Dominus domus
I
José P. era un hombre solitario. Solterón en el sentido más literal de la palabra y sin familiares cercanos -era hijo único y sus padres habían fallecido hacía tiempo-, a sus cincuenta y tantos años y con un trabajo que no le exigía demasiados esfuerzos y le proporcionaba un sueldo que, aunque modesto, le permitía vivir con desahogo gracias a su frugalidad innata, podía decirse de él que, si no feliz, cuanto menos se sentía razonablemente satisfecho.
Sin llegar a ser asocial, José sí tenía un puntito de misantropía que le había llevado a encerrarse en su propio mundo, limitado pero más que suficiente para él. La práctica totalidad del tiempo que le dejaba libre el trabajo lo consumía en su casa, un piso que había comprado en un barrio de nueva construcción y vecindario tranquilo, algo que él valoraba por encima de todo, a cuyos cien metros cuadrados de superficie había convertido, si no en su castillo, al menos en un cálido y confortable refugio que le protegía frente a las inclemencias y las incomodidades del perturbador mundo exterior al que, para su desgracia, tenía que acudir todos los días a la espera de la todavía lejana jubilación.
Y no necesitaba más, bastándole con sus libros, sus discos y, desde hacía algún tiempo, la maravilla de internet que le había permitido desentenderse de la cada vez más lastimosa televisión, lamentando tan sólo no haber podido disfrutar antes de él. Pero se daba por contento con lo que tenía, y ni se le pasaba por la imaginación algo tan peregrino como visitar lugares ajenos aun tratándose de viajes de un solo día.
Aunque su vivienda contaba con tres habitaciones además de un espacioso salón, en realidad él tan sólo solía utilizar dos de ellas, el dormitorio teóricamente de matrimonio con una cama, eso sí, de dos metros por dos metros, ya que se había encaprichado con ella pese que toda su vida había dormido solo, y la pieza que había habilitado como despacho abarrotándola de estanterías y donde también había colocado el ordenador. En el salón, parcamente amueblado, tenía instalados el equipo de música y la cada vez más inútil televisión, mientras de la habitación restante había desaparecido tiempo ha la cama que pusiera inicialmente para atender a circunstanciales visitas -quien evita la ocasión evita el peligro- convirtiéndola en una peculiar mezcla de trastero y aliviadero de libros. Eso era todo, y no necesitaba más.
Si había algo que perturbara especialmente al bueno de José era cualquier alteración de su rutina diaria incluyendo todo tipo de molestias externas, desde una moto pasando a escape libre por debajo de su ventana, hasta el amortiguado alboroto de los nietos de los vecinos del piso de al lado. Así pues, no es de extrañar que aquella tarde de verano, tras quedarse amodorrado frente al ordenador, le despertara el estrépito montado por los malditos críos.
Mascullando maldiciones se incorporó desde su incómoda postura con la intención de dirigirse al dormitorio o al sofá del salón, si no más protegidos frente al escándalo que le llegaba a través del tabique medianero, sí bastante más cómodos para echar una cabezada. Tras apagar el aparato de aire acondicionado, tenía ya la mano puesta en el picaporte cuando fue consciente de un detalle que hasta entonces le había pasado desapercibido: el ruido de gritos y carreras infantiles no parecía provenir del piso vecino, sino de su propio pasillo.
Descartándolo por absurdo, giró el picaporte y abrió la puerta... para darse de bruces con dos mocosos de piel atezada y ropas desgalichadas que interrumpieron su frenético galope para contemplarlo con ojos desorbitados, antes de salir corriendo para buscar refugio en el dormitorio, que cerraron de un portazo.
Atónito a la par que profundamente irritado por tan inadmisible invasión de su territorio, José atravesó el pasillo a la carrera abriendo la puerta tras la que se habían encerrado los arrapiezos. Ésta, pese a su fundado temor de que hubieran podido echar el pestillo, cedió dócilmente a su empuje. Y si grande había sido su sorpresa al encontrarse a los intrusos en el pasillo, todavía mayor fue al descubrir su dormitorio convertido en una especie de campamento nómada, con varios sucios jergones repartidos por todo el recinto, una destartalada mesa rodeada de una colección de sillas desparejas, diversos enseres y bultos ocupando el espacio que quedaba libre... y los críos estrechamente abrazados a la que debía ser su madre, mientras el padre se incorporaba con brusquedad de la silla en la que había estado sentado.
