El hombre que se burlaba del tiempo
Tendría Juan P. unos quince años de edad cuando descubrió, por vez primera, su capacidad innata para sortear el inmutable discurrir del tiempo. Una noche se despertó con unos agudos dolores en la base del estómago acompañados de fuertes vómitos y, tras ser llevado por sus padres a urgencias, supo que era víctima de un violento ataque de apendicitis.
Los médicos que lo atendieron decidieron extirpar inmediatamente el órgano enfermo, y Juan, que nunca había sido precisamente valiente en cuestión de enfermedades, sintió que la tierra se le abría de repente bajo sus pies. Tal fue su pánico que, aterrado, deseó fervientemente que el tiempo se acelerara lo suficiente para evitarle pasar por tan mal trago.
¿Quién de nosotros, en algún momento de su vida, no ha deseado cerrar los ojos frente a un problema desagradable, en la esperanza de que, al abrirlos, éste haya sido dejado felizmente atrás sin trastornos de ningún tipo? Sin obtener jamás el menor resultado, por supuesto. Lo insólito fue que Juan, sin saber cómo, sí lo consiguió y, cual un nuevo Josué redivivo, logró no que el Sol se parara sino, justo al contrario, que éste acelerara su camino de modo que los días se sucedieran con velocidad de vértigo, de forma que no sólo la operación inmediata, sino también la molesta convalecencia posterior, fueron para el perplejo muchacho tan sólo el mal recuerdo de algo pasado, pero no sufrido.
Cuando, inocentemente, contó a sus padres lo que le había sucedido, éstos sonrieron y le dijeron que no se preocupara, que era de esperar que sintiera cierta confusión mental después del mal trago sufrido. Juan alegó con tozudez que recordaba perfectamente todo lo que le había sucedido en esos días, e incluso esgrimió ciertas anécdotas ocurridas entonces como prueba de que su memoria se encontraba en perfecto estado de revista; pero insistió una y otra vez en afirmar que se sentía como si su alma hubiera abandonado temporalmente su cuerpo a la espera de que el proceso terminara, pasado lo cual habría vuelto a casa encontrándose con un informe completo de lo acontecido.
Ante su tozuda insistencia sus padres, que habían estado al pie del cañón durante todo ese tiempo sin constatar en el comportamiento de su hijo nada susceptible de corroborar tan esotéricas teorías transmigratorias, acabaron por dudar de la integridad mental del adolescente, planteándole la posibilidad de acudir a la consulta de un psiquiatra... Amenaza que fue mano de santo para hacerle olvidar, como por ensalmo, tan extravagantes ideas. Así pues, Juan se normalizó sin necesidad de psiquiatra alguno, volviendo con docilidad a su rutina habitual. Aparentemente el problema había sido solucionado... Pero sólo aparentemente.
La ocasión no tardó en presentársele de nuevo. Aunque era buen estudiante, o quizá precisamente a causa de ello, a Juan siempre se le había atravesado la gimnasia, y de hecho las clases de esta asignatura eran para él un auténtico calvario. Así pues, no hubo de pasar mucho tiempo antes de que, camino del vestuario, pensara enfurruñado que ojalá hubiera pasado ya la maldita clase.
Dicho y hecho; sin la menor solución de continuidad se encontró de pronto en su pupitre, atendiendo a las explicaciones del profesor de matemáticas, siguiente clase a la de gimnasia. Había ocurrido de nuevo y, al igual que en la ocasión anterior, recordaba a la perfección todas sus peripecias gimnásticas, incluyendo la bronca que, por variar, le había echado el cerdo del profesor -demasiados músculos para tan pocas neuronas- a costa de su bien merecida fama de torpe.
A su lado se sentaba su mejor amigo, perdido en el universo de las matemáticas intentando seguir, al parecer sin demasiado éxito, el desarrollo del problema de la pizarra. Conteniendo su impaciencia, decidió aguardar a que terminara la clase para relatarle lo sucedido. La espera se le hizo eterna, y aun dudó mucho sobre la conveniencia de desvelar el secreto; el reciente fiasco con sus padres aún le escocía, y no quería correr el riesgo de repetir la experiencia. Pero por otro lado, necesitaba averiguar lo que le estaba pasando.
