La duda
Soy plenamente consciente de que, cuando escribo estas líneas, corro el riesgo de ser tachado de loco. Incluso yo mismo, a pesar de mi formación científica y, por ende, cartesiana, he llegado a dudar en más de una ocasión de mi integridad mental; pero los hechos son tozudos y, aunque las conclusiones extraídas de los mismos puedan ser tachadas de subjetivas y equivocadas, lo cierto es que siguen estando allí... Por lo cual me veo obligado a relatar lo sucedido tal y como realmente ocurrió, sin añadir ni quitar una sola coma; quizá en el futuro sea posible interpretarlo a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, pero entonces ya no viviré para comprobarlo.
En honor a la verdad, he de reconocer que el verdadero protagonista de la historia no soy yo sino Antonio, mi hijo. Quizá debiera decir Antoñito, pero ocurre que, a pesar de sus tres años recién cumplidos, nunca hemos sido partidarios ni su madre ni yo de los diminutivos... Antonio, pues, es un crío de tres años completamente normal para su edad excepto en una cosa: su precocidad, insólita en un niño tan pequeño. No, no voy a contarles la larga lista de anécdotas que acostumbra desgranar con orgullo cualquier padre; no son éstos ni el momento ni el lugar más apropiados para hacerlo, amén de que a buen seguro a ustedes les interesarán más bien poco las monerías de mi hijo. Sin embargo, sí será preciso tener en cuenta este destacado rasgo de su carácter a la hora de relatar, simplemente relatar, lo sucedido hace tan sólo unos pocos meses.
Antonio, ya lo he dicho anteriormente, es un niño extraordinariamente precoz y despierto para su edad. Su madre y yo, ambos con formación universitaria y con unos cocientes de inteligencia bastante por encima de lo normal, dicho sea esto sin el menor engreimiento, tenemos muy claras las ideas en lo referente a la educación de nuestro por ahora único hijo, dándole un papel fundamental al desarrollo de su inteligencia.
No, reconozco que no somos precisamente una familia típica; pero nos limitamos a actuar tal como somos sin sentir la menor vergüenza (lo que sería absurdo) ni el menor reparo (lo que sería peligroso) en hacerlo así; puede que la educación que estamos dando al chico no sea la más frecuente en una sociedad como la nuestra que tanto tiene de mediocre... Pero el crío se lo merece, y por ello no estamos dispuestos a malograrlo dejando que se convierta en un mero saco de reflejos condicionados.
Por otro lado, Antonio responde satisfactoriamente a todos nuestros estímulos, lo cual es amén de una satisfacción un gran acicate para nosotros. No es de extrañar, pues, que le sometamos deliberadamente a toda una serie de situaciones que podrían chocar en un chico de su edad... Pero nuestro hijo está muy por encima de ese mediocre nivel. Y, conforme a nuestras ideas, un buen día le llevamos a un concierto de música clásica; él ya estaba acostumbrado a oírla habitualmente en casa, pero queríamos estudiar sus reacciones ante un concierto en directo.
La experiencia resultó ser todo lo satisfactoria que podría esperarse; a Antonio le gustó el concierto y en especial la Sinfonía del Nuevo Mundo que ya conocía, aunque lógicamente acabó cansándose. Pero lo más importante de todo, es que la experiencia generó en él toda una serie de nuevas inquietudes que rebasaron con creces todas nuestras expectativas.
Hasta entonces Antonio había aceptado como algo completamente natural que cualquier obra musical pudiera estar recogida (guardada, decía él) en un disco o en una cinta; pero a raíz de que tuviera la oportunidad de contemplar una gran orquesta sinfónica al completo, comenzó a preguntarnos cómo era posible que en un disco tan pequeño pudiera caber tanta gente junta.
Su madre y yo, tras divertirnos con su ocurrencia, intentamos explicarle que, en realidad, no había ninguna persona dentro de los discos ya que éstos eran tan sólo un simple registro de lo que un día interpretara una orquesta. Él no quedó nada convencido con nuestras argumentaciones porfiando una y otra vez con la tozudez que le era característica, pero al final tuvo que rendirse ante nuestra autoridad paterna dejando, eso sí, bien patente que no se creía lo que le habíamos explicado y que estaba convencido de que en el interior de los discos debía de haber orquestas en miniatura que tocaban las obra en cuestión cada vez que los poníamos en el equipo de música. Nos reímos nuevamente de él y le mandamos finalmente a la cama, sin sospechar siquiera remotamente la idea que estaba maquinando ya entonces.
Ocurrió apenas unos pocos días después, cuando tanto Isabel como yo habíamos olvidado por completo su pregunta; nos encontrábamos viendo la televisión cuando, tras oír un ruido procedente de la habitación de al lado, descubrimos con alarma que Antonio no estaba con nosotros.