Fue entonces cuando se desató un pandemónium en el que intervino la totalidad de la familia, con los progenitores no menos espantados que sus retoños y un invisible bebé berreando a grito pelado. Por su parte José, que tampoco era especialmente valiente, dio media vuelta buscando el refugio del despacho... que encontró metamorfoseado, en los escasos segundos en los que había permanecido fuera de él, en un alojamiento similar al anterior, salvo que más pequeño, ocupado en esta ocasión por una pareja de jóvenes africanos -la familia anterior le había parecido sudamericana- y un niño de pecho que sostenía la madre en sus brazos. Sus queridos libros, su ordenador, sus discos... todos ellos habían desaparecido sin dejar el menor rastro.
Sin saber qué hacer José retrocedió de nuevo al pasillo probando suerte en la habitación restante, invadida también por unos intrusos, y en el salón, éste partido en dos por una manta que colgaba de una cuerda tendida de pared a pared y refugio, según pudo apreciar, de otras tantas familias. Hasta en la cocina, despojada de sus muebles y de buena parte del alicatado, habían sentado sus reales varios invasores. Y aunque el cuarto de baño aparecía aparentemente libre de ocupantes, era tal su estado de suciedad y deterioro que a punto estuvo de hacerle vomitar.
Cada vez más aterrado y sin entender nada de lo que pasaba, José abandonó precipitadamente el infierno en el que se había convertido su casa y, cual alma que lleva el diablo, bajó las escaleras de dos en dos peldaños sin pararse siquiera a llamar al ascensor. Una vez en la calle, se encaminó hacia la cercana comisaría de policía buscando desesperadamente ayuda frente a un fenómeno que, por insólito, desbordaba por completo su capacidad de raciocinio.
II
-¿Quedamos para cenar?
-No puedo, estoy muy liada con el tema del fantasma del Espartal...
-¡Estoy harto de tu jefe! -estalló el muchacho-. No le basta con embaucar a la gente con las trolas que suelta en su programa, sino que además os explota inmisericordemente a todos los que trabajáis para él...
-Yo como gracias a esto... -le reprochó la chica con un hilo de voz-. Al menos, hasta que encuentre otra cosa mejor, y ya sabes como está el trabajo para los periodistas.
-No te estoy echando la culpa a ti, cariño -contemporizó-, demasiado es ya con verte obligada a aguantarlo. Pero también tienes derecho a disfrutar de tu propia vida fuera del horario laboral, y no creo que ese presunto fantasma se vaya a escapar porque retrases su búsqueda durante unas horas.
-No es eso, es que me he citado con un antiguo amigo de mi padre que fue policía, y hemos quedado esta tarde... me ha prometido proporcionarme algunos datos de interés para el caso.
Y viendo el gesto de desagrado de su novio, continuó:
-Podrías venir conmigo, y así te lo presento. Es un hombre muy agradable, seguro que te caerá bien. Y si no tardamos mucho, siempre podremos ir luego a tomar algo.
Un bufido fue la única respuesta, que la chica interpretó como un consentimiento tácito.
-Ya sé que no te gusta lo que hago, pero... -añadió a título de disculpa mientras se encaminaban a la cafetería donde había concertado la cita.
-Es que ese dichoso programa es una engañifa que debería estar prohibida -la interrumpió él-; tu jefe no es más que un charlatán de feria disfrazado de presunto investigador de fenómenos esotéricos que sólo existen en su imaginación. Y bien que vive el tío explotando la credulidad de la gente.