Finalmente se decidió. Para su sorpresa, su amigo no le miró como si fuera un lunático, aunque posiblemente ello se debiera a que el muchacho era un devorador impenitente de todo cuando oliera a ciencia ficción, limitándose a hacerle una pregunta jocosa:
-Oye Juan, ¿no resultará que eres un mutante?
-¿Mutante yo? ¡Como te dé un mamporro...!
-¿Con tus superpoderes?
Bromas aparte, lo cierto fue que su amigo se lo tomó bastante en serio. Le interrogó minuciosamente sobre ambas experiencias y, tras concluir que algo raro estaba pasando, le propuso provocar un nuevo salto -así lo denominaron- de forma voluntaria. Juan aceptó la sugerencia, eligiendo para llevarla a cabo la media hora del recreo.
Y no resultó, a pesar de todo su empeño. Desconcertado intentó tirar la toalla, pero su amigo, más imaginativo que él, creyó dar con la clave de lo sucedido.
-Al parecer, sólo ocurre cuando de forma inconsciente intentas evitar algo que te resulta desagradable; por eso no funcionó con el recreo. Por lo que se ve, has desarrollado una especie de instinto de conservación que te permite evitar todo lo que no te gusta.
-Puede ser. -gruñó el muchacho no demasiado convencido- En fin, habrá que esperar a la próxima clase de gimnasia... Si no me da otro retortijón de tripas antes.
Como era de esperar, no sufrió ningún percance. Dos días más tarde, bajo la atenta vigilancia de su amigo, Juan intentó burlar de nuevo la temida clase de educación física, consiguiéndolo esta vez sin el menor esfuerzo.
-¿Qué tal? -preguntó ansiosamente nada más retornar al mundo real- ¿Notaste algo raro?
-En absoluto. Tu comportamiento fue de lo más normal. De no saberlo por ti, no habría sido consciente de que te hubieras ido.
-Pero... ¿No me hablaste? ¿No me preguntaste?
-¡Claro que te hablé! Demasiado, quizá. ¿No recuerdas la bronca que nos echó el Musculitos -ése era el apodo del profesor- por distraernos en plena sesión de abdominales?
-Pues ahora que lo dices... Sí. -gimió Juan, sintiendo las punzadas de las agujetas en la barriga- Es increíble; recuerdo todo lo que pasó en la clase como si hubiera estado allí... Pero me consta que no estaba; es como si hubiera desconectado la mente de mi cuerpo durante todo ese tiempo y, al volver, me encontrara con las cartas atrasadas.
-Eso ya lo sé. -suspiró, un tanto amoscado, su interlocutor- No hace falta que lo repitas.
-Perdona... Pero es que no sé por donde cogerlo. Mucho me temo que esto es algo demasiado complicado para mí.
-¿Y por qué empeñarse en intentar comprenderlo? -la pregunta no podía ser más pragmática- Limítate a disfrutarlo.
-Pues también tienes razón.
Y así quedó la cosa... Por el momento.
* * *
En un principio Juan hizo caso a su amigo, limitándose a escabullirse de los episodios desagradables con los que tropezaba en su rutinaria vida de estudiante, sin volver a plantearse pregunta alguna sobre la metafísica del proceso. No sólo las repulsivas clases de gimnasia fueron víctima de su particular censura; los lunes por la mañana, siempre cuesta arriba y más con clase de lengua a primera hora; el empaste de una muela, y hasta las exasperantes visitas a la tía solterona de su madre, sufrieron entre otras las consecuencias de su peculiar habilidad mantenida, eso sí, en riguroso secreto para todo el mundo excepto para su confidente y amigo, el cual con el tiempo dejó de mostrar interés sospechando, quizá, que pudiera tratarse de una invención de Juan, al ser incapaz de descubrir el menor cambio en éste durante sus pretendidas ausencias... Lo cual, lejos de incomodarle, acabó convirtiéndose en una ventaja.
Acostumbrado a practicar este escapismo cada vez con mayor frecuencia -en realidad surgía de forma espontánea cada vez que barruntaba la inmediata aparición de algo desagradable en su vida-, Juan acabó aficionándose a él. En consecuencia, comenzó a usar -y abusar- del mismo de forma habitual, perfeccionándolo cada vez más. La prueba de fuego llegó cuando, meses más tarde, terminó el curso, con los consiguientes e inevitables exámenes de junio. Juan era buen estudiante y nunca había tenido problemas para salir adelante, pero le aburría estudiar, sobre todo las asignaturas que no eran de su agrado. Así pues, pronto convirtió las horas de estudio en sesiones de placentero nirvana, aderezando todo ello con la traca final de unos exámenes de los que estuvo ausente... Lo que no le impidió aprobarlos con buenas notas, mejores incluso de lo esperado, gracias a que su habilidad le permitió estar más tiempo pegado a los libros de lo que hubiera estado en condiciones normales. Este éxito, conseguido además sin el menor esfuerzo, le indicó claramente el camino a seguir. El melón estaba y abierto, y tan sólo quedaba comenzar a cortarlo.
