era uno de los fuertes del empresario.
-El problema estriba en que, al igual que ocurre en el símil del incunable que le puse, lo que usted nos pide es que nos inventemos secuencias completas del genoma... del libro, para entendernos, completamente ajenas a la especie humana y de las cuales ni tan siquiera disponemos de ninguna muestra que pudiéramos copiar. Y nosotros no podemos hacer eso, señor Mérez, y no porque no queramos o porque nos lo prohíban, sino porque las posibilidades de conseguir un embrión viable en estas circunstancias serían virtualmente nulas. La genética no es como la pintura o la escultura, en las que cualquier aspirante a artista puede hacer lo que más le apetezca, desde las Meninas o el David hasta las extravagancias sin sentido que se ven en los museos de arte contemporáneo. En nuestro campo lo más que podemos hacer es reparar y copiar, pero no inventar lo que nos parezca, y si por casualidad nos desviamos lo más mínimo de las líneas trazadas por la evolución, lo más normal es que acabemos tarde o temprano ante un callejón sin salida.
-Pero lo que yo quiero que le hagan a mi futuro hijo existe... objetó Mérez, ya no tan seguro- Yo no me he inventado nada.
-Claro que existe; pero no en la especie humana. Usted no puede pretender poner a un caballo alas de águila, y que además vuele. De hecho, ese hipotético pegaso ni siquiera llegaría a nacer, se frustraría ya en las primeras etapas de su desarrollo embrionario.
-Hum... sería divertido, pero ¿para qué querría yo un bicho de esos? -masculló el empresario haciéndose el gracioso, sin que su interlocutor fuera capaz de adivinar si hablaba o no en serio-. Menudo problema tendría para guardarlo en casa... -concluyó, rematando el chascarrillo con una estruendosa carcajada.
-Mucho me temo, señor Mérez, que sigue sin comprender la verdadera raíz del problema -le respondió el representante de la compañía en tono glacial.
-¡Y yo me temo que son ustedes los que no quieren hacerme ni puñetero caso! -bufó el aludido, pasando sin solución de continuidad de la hilaridad a la irritación-. Yo no quiero caballos con alas, elefantes con cuernos, perros que hablen o zarandajas por el estilo, sino tan sólo un hijo perfecto y sin ningún tipo de defectos. ¿Tan difícil es de entender esto?
-Si usted quisiera tan sólo depurar el patrimonio genético de su hijo de todo tipo de taras, o incluso mejorarlo dentro de unos márgenes razonables, no estaríamos discutiendo aquí, hace tiempo que se habrían hecho cargo de ello mis subordinados. Pero lo que usted pretende, en realidad, es que le fabriquemos un superhombre, y eso es algo que nos desborda por completo. Por mucho que usted se empeñe, insisto en ello, no somos dioses, ni nuestra tecnología es ilimitada.
-Ustedes llaman superhombre a lo que yo entiendo como una simple mejora... -porfió el tozudo millonario- yo no quiero que mi hijo sea Superman, pero sí que sea mejor que toda esa morralla de humanos vulgares.
-No nos ha pedido que su futuro hijo fuera Superman, en efecto... pero poco le ha faltado. Y no hablo de oídas, le aseguro que me he estudiado en profundidad su expediente -afirmó el representante de Corporación Eugenésica al tiempo que esgrimía una gruesa carpeta-. Y si me lo permite, voy a repasar delante de usted los puntos más importantes del mismo, para que se convenza por sí mismo de que lo que nos pide es irrealizable.
Y sin aguardar respuesta, tras abrir la carpeta, explicó:
-Usted nos pide que su hijo, por supuesto varón, mida entre uno noventa y dos metros de estatura; que sea rubio y con los ojos azules, atlético y capaz de competir con éxito en cualquier deporte de élite. Asimismo quiere que su cociente intelectual sea superior a la media y que domine disciplinas tales como la ciencia, la economía y la política; por cierto -añadió con malicia-, creo que olvidó incluir también el arte y la cultura.
Tras una breve pausa, continuó:
-Quiere que le potenciemos las regiones cerebrales responsables de la memoria, y que le inculquemos dotes de mando, capacidad de decisión y una serie de aptitudes que usted considera positivas tales como la audacia, la valentía, la capacidad de liderazgo, la fortaleza, la decisión, la astucia... ¿me dejo algo en el tintero?