-Por favor, cariño, no seas tan racional; ya sé que eres de ciencias, que el método científico es el único que consideras aceptable, etcétera, etcétera; estoy harta de oírtelo decir. Y tienes toda la razón, pero toma esto no como algo serio, sino tan sólo como un inofensivo divertimento. ¿Acaso piensas que la gente se lo pueda tomar en serio? -y adelantándose a su previsible respuesta, añadió-. Sí, es probable que muchos sí lo crean, como creen en embustes tales como la astrología, la adivinación, los conjuros mágicos, los ovnis, la homeopatía, los timos que prometen una ganancia rápida y fácil de dinero... la gente es así desde que el mundo es mundo, y nada podremos hacer por cambiarlo. A mí tampoco me gusta a título personal lo que hace mi jefe, pero he de reconocer que aporta un poco de alegría a mucha gente sin perjudicarla por ello ni cobrarle nada a cambio, puesto que el programa se financia con la publicidad.
-Está bien, pero volviendo a este caso concreto, no me digas que no es absurdo pretender que un fantasma se haya ido a aparecer en un piso patera de un barrio marginal... con sábana o sin sábana, siempre lo habían hecho en castillos, palacios y edificios de más empaque; vaya pérdida de categoría -concluyó con una carcajada
-Precisamente es ahí donde radica la novedad del tema, en su faceta moderna -rebatió ella-; además, los testigos de su aparición fueron varias familias de inmigrantes bastante -la chica miró a un lado y a otro para asegurarse de que nadie pudiera oír sus palabras- incultos, a la par que muy supersticiosos. Según me dijo mi jefe, este colectivo podría ser el target ideal para aumentar la audiencia.
-No huele... -musitó él, recordando una frase atribuida al emperador Vespasiano relativa al dinero recaudado por los urinarios públicos que implantó en Roma-. En fin, te veo entrevistando a los videntes...
-Puedes estar tranquilo, no voy a pisar por allí aunque algunos compañeros míos ya lo hicieron, aunque sin demasiados resultados dado el hermetismo en el que se mueve esta gente. Las familias que ocupaban las habitaciones huyeron despavoridas en cuanto pudieron, y nadie de la vecindad supo o quiso dar razón de donde podrían parar ahora; según todos los indicios al menos parte de ellos eran inmigrantes ilegales, y lo que menos les interesaba era salir a la luz pública. Los vecinos también se mostraron extremadamente remisos a hablar del tema y costó mucho esfuerzo, así como una buena cantidad de dinero, arrancarles la poca información que conseguimos. También resultó de todo punto imposible localizar al propietario de la vivienda, aunque es de suponer que le haya cabreado bastante perder el dinero que cobraba a sus inquilinos, máxime cuando el piso ha quedado marcado, insisto en que esta gente suele ser muy supersticiosa, por lo que tardará mucho tiempo en poder alquilarlo de nuevo. Eso sin contar, claro está, con que previsiblemente se negaría a colaborar con el programa dada la publicidad negativa que esto acarrearía para sus intereses. Pero es lo que hay.
-Pues entonces...
-De ahí la importancia de la entrevista con este señor, ya que ha prometido proporcionarme información de primera mano siempre y cuando no esté protegida legalmente, ya sabes que con la nueva ley de protección de datos está el tema muy alborotado. Aunque lleva bastantes años jubilado sigue manteniendo contactos en su antigua comisaría que, según me dijo por teléfono, fue donde se denunció el asunto del que aparentemente arranca la historia del fantasma... mucho antes de que tú y yo naciéramos, por cierto.
-Chica, vas a acabar intrigándome...
Pero ella, divertida por el repentino interés de su escéptico compañero, optó por dejarle con la miel en los labios remitiéndose a la entrevista en la que él también tomaría parte.
* * *
El ex-policía era un anciano de aspecto afable y mirada inteligente que recibió a la joven con cálidas muestras de cariño.
-Clarita, hija, cuánto tiempo sin verte... te has hecho toda una mujer -piropeó galante. Y dirigiéndose al chico, añadió-. Muchacho, te doy la enhorabuena; no sabes lo que vale esta chica.
Concluidas las presentaciones y cruzadas las pertinentes preguntas acerca de las respectivas familias -Clara había quedado huérfana de padre cuando todavía era una niña-, don Ramón, que así se llamaba el antiguo policía, abordó el tema que les había reunido explicando que, dado el fin para el que eran requeridos, tan sólo podría proporcionarle datos accesibles legalmente -al pronunciar el adverbio guiñó el ojo con complicidad- sin que, como era de suponer, se citaran tampoco las fuentes, ya que aunque a él no le afectara personalmente podría acarrear problemas a los compañeros que le habían ayudado y que todavía estaban en activo.