Y lo cortó, vaya si lo cortó. Llegadas las vacaciones, sus padres decidieron premiarles a él y a su hermana menor, que también había aprobado el curso, con unas magníficas vacaciones... En la playa, algo que él odiaba especialmente. De nada sirvieron sus encendidas protestas, ni su pregonado deseo de ir a cualquier parte que no fuera el sofocante y agobiante literal mediterráneo; en ese tema estaba en franca minoría y, tal como ocurriera en años anteriores, muy a pesar suyo se vio obligado a resignarse... Aunque ahora disponía de una poderosa arma para evitarlo.
Las vacaciones no fueron demasiado largas, apenas dos semanas, pero Juan se las pasó cómodamente desconectado en su particular e inexpugnable refugio. Cuando volvió a la vida real se encontró, tal como temía, con un conjunto de poco agradables recuerdos -calor, multitudes, paella casi como plato único- rematados por las secuelas de unas molestas quemaduras solares... Pero se había librado de lo peor y, lo más importante, su familia no se había dado la menor cuenta de ello.
Con el tiempo, Juan se convirtió en un auténtico virtuoso de tan peculiar habilidad, lo cual le resultó extremadamente útil durante sus años de universidad. Paralelamente a ello comenzó a interrogarse sobre las implicaciones metafísicas de este fenómeno, en un intento de ir más allá de su simple disfrute buscando asimismo una posible explicación para el mismo. Esto le condujo, de forma irremisible, a zambullirse de lleno en el variopinto mundillo del esoterismo y la parapsicología, únicas disciplinas que se atrevían a abordar estos temas.
Curioso por naturaleza, y auténtico devorador de cuanto libro cayera en sus manos, Juan estudió tanto a los clásicos de la materia, desde Madame Blavatsky, Charles Fort o Edgard Cayce hasta Louis Pauwels y Jacques Bergier, como a sus modernos y cada vez más pintorescos epígonos, confundidos ya con toda la pléyade de charlatanes baratos, adivinadores sin escrúpulos y chalados de toda laya que pululaban impunemente, y al parecer de forma harto pingüe, por los dominios de la telebasura y los negocios con teléfonos de tarifas especiales. Evidentemente separar el grano, si es que siquiera existía, de la paja se revelaba como una misión eventualmente imposible, pero Juan no cejó en su empeño ni se arredró ante las previsibles dificultades; su don era perfectamente real, y confiaba en encontrar datos fidedignos sobre el mismo por muy perdidos que pudieran entrar entre la hojarasca y los detritus de las mal llamadas ciencias ocultas, que solían tener bien poco de lo último y absolutamente nada de lo primero.
No tardaría demasiado en encontrar datos presuntamente interesantes; en realidad, y aun realizando todas las depuraciones previas que el sentido común imponía, pronto llegó a encontrarse completamente desbordado por el ingente volumen de información acumulado. Dada la extrema complejidad del mundillo esotérico, optó por ceñirse tan sólo a todo cuanto tuviera que ver con la existencia del alma y, más concretamente, con las posibles e hipotéticas transmigraciones de la misma. Topó inevitablemente con el clásico Vida después de la vida de Raymond A. Moody, pero le parecieron mucho más interesantes las teorías orientales sobre la reencarnación por encontrarlas más similares, al menos en apariencia, a sus propias experiencias, en especial en lo relativo al concepto de cuerpo astral o viaje astral. Por desgracia, toda la parafernalia de seudobudismo y seudohinduismo, cuando no de espiritismo, que fue capaz de descubrir, no eran sino burdos pastiches creados específicamente para el consumo de los países occidentales, incluyendo claro está el escandaloso bluff del falso lama T. Lobsang Rampa.