-¿Y qué tiene eso de malo? -rezongó el empresario, removiéndose inquieto en su asiento sin disimular su enfado-. Es normal que un padre quiera lo mejor para su hijo. Y si yo puedo pagarlo...
-No es cuestión de que pueda pagarlo o no, al fin y al cabo Corporación Eugenésica es una empresa, no una entidad benéfica. El problema, vuelvo a repetirlo, es que no nos resulta técnicamente posible acceder a sus deseos. Y menos mal que no nos ha pedido que su hijo domine además la telepatía, la telecinesis o cualquier otra capacidad extrasensorial... -concluyó mordaz.
-No le consiento que se burle de mí -gruñó Mérez con ademán amenazador-. Y tampoco estoy dispuesto a aceptar una negativa sin que me dé una buena razón para ello.
-Llevo más de media hora dándoselas... -suspiró su resignado anfitrión- no tengo la culpa de que usted se niegue en redondo a entenderlo. Ya le he dicho que nuestra capacidad de manipulación de los genes es limitada, y que lo más que podemos hacer es reparar los daños existentes o, como mucho, sustituir cadenas de nucleótidos por otros similares... pero de ahí a fabricar niños de encargo media un abismo, máxime -aquí aprovechó para clavar una banderilla- cuando el material de partida, perdóneme que le diga, deja mucho que desear. Vamos, que lo que usted nos pide rozaría el milagro.
-¿Insinúa acaso...? -gritó el aludido, rojo de ira, poniéndose en pie de un salto.
-No insinúo, afirmo -remachó su interlocutor saboreando la venganza mientras por precaución rozaba con el dedo el botón oculto que llamaría a los agentes de seguridad del edificio- que nos sería imposible conseguir lo que usted nos propone a partir de un material genético tan... ¡hum! digamos convencional.
-¡Esto es un insulto!
-No me malinterprete -doró la píldora-, no quiero decir con ello que usted no reúna cualidades, si ha llegado tan alto no es por casualidad, pero lamentablemente esto no nos resulta de utilidad para lo que usted pretende. Reflexione usted y dígame, con total sinceridad, si piensa que reúne una sola de las aptitudes físicas -obvió las mentales-que desea para su futuro hijo.
-¿Por qué cree que he recurrido a ustedes? -preguntó estólidamente el empresario- Porque quiero mejorar mi estirpe.
-Eso es muy loable, por supuesto, pero lamentablemente la mejora que le podríamos proporcionar, aun siendo notable, no llegaría a cubrir sino una pequeña parte de sus expectativas, eso sin contar con el considerable margen de incertidumbre existente en este tipo de manipulaciones genéticas. Tenga en cuenta que no basta con modificar o cambiar un gen por otro, también dependemos de que luego éste se llegue a activar o no, según unos mecanismos que todavía distamos mucho de controlar. Eso sin contar, claro está, con el factor ambiental y con la educación que ese niño fuera a recibir. Y por favor, si se sienta resultará mucho más cómodo para los dos.
Apabullado por un torrente de tecnicismos que era incapaz de comprender, el candidato a padre obedeció en silencio. El director ejecutivo de Corporación Eugenésica había logrado recuperar las riendas, mientras su tosco visitante oía boquiabierto sus palabras.
-¿Entonces? -logró balbucir al fin.
-Créame que estamos dispuestos a hacer por usted todo lo que podamos; otra cosa es que eso alcance a satisfacer todos sus deseos. Aun a riesgo de pecar de pesado, vuelvo a repetirle que nuestra capacidad de maniobra es limitada.
-Está bien -concedió Mérez, relativamente esponjado-. ¿Cuándo podríamos empezar?
-¿Empezar? -el ladino director fingió sorprenderse mientras preparaba la estocada final-. Si ya hemos empezado...
-¿Que ya han empezado? -la sorpresa de su cliente sí era real-. No lo entiendo...
-Bueno, en sentido estricto, nosotros no... -la puntualización era también puro teatro- pero sí la clínica Neonat a la que acudió su esposa, la cual pertenece a nuestro grupo empresarial; con lo cual, todo se viene a quedar en casa -sonrió.
-¿Cóooomo? -Mérez abrió unos ojos como platos.
-Esto... su esposa está embarazada. ¿No lo sabía?
-Yo... no...
-¡Vaya, hombre, me temo que le he chafado la sorpresa! Lo siento... -mintió con descaro- Aunque de todos modos, no podríamos haber seguido adelante sin decírselo, claro. Espero que su esposa no se enfade demasiado con nosotros por habernos adelantado.