Garantizada la discreción, comenzó a hablar.
-Aunque vosotros sois demasiado jóvenes para recordarlo, el Espartal no fue siempre un barrio marginal; muy al contrario, cuando éste se construyó hará unos cuarenta años albergó inicialmente a un vecindario de clase media, y así se mantuvo durante bastante tiempo hasta que, a causa de determinadas circunstancias, comenzó a degradarse hasta llegar a la situación actual.
»En el piso donde tuvieron lugar las presuntas apariciones vivía entonces un señor... bien, no creo que haya problema en que deis sus datos personales, al fin y al cabo es algo que cualquiera podría averiguar consultando los padrones de la época. Lo importante es que vivía solo, ya fuera porque era soltero, viudo o divorciado, y al parecer tampoco tenía familia cercana.
»Una tarde hace treinta y cinco años, cuando yo era un joven agente recién destinado a la comisaría, llegó todo excitado denunciando que habían asaltado su casa y que todas las habitaciones estaban ocupadas por varias familias con muy malas pintas. Aunque no era frecuente, sí se daban entonces algunos casos de ocupación exprés de viviendas que, a causa del excesivo proteccionismo de las leyes de la época, resultaban difíciles de recuperar por sus propietarios, que lo conseguían tan sólo al cabo de bastantes meses; eso sin contar con el estado en el que se las solían encontrar y con el más que previsible saqueo de los muebles y los objetos de valor que pudiera haber habido en su interior. Así pues, no era de extrañar su azoramiento.
»No obstante, sus explicaciones resultaban bastante incongruentes ya que, según nos dijo, la ocupación se habría producido estando él dentro, sin que fuera capaz de decir cómo no se había enterado del allanamiento, o que los muebles originales hubieran sido sustituidos por otros -habló de un hacinamiento de colchones y objetos de todo tipo, incluso cocinas portátiles- en el breve plazo que él permaneció trabajando en su despacho. De hecho lo que pensamos todos fue que el pobre hombre pudiera ser víctima de un trastorno mental, pero ante su insistencia el comisario decidió que uno de nosotros le acompañara a su domicilio aun a sabiendas de que, de ser cierto el allanamiento, poco se podría hacer de forma inmediata frente a los hechos consumados. Y el elegido fui yo.
»Dadas las circunstancias, he de reconocer que no me sorprendió en absoluto que nos encontráramos con que su casa estaba en perfecto estado y sin el menor rastro de haber sido invadida por extraños, tal como reconoció él mismo. Y, visto que pese a ello no se tranquilizaba, le llevé a un centro de salud, donde le diagnosticaron una fuerte crisis de ansiedad y le trataron con tranquilizantes, recomendándole que acudiera a su médico tan pronto como pudiera. Le llevé de nuevo a la casa y volví a la comisará, eso fue todo.
»Evidentemente me olvidé pronto de esta historia, a la que no le di demasiada importancia; en el fondo no dejaba de ser una de tantas anécdotas con las que los policías tropezamos a lo largo de nuestra carrera. Pero tras tu llamada algo me vino a la memoria, por lo que pedí a un amigo que me hiciera el favor de consultar la base de datos de la comisaría, siendo una gran suerte que todavía se conservaran las copias de unas diligencias tan antiguas pese a que éstas habían quedado finalmente en agua de borrajas. Eso fue todo -concluyó, mostrando las palmas de las manos a sus interlocutores.
-¿Insinúa usted que el hombre que puso la denuncia pudiera haber sido el fantasma que aseguraron haber visto los ocupantes actuales de la vivienda? -preguntó la chica.
-La dirección coincide... y las versiones de ambas partes también, al menos en lo relativo al susto mutuo que se propinaron.
-Pero con treinta y cinco años de diferencia entre uno y los otros, según usted mismo acaba de decir -rebatió, escéptico, el chico-. Aparte de que, como antiguo policía, no creo que usted sea proclive a creer en fantasmas.