Probó suerte entonces con los sesudos tratados teológicos que cayeron en sus manos, sin lograr sacar nada en limpio de ellos; amén de su extrema profundidad, imposible de digerir para un estudiante de ciencias en sus primeros años de carrera, se encontró con el problema añadido de la dificultad de comprensión, incluso para los más eruditos teólogos y filósofos occidentales, de las sutilezas metafísicas del hermético pensamiento oriental. Sí, evidentemente hablaban de temas tales como la reencarnación, el karma o el nirvana, pero en la práctica de poco o nada le sirvieron.
Además, y eso era evidente, su caso particular no encajaba en modo alguno con las reencarnaciones postuladas por estas religiones: Para un hindú o un budista, su alma sólo abandonaba el cuerpo a raíz de la muerte, y en modo alguno a voluntad y de forma reversible. Era posible que algunas escuelas filosóficas tibetanas, o de vete a saber donde dentro del vasto continente asiático, sí contemplaran esta posibilidad, pero Juan fue incapaz de encontrarlo de una manera lo suficientemente inteligible como para entenderlo.
Así pues, descartados por un lado los charlatanes, que incluso ofrecían sencillas recetas para realizar viajes astrales a voluntad -algo que además no le ocurría a él, incapaz de recordar las peripecias de su alma durante la desconexión-, y por otro los ininteligibles arcanos de las religiones orientales, Juan se quedó exactamente igual que estaba antes de embarcarse en tan ardua tarea.... Lo que probablemente fuera una suerte para él, puesto que le permitió librarse de influencias extrañas previsiblemente perniciosas.
Claro está que esto no le impidió seguir aprovechándose, cada vez con mayor frecuencia, de tan práctica habilidad; hubiera sido estúpido no aprovecharse de ello, aun sin conseguir entenderlo, máxime cuando la complicada vida de estudiante universitario le brindaba continuas oportunidades para hacerlo.
Sin embargo, siempre había existido una limitación clara y tajante en la duración de sus saltos, todos ellos caracterizados por su brevedad ya que no solían exceder, por lo general, de un par de semanas, siendo lo más habitual que se limitaran a tan sólo unas pocas horas, justo lo necesario para eludir todo cuanto había de desagradable en la vida cotidiana. Pero las cosas habrían de cambiar de forma radical cuando, apenas recién licenciado, Juan se vio ante la perspectiva de tener que cumplir el servicio militar, algo que le llevaba aterrorizando desde mucho tiempo atrás... Ahora no se trataba de escabullirse de un examen o de evitar un catarro, sino de una situación infinitamente más desagradable y, sobre todo, mucho más larga, ya que habría de prolongarse durante más de un año. La tentación era grande, pero a Juan le preocupaban las posibles consecuencias negativas que pudiera acarrear una ausencia tan prolongada, algo que jamás se había atrevido a hacer hasta entonces.
Pero tampoco era cuestión de padecer innecesariamente por algo que se podía evitar. Así pues, optó por una solución intermedia: saltar tan sólo hasta que llegara el primer permiso, justo después de la jura de bandera. Se trataba tan sólo de un mes y medio, un tiempo razonable que le permitiría calibrar asimismo la posibilidad de dar nuevos saltos, esta vez más prolongados.
Dicho y hecho. Con la experiencia adquirida fruto de una prolongada práctica, Juan calculó cuidadosamente el tiempo que debería estar desconectado y, la víspera misma de su incorporación al cuartel, huyó a su inaccesible refugio mental. A su vuelta, ocurrida tal como era habitual sin la menor solución de continuidad, se encontró de nuevo en casa, con el pelo rapado y un monumental catarro encima a modo de inesperado efecto colateral de su experiencia castrense, tal como pudo comprobar tras tomar posesión de sus poco agradables recuerdos cuarteleros.
Profundamente irritado por la molesta e imprevista enfermedad, sin pensárselo dos veces deseó largarse inmediatamente de allí y no volver hasta que todo hubiera terminado ya de forma definitiva. Cuando cayó en la cuenta de su error era demasiado tarde, y no le fue posible dar marcha atrás en su furioso arrebato; tras un nuevo y fugaz paso por el desconocido limbo que servía de residencia a su liberada mente, volvió a encontrarse en el interior de su cuerpo... Casi un año después y ya con la ansiada licencia del servicio militar en el bolsillo.