-Eso acelera las cosas, supongo... -apuntó el empresario luchado entre la indignación y la vanidad.
-En realidad las cambia por completo...
-¿Y por qué no me lo dijo antes? -protestó el interesado en un súbito arranque de ira- Me habría ahorrado este ridículo.
-Usted no me dejó hacerlo, bastante tuve con defenderme de sus acusaciones -se excusó el ejecutivo con suavidad-. De todos modos, no pienso que usted haya hecho el ridículo, ni mucho menos.
-¡Está bien, está bien! -atajó su interlocutor, incómodo- Dígame en qué cambian las cosas.
-En todo... nuestra selección genética, o mejora, si quiere usted llamarla así, siempre se realiza en los gametos, espermatozoides y óvulos para entendernos -explicó-, nunca en los embriones ya fecundados puesto que en ellos la dificultad para trabajar es mucho mayor. Luego, una vez depurados, procedemos a efectuar una fecundación in vitro, tras lo cual implantamos finalmente los embriones en el útero de la madre. ¿Me sigue?
-Más o menos... -rezongó el aludido en un poco afortunado intento de disimular su ignorancia.
-Bien, con que comprenda lo básico es suficiente. El caso es que su esposa quedó embarazada de forma natural, y cuando acudió a nosotros, bueno, a nuestra clínica obstétrica, el embrión ya era demasiado grande como para poder hacer demasiadas cosas con él... salvo dejar que la naturaleza siguiera su curso.
»Pero no se apure -continuó-, le aseguro que ha tenido mucha suerte, ya que según todas las pruebas realizadas tampoco habría habido necesidad de manipular apenas su material genético... el suyo y el de su esposa, claro. Su hijo nacerá sano y fuerte; no será un superhombre, por supuesto, pero tampoco lo hubiera sido de haber sido engendrado en nuestras instalaciones, y con toda seguridad tampoco acabaría siendo demasiado distinto. Además, si no queda satisfecho, siempre podríamos darle un hermano.
-No, eso no; quiero que mi heredero sea único y, si ello no es posible, que sea el primogénito. Espero que no se equivoquen...
El resto fue ya pan comido para el astuto ejecutivo, acostumbrado a lidiar con todo tipo de contendientes. Mérez se marchó satisfecho, o por lo menos aparentemente no irritado lo cual, dado su carácter, era ya un considerable logro. Además, sería difícil que volviera por allí, puesto que ahora sería la clínica filial la que se encargaría de atender el embarazo de su mujer.
Satisfecho, se dirigió al mueble bar camuflado que poseía en el despacho -no era cuestión de dar una mala imagen a sus visitantes- y se sirvió una generosa copa de su brandy favorito. Aunque las personas como Mérez le repugnaban profundamente, no por ello dejaba de saborear el placer de la victoria.
Y había sido sincero... al menos hasta donde pudo serlo. Era totalmente cierto lo que le había dicho al empresario; su esposa se había quedado embarazada de forma natural, y el embrión había resultado ser un magnífico ejemplar sin necesidad de manipulación alguna. El tipo tendría un hermoso hijo, sin duda mucho mejor de lo que se merecía.
Lo que había callado era que su bagaje genético, al menos en lo que a la contribución masculina se refería, no procedía, según los análisis realizados en la clínica, de los vulgares cromosomas de Mérez.
Por supuesto la vida privada de ese fulano era algo que le traía completamente sin cuidado, y si su mujer le había puesto los cuernos con cualquier bigardo que se le pusiera a tiro era un problema exclusivamente suyo.
Además, según el informe reservado que le habían remitido de la clínica, la adúltera había tenido muy buen gusto. Aunque no resultaba posible averiguar -ni tampoco tenía el menor interés en hacerlo- quién podría haber sido el padre biológico de la criatura, era inevitable atar ciertos cabos. Al parecer, la señora de Mérez se había desplazado hasta la clínica en un imponente Mercedes último modelo conducido por un también imponente chófer que había dejado sin habla a todo el personal femenino del establecimiento.
En cualquier caso, al director ejecutivo de Corporación Eugenésica le cabían pocas dudas de que Mérez acabaría estando muy satisfecho con su heredero... al menos, mientras no fuera demasiado puntilloso ni se preocupase por cosas tales como los análisis de ADN.
Publicado el 22-10-2015