-No, por supuesto que no -reconoció el anciano ignorando el tono levemente mordaz de la apostilla-. Me he limitado a exponer unos hechos de los que fui testigo y que están registrados en un documento oficial tan poco fantasioso como son las diligencias policiales. A partir de aquí cada cual puede sacar sus propias conclusiones, aunque dada la naturaleza del programa para el que trabajas, supuse que podríais tener un buen filón, de ahí que accediera a informarte.
-Y yo se lo agradezco infinito, don Ramón, al tiempo que lamento las molestias que le haya podido causar. En cuanto a la verosimilitud o no de la hipótesis que he planteado, tampoco a mí me corresponde especular sobre ella, ya que mi trabajo es sólo de documentación; eso se lo dejo a los guionistas.
-Que tienen una imaginación más que desbordada -pensó con ironía su novio, cuidándose mucho de decirlo en voz alta.
-Lo que me interesaría averiguar ahora -continuó ella- es si el dueño de la casa, me refiero al antiguo, pudo haber muerto en su domicilio en circunstancias, digamos, dramáticas o fuera de lo común...
El anciano sonrió y, abriendo una cartera de mano, sacó de ella un papel que desplegó sobre la mesa.
-Me tomé la libertad de hacerlo por ti; también tengo contactos en el Registro Civil, por lo que no tuve problemas en conseguir una copia del certificado de defunción. Aunque se trata de una información de libre acceso, a un particular siempre le suelen poner bastantes pegas, sobre todo si no conoce la fecha exacta de la muerte.
Y viendo las chispitas que brillaban en los ojos de la joven, continuó:
-Lamento decepcionarte, pero este buen señor vivió tranquilamente bastantes años más antes de que un prosaico infarto le mandara al otro barrio; y ni siquiera fue en su casa, aunque seguía viviendo en ella, sino en el hospital en el que había sido ingresado. No creo que te interesen demasiado sus avatares post mortem, aunque tampoco tuvieron nada de particular; conforme a lo establecido en su testamento fue incinerado y las cenizas inhumadas en un nicho de su propiedad en el cementerio municipal, donde todavía deben continuar ya que la concesión era para cien años.
-¿Y la casa? -preguntó el chico-. ¿Se sabe lo que ocurrió con ella?
-También he indagado eso -sonrió de nuevo don Ramón sacando otro documento de su cartera, en esta ocasión un certificado catastral-. Como veréis, todavía conservo el gusanillo de los viejos tiempos. Bien, resultó que nuestro fantasma putativo tenía suscrita una hipoteca inversa, ya sabéis, un contrato mediante el cual el beneficiario recibe una renta vitalicia a cargo de su vivienda, que pasa a ser propiedad de la entidad financiera tras su fallecimiento. Todo muy normal dadas sus circunstancias personales.
»Sin embargo, en esta ocasión la compañía que lo adquirió hizo un mal negocio, ya que para entonces el barrio había comenzado a degradarse y su valor en el mercado inmobiliario se acabó desplomando. Así pues no tardaron en deshacerse de él, que pasó por todo un rosario de compraventas hasta acabar en manos de su actual propietario, que optó por alquilarlo por habitaciones a familias de ¡hum! pocos recursos, una práctica habitual dado que éstas constituyen casi el único mercado potencial en estas zonas deprimidas.
-Don Ramón, no sabe cuanto se lo agradezco -le atajó la chica, consciente de que la conversación había terminado-. Y no le molesto más. ¿Puedo...? -preguntó señalando con la mano los documentos que reposaban sobre la mesa.
-Por supuesto que sí, niña -respondió éste entregándoselos-; ya te he dicho que se trata de documentos de acceso público, por más que algunos funcionarios especialmente celosos puedan no ponérselo demasiado fácil a la gente de la calle. Eso sí, te ruego que no digas a nadie que te los he proporcionado yo.
»¡Ah, por cierto, avísame cuando emitan el programa! Tendré mucho gusto en verlo -concluyó sonriente al tiempo que se levantaba para pagar la cuenta-. Y da muchos recuerdos a tu madre.
* * *
-¿Qué piensas? -preguntó ella una vez estuvieron de nuevo en la calle-. ¿Empiezas a creer en la historia del fantasma?