El gran salto había tenido éxito, pero su memoria se encontraba repleta de recuerdos desagradables... Y no todos relacionados con la mili. Su novia -bueno, su medio novia- había aprovechado la ocasión para darle esquinazo, cambiándolo por un pijo con cara de idiota pero con suficiente dinero y prestigio social, mientras en su propia casa las cosas tampoco marchaban como hubiera sido de desear. El matrimonio de sus padres, que nunca había sido demasiado sólido, se tambaleaba peligrosamente, y apenas un par de semanas después del retorno su padre les comunicó que se iba a vivir con una mujer que, por su edad, bien podría haber sido su hija. A la profunda depresión de su madre, refugiada en el consumo masivo de tranquilizantes, se unió la reclamación paterna de la mayor parte del patrimonio familiar, lo que dio pie a un largo y desagradable vía crucis judicial.
Aterrorizado por una situación que desbordaba por completo su capacidad de resistencia, Juan optó por la fuga hacia delante como única forma de eludir lo que se le venía encima... Sin molestarse siquiera en prever el tiempo que necesitaría para ello, limitándose a huir de allí hasta que la crisis hubiera pasado.
Ésta duró dos años largos, tal como descubrió con sorpresa a su retorno. Aunque básicamente la situación familiar seguía siendo la misma, con su padre conviviendo con su nueva pareja y su madre ausente en su propio mundo interior -bueno, además su hermana se había ido a vivir con su novio, pero esto no le importaba demasiado-, Juan descubrió con alivio que la pesadilla de los juicios había acabado y él llevaba ahora una vida no demasiado incómoda, aunque tampoco excesivamente satisfactoria, como profesor en una academia.
Durante algunos meses aguantó mejor o peor de esta manera, pero llegó un momento en el que acabó hartándose. Sus alumnos le sacaban de quicio, los dueños de la academia lo explotaban pagándole una miseria por un montón de horas de trabajo, seguía sin novia pese a todos sus esfuerzos y cada vez estaba más harto de convivir con su madre... Al tiempo que no podía ni soñar siquiera con emanciparse, puesto que el sueldo que ganaba apenas si le daba para sobrevivir y, a diferencia de su hermana, él no podía contar con nadie que lo mantuviera.
Así pues, no fue de extrañar que acabara hartándose. Teniendo en cuenta que, con su formación, era de esperar que en un futuro las cosas le fueran mejor, ¿para qué esperar innecesariamente pudiendo evitarlo?
En esta ocasión su ausencia duró casi tres años; pero había merecido la pena. Tras una etapa bastante difícil durante la cual alternó períodos de desempleo con trabajos basura, finalmente había logrado colocarse en los laboratorios de una empresa fabricante de cosméticos y, sin ser para lanzar las campanas al vuelo, al menos disponía de un sueldo decente que le había permitido alquilar un pequeño apartamento, marchándose del domicilio familiar justo antes de que su padre, mitad arrepentido mitad desplumado, hubiera vuelto con el rabo entre las piernas reconciliándose mejor o peor con su madre. Allá ellos. En cuanto a su hermana, se había ido a vivir a Canarias perdiendo todo contacto con ella, así que otra preocupación menos. Y lo más importante de todo, era que volvía a tener novia.
Durante algún tiempo las cosas le fueron razonablemente bien. Desentendido de los problemas familiares y sin demasiadas discusiones con su novia, aunque le fastidiaba que fuera tan estrecha, su trabajo en los laboratorios no le complicaba la vida en exceso. Pero como suele ocurrir a menudo, llegó un momento en el que eso le supo a poco... Sobre todo, después de encontrarse con un antiguo compañero de facultad que, pese a haber sacado la carrera a trancas y barrancas repitiendo incluso algún curso, ahora presumía de ser un alto ejecutivo de una importante multinacional, con un sueldo varias veces superior al suyo... Ciertamente el fulano siempre había sido un fantasma y, según todas las apariencias, seguía siéndolo, pero el Rolex de oro que llevaba en la muñeca, el BMV en el que le montó y la Visa Oro con la que pagó la cuenta en el exclusivo restaurante donde le invitó a comer, eran cosas que quedaban todas ellas fuera del alcance de su magro sueldo, devorado en su práctica totalidad por el alquiler usurero de la caja de cerillas donde vivía y los gastos de representación, como él denominaba en un arranque de ironía a las profundas dentelladas al presupuesto que le infligían las salidas de fin de semana con su caprichosa novia. Esa noche llegó echando chispas a casa, prometiéndose solemnemente que del día siguiente no pasaría la tanto tiempo aplazada petición de aumento de sueldo.
En realidad fueron casi tres semanas el tiempo que tardó en decidirse, con nulos resultados puesto que su jefe se negó en redondo a subirle un solo céntimo el sueldo, llegando a insinuar incluso que para lo que trabajaba incluso le estaban pagando de más. Eso sí, si no estaba conforme... Ya le buscarían un sustituto entre los cientos de jóvenes recién licenciados dispuestos a trabajar más que él por bastante menos dinero. Como es de suponer, salió de la entrevista con el rabo entre las piernas y un monumental cabreo en el cuerpo.
Pero lo peor de todo no fue eso, sino la airada reacción de su novia cuando, ingenuamente, le contó el fracaso de su iniciativa. Ella le quería, pero le gustaban los hombres decididos y ambiciosos, con madera de triunfador. Vamos, que en realidad a quien quería era al dinero y al estatus social. Harto de todo, y de todos, no se lo pensó dos veces y dio un nuevo salto, esta vez con la ambigua condición de no volver al mundo hasta que no estuviera casado y bien asentado económicamente.
El desconocido mecanismo, o lo que fuese, responsable de sus enigmáticos saltos temporales cumplió la orden a rajatabla, aunque le costó bastante tiempo llevarla a cabo de forma satisfactoria: A su vuelta a la realidad, a su nueva realidad, Juan se encontró frisando la cuarentena, amén de calvo y barrigudo para disgusto suyo. Según pudo averiguar buceando en sus recuerdos, llevaba casado varios años, pero sólo hasta fechas recientes no había conseguido la estabilidad laboral que tanto ansiara, razón por la cual se había demorado tanto su regreso. Para sorpresa suya no estaba casado con su antigua novia, encontrándose además con la inesperada propina de dos retoños que, con dos y cuatro años respectivamente, estaban en plena edad de hacer trizas la paciencia del más calmado.
Por si fuera poco, no se llevaba precisamente bien con su mujer; en realidad nunca había llegado a estar enamorado de ella, pero los años apremiaban y, tras la ruptura con su anterior novia, le habían entrado prisas por abandonar la soltería, agarrándose, como vulgarmente se dice, a un clavo ardiendo. Después de casi seis años de matrimonio, si bien no podía hablarse de hostilidad, tampoco su relación llegaba más allá de la mutua e indiferente tolerancia, con los dos niños como único vínculo común.
En cuanto a su trabajo No podía negar que estuviera bien pagado; de hecho, se habían mudado a un adosado sito en uno de esos nuevos barrios residenciales que habían crecido a modo de excrecencias cancerosas en la periferia de la ciudad, y su nivel de vida le permitía disfrutar de vacaciones, salidas en fin de semana y esos otros pequeños placeres típicos de la clase burguesa; o, por hablar con mayor propiedad, se lo hubiera permitido de no mediar su rotunda incompatibilidad con los gustos y aficiones de su esposa, limitándose en la práctica -y ya era suficiente- a los inevitables quince días anuales en la odiosa playa mediterránea que tanto detestaba, sufriendo el calor, la gente y los clónicos centros comerciales y de ocio a los que tan aficionada era su cónyuge. Claro está que esta prosperidad material tenía su precio, ya que el ambiente laboral en el que se movía era lo más parecido a una pecera repleta de tiburones y pirañas dispuestos a devorarte a dentelladas a poco que te descuidaras. Y no era que él tuviera muchos escrúpulos, que nunca había tenido demasiados, sino que algunos de sus rivales tenían todavía menos Amén de contactos con los de arriba más efectivos que los suyos.
Claro está que contaba con el desahogo de los amigotes, pero le hastiaba tener que soportar sermones al llegar a casa, así como reproches por su despego a todo cuanto oliera a tareas domésticas; por no hablar ya de aguantar la tabarra de los niños... ¡para eso estaban las mujeres! Bastante tenía él con traer dinero a casa, que buen sacrificio le costaba hacerlo.
Entre unas cosas y otras, lo cierto fue que no aguantó demasiado. La gota que colmó el vaso habían sido, ¡cómo no!, las fiestas de navidad, que le volvieron a recordar una vez más lo insoportable que podía llegar a ser soportar a su familia política. Por si fuera poco, el enésimo intento de convencer a su mujer de que, si no mantenían relaciones con su familia, tampoco veía el motivo por el cual tuvieran que mantenerlas con la de ella, acabó inevitablemente como el rosario de la aurora. Probablemente cualquier otro, en su misma situación, se hubiera planteado seriamente la posibilidad de una separación, o incluso el divorcio; él prefirió desconectarse de nuevo, a la espera de que amainara el chaparrón.