-Por supuesto que no; pero sí estoy empezando a suponer que pudiera tratarse de algún fenómeno extraño, por supuesto con una explicación racional aunque ésta resulte desconocida.
-Veamos la teoría del científico... -se mofó.
-Más que de científico -replicó él recogiendo el guante-, de aficionado a la ciencia ficción, que no es precisamente lo mismo.
-Y luego criticas a mi jefe... ¿qué diferencia hay entre lo que dice él y lo que dices tú, si en el fondo los dos venís a hablar casi de lo mismo?
-Mucha -respondió amostazado-. Yo no me lo tomo en serio, para mí es simple literatura. Si tú no dudas que Don Quijote, Romeo y Julieta o los Tres Mosqueteros son personajes imaginarios, ¿por qué ha de extrañarte que yo no crea en la existencia real de los extraterrestres o los viajes por el tiempo, por más que disfrute leyendo relatos de esta temática?
-¿Y qué te hace pensar que mi jefe se cree realmente lo que cuenta? -remachó con picardía-. Pero me habías prometido una explicación.
-Una explicación no, tan sólo una simple especulación. Como sabrás -era una suposición bastante gratuita, puesto que a Clara nunca le había interesado lo más mínimo este género literario-, en la ciencia ficción es muy habitual recurrir a los universos paralelos, o a los desplazamientos temporales...
-Entiendo -le interrumpió ella-. Recuerdo que una vez, cuando todavía era una cría, vi en la tele una película antigua en la que un portaaviones nuclear norteamericano viajaba misteriosamente al pasado enfrentándose a los japoneses en plena II Guerra Mundial... un rollo, por cierto, ya que al final no pasaba nada.
-No estás descaminada del todo. Se titulaba El final de la cuenta atrás, y planteaba una posible paradoja temporal jugando con la posibilidad de que su intervención pudiera desbaratar el ataque japonés a Pearl Harbor, cambiando así la historia... aunque al final no llegan a verse frente a la disyuntiva de atacar o no a la flota japonesa, ya que una nueva perturbación les devuelve oportunamente a su tiempo justo antes de que intentaran hacer nada, lo que no deja de ser un truco sucio de los guionistas para no pillarse los dedos.
»Pero no van por ahí los tiros -continuó-. En la película los protagonistas desplazados involuntariamente al pasado podían interaccionar físicamente con la realidad histórica de 1941, ya que se encontraban allí de forma material. Por el contrario, en el caso de nuestro fantasma el contacto parece ser que fue mucho más intangible, ya que de no haber sido así los inmigrantes no le habrían calificado unánimemente de fantasma. Y aunque no podemos saber si para el pobre hombre sus inquilinos forzosos se le aparecieron también de forma inmaterial, cabe suponer que ocurriera lo mismo.
-¿Entonces? -Clara había aferrado a la presa, y no mostraba la menor intención de soltarla.
-Bien, se me ocurre una posible interacción accidental entre dos puntos concretos del tejido espacio-temporal, coincidentes en el espacio pero separados treinta y cinco años en el tiempo; una interacción que no habría sido total, sin contacto físico sino tan sólo visual, lo que explicaría el aspecto fantasmagórico con el que los ocupantes de la vivienda describieron a su antiguo propietario; algo así como cuando por un fallo de impresión nos encontramos en un libro con hojas sobreimpresas en las que el texto suplementario aparece difuminado y superpuesto al correcto. Este entrelazamiento habría sido además fugaz, lo que explica que al volver a su casa, acompañado de tu amigo el policía, todo hubiera vuelto a la normalidad. Pero el susto no se lo quitaría nadie.
-Oye, ¿sabes que es una historia estupenda? -exclamó ella entusiasmada, al tiempo que le estampaba un beso-. A mi jefe le va a encantar.
-Bueno, si sirve para que te suban el sueldo... pero recuerda que estamos hablando de ciencia ficción, no de un hecho real.
-¿Qué importa eso? Por cierto, ¿no teníamos pendiente una cena?
Y colgándose de su brazo, le arrastró cariñosamente en dirección a su pizzería favorita.
Publicado el 13-7-2018