A su retorno sus hijos eran ya adolescentes, siguiendo la tradición paterna se había divorciado de la bruja de su mujer y convivía -no estaba dispuesto a tropezar de nuevo en la misma piedra- con una treintañera quince años menor que él y bastante menos insoportable que su ex... Al menos durante el año largo que llevaban de convivencia. Además, le daba muchas más satisfacciones de índole... material de las que hubiera disfrutado durante todos sus años de matrimonio. Ciertamente el hijo de su compañera -era madre soltera- resultaba ser, a sus cinco años, bastante incordio, pero qué se le iba a hacer; nadie es perfecto.
Ahora vivía en un pequeño piso comprado por él en un municipio del área metropolitana -el adosado se lo había quedado la arpía- ya que, tras un largo rosario de juicios felizmente eludidos, tan sólo había conseguido rebañar una pequeña parte del antiguo patrimonio familiar, por culpa de la estupidez de haber optado en su día por el régimen de gananciales. En cuanto al trabajo... Bien, después de un trabajoso traslado de departamento había conseguido que las cosas mejoraran o, cuanto menos, que no empeoraran, lo que ya era bastante; pero seguía sin estar a gusto. De hecho, la incomodidad no había desaparecido y las veladas amenazas de despido rondaban sobre su cabeza, lo cual, dada su edad, suponía un nada desdeñable motivo de preocupación, máxime cuando su compañera se estaba volviendo cada vez más caprichosa.
Pero lo peor de todo vino cuando le diagnosticaron el tumor. Aunque los médicos le garantizaron unas buenas posibilidades de curación, nada ni nadie podrían librarlo de una operación seguida de un penoso tratamiento con quimioterapia... Seguramente quedaría bien, le aseguraron, pero no antes de un año de padecimientos. La alternativa a ello... Mejor ni pensarlo siquiera.
Aceptó la propuesta de los médicos, qué remedio le quedaba, pero huelga decir que decidió recurrir a su particular modo de evasión, no era cuestión de pasar por el mal trago pudiendo evitarlo. También era mala pata que nunca consiguiera permanecer quieto más de unos pocos meses seguidos... Pero lo primero era lo primero.
Un año después se encontró curado del cáncer a cambio de varios molestos achaques provocados, o agravados, por la agresiva quimioterapia. Parecía como si le hubieran echado diez años encima, pero por lo menos estaba curado, y esto era lo más importante.
Claro está que no todo era tan positivo. En su empresa habían aprovechado la larga baja médica para prescindir de sus servicios y, a sus cincuenta años, se encontraba repentinamente en la calle. Cierto era que disponía del colchón del seguro de desempleo, pero era plenamente consciente de que éste se acabaría tarde o temprano y, a su edad, las posibilidades de encontrar un nuevo empleo equivalente al perdido serían bastante remotas.
Si mala era su situación laboral, la personal no le iba a la zaga. Su compañera sentimental, acabado el maná del sueldo, le había echado con cajas destempladas poniéndole literalmente de patas en la calle, ya que, estúpido él, había puesto a su nombre el piso que comprara para convertirlo en nidito de amor. Para mayor escarnio, supo entonces que la fulana le venía engañando desde hacía tiempo con un tipejo de dudosa catadura y sin oficio conocido, pero mucho más joven que él y, por supuesto, asimismo más atractivo.
Sin trabajo, sin dinero y sin vivienda, Juan se encontró sin saber a donde ir. Intentó sondear a su antigua esposa, pero ésta se había casado de nuevo y, evidentemente, no quiso saber nada de él. En cuanto a sus hijos, ni siquiera le miraban a la cara. Sus amigos, los pocos que le quedaban después de las sucesivas catástrofes, le dieron también la espalda. No tenía a quien recurrir, y sus escasos medios de vida, una vez descontada la asignación que seguía teniendo que pasar a sus hijos, apenas le llegaban para comer y para pagar una pensión donde refugiarse por las noches. Todos sus esfuerzos tendentes a conseguir un nuevo trabajo, huelga decirlo, resultaron infructuosos.
Convertido en la viva imagen de un fracasado, Juan optó una vez más por lo único que realmente había sabido hacer bien en la vida: Huir hacia adelante.
Volvió una década después, frisando los sesenta, para descubrir con espanto que habían sido unos años difíciles en los cuales llegó a bordear peligrosamente el alcoholismo y la marginación. Por fortuna las cosas se habían, si no solucionado, que difícilmente no tenían ya solución alguna, sí al menos asentado de mejor o peor manera. Tras empalmar de forma agónica subsidio tras subsidio, siempre en cantidades decrecientes, había acabado acogiéndose a los beneficios de la jubilación anticipada y, aunque exigua, su pensión le daba al menos para sobrevivir con cierta dignidad.
Ahora convivía con una viuda de su misma edad víctima también de los zarpazos de la vida. No había amor entre ellos, no podía haberlo entre seres lacerados por tan profundas heridas; pero sí existía algo parecido al cariño, fruto de la necesidad común de dos náufragos aferrados al último bote salvavidas. Ella aportaba su piso y su minúscula pensión de viudedad, él colaboraba con la suya y ambos se auxiliaban mutuamente intentando combatir la pavorosa soledad en la que hasta entonces habían estado sumidos.
Para Juan éste era el momento, quizá por vez primera en su vida, en el que se pudo sentir, si no feliz, sí al menos razonablemente satisfecho, alejando de sí la peligrosa tentación de refugiarse una vez más en su nirvana. De vuelta ya a la cruda realidad, el cúmulo de recuerdos que atesoraba en su mente estaba compuesto, en su práctica totalidad, por episodios extraños que nunca había llegado en realidad a vivir, recordándolos como se recuerda una película. Pero se sentía cansado, muy cansado, y tan sólo ansiaba poder disfrutar en paz los años que le quedaran de vida. Su compañera, la pobre, no podía ofrecerle demasiado, pero tampoco le pedía más de lo que él era capaz de darle. En consecuencia, gozaba de una tranquilidad emocional de la que siempre hasta entonces había carecido.
Pero la desgracia, siempre acechante en su existencia, se cebó de nuevo en él arrebatándole la compañera, apenas tras cinco años de convivencia, víctima de una cruel enfermedad. De nuevo se encontraba solo, pavorosamente solo, y sin saber donde ir puesto que la familia de ella, que poco o ningún interés había mostrado hasta entonces por sus problemas, se apresuró a expulsarlo de la modesta vivienda que compartían, único patrimonio que había dejado la pobre mujer. Desamparado y desvalido, se vio obligado, esta vez en contra de su voluntad, a ir en busca de tiempos mejores... O, cuanto menos, que le permitieran morir en paz. Tan sólo con eso se conformaba.
Despertó en una residencia de ancianos, en la que le habían internado sus hijos cuando descubrieron que se encontraba al borde mismo de la indigencia. Y, aunque ellos corrían con todos los gastos, descubrió con amargura que jamás habían ido, ni por supuesto irían, a visitarlo... Lo cual, en justicia, no les podía reprochar después de lo mal que se había portado con ellos cuando eran apenas unos niños.
En la residencia lo atendían bien, pero carecía de ese mínimo afecto que tan sólo te pueden proporcionar los seres queridos. Tenía, además, tiempo sobrado para hacer balance de su desperdiciada vida, lo cual le llevó a la desoladora conclusión de que la había malgastado totalmente por culpa de su enfermiza cobardía, una cobardía que le había empujado a huir de cualquier situación desagradable en lugar de afrontarla como hubiera sido deseable... Pero ya era demasiado tarde para los arrepentimientos. Su poder era unidireccional, y no le permitía recuperar el tiempo perdido.
Tras meditarlo calmadamente, llegó a la única conclusión factible en sus circunstancias: Puesto que ya nada le ataba y nada podía ya esperar, daría un nuevo salto, pero éste sería el último puesto que su final estaría vinculado a su propia muerte. No deseaba seguir viviendo, ni merecía la pena hacerlo en esas condiciones. Él, que jamás había sido religioso, ignoraba si tras el postrer tránsito no habría nada o si, por el contrario, se trataría del umbral de una nueva e insospechada existencia; en cualquier caso, y pasara lo que pasara, estaba convencido de que su malograda experiencia vital no tendría ya la menor importancia.
No se equivocó.
Publicado el 5-7-2008 en Libro Andrómeda