No es nuestro hijo amigo de hacer trastadas y generalmente podemos confiarnos bastante con él, pero no por eso deja de ser un niño, si no travieso, sí cuanto menos inquieto; por ello, tanto Isabel como yo fuimos rápidamente a ver en qué había consistido el presunto desaguisado... Y no nos equivocamos en nuestros temores. Sentado en el suelo al lado del equipo de música y con el ceño fruncido en un gesto de preocupación, nuestro hijo estaba enfrascado en la absorbente tarea de ordenar, como si de un rompecabezas se tratara, los distintos pedazos de uno de mis discos. Cómo pudo romperlo en tantos trozos es algo que nunca fuimos capaces de averiguar; simplemente, lo hizo.
Evidentemente, hubo bronca; los discos de buena calidad son hoy en día lo suficientemente caros como para que resulte molesto tener que comprarlos de nuevo. Además, el muy condenado había ido a escoger precisamente uno de los mejores que tenía, una excelente versión de la Sinfonía del Nuevo Mundo; evidentemente su elección no había debido al azar como él mismo se encargó de explicar, ya que era esta misma sinfonía la que tanto le había gustado el día del concierto. He de aclarar que, a sus tres años, Antonio es ya capaz de leer razonablemente bien, por lo que no le fue demasiado complicado buscar el disco en cuestión entre todos los de mi colección.
Las razones que nos dio para justificar su tropelía fueron tan ingenuas como sorprendentes: Primero adujo que quería liberar de su estrecho encierro a los pobrecitos músicos, los cuales según su implacable lógica infantil deberían de estar muy aburridos allí dentro dado que hacía mucho tiempo que no poníamos el disco... Pero, una vez que Isabel y yo estrechamos el cerco, acabó confesándonos que en realidad lo que quería era comprobar con sus propios ojos nuestra afirmación de que en el interior del disco no había efectivamente ningún músico.
Hasta aquí todo habría podido quedar en una simple travesura infantil, y de hecho así lo entendimos en ese momento... Pero cual no sería mi sorpresa cuando al día siguiente leía en el periódico que un avión se había estrellado en el norte de Francia pereciendo la totalidad de sus ocupantes. Nada de particular hubiera tenido este lamentable accidente de no haberse dado un hecho de singular relevancia que le había hecho saltar a los titulares de todos los medios de comunicación: Entre las víctimas se contaban los miembros de una de las más famosas orquestas sinfónicas alemanas, la cual se dirigía a París en el avión siniestrado con objeto de ofrecer un concierto extraordinario cuyo plato fuerte debería haber sido, precisamente, la Sinfonía del Nuevo Mundo.
Sintiendo cómo un extraño escalofrío me recorría la espina dorsal, volví rápidamente a casa (era domingo) comprobando que no me había equivocado en mis sospechas: El disco que mi hijo había roto la víspera era una reciente grabación de esta misma orquesta... Y lo más sorprendente del caso era que ambos acontecimientos, la rotura del disco y el accidente aéreo, habían tenido lugar exactamente a la misma hora con una precisión que, según pude calcular, llegaba hasta el minuto.
¿Casualidad? Eso mismo pensé yo en un principio, pero lo más increíble estaba aún por llegar. Varios días después, leyendo una información complementaria del accidente, tropecé con el comentario de un periodista acerca del presunto maleficio que parecía haber sacudido a la desaparecida orquesta: Tres profesores de la misma que, por distintas razones, no habían podido acompañarla en el viaje fatal, habían fallecido asimismo de forma prácticamente simultánea al accidente, dos víctimas de un accidente de circulación y el tercero a causa de un fulminante infarto.
¿Qué quieren ustedes que les diga? Después de todo lo ocurrido, tanto mi como yo comenzamos a temer que hayamos engendrado a un monstruo, a uno de los primeros integrantes de una nueva raza destinada a dominar el mundo frente a la cual nosotros, simples humanos, no tengamos otro futuro que la simple extinción. Sí, sé que parece absurdo, ya que no ignoro que todos los días se rompen infinidad de discos, libros y objetos de toda clase sin que nada en absoluto les suceda a los intérpretes o a los autores; pero conviene no olvidar que muchas cosas que en su día fueron consideradas asimismo absurdas se mostraron con el tiempo susceptibles de ser explicadas de una manera lógica... Y es que, a pesar de todo, desde entonces tenemos miedo por más que Antonio continúe comportándose como un niño completamente normal.
Pero Antonio crecerá, y no sabemos cómo podrá esto afectar a sus presuntos poderes. De momento, y a modo de precaución, le hemos prohibido terminantemente romper cualquier objeto por insignificante que éste sea; y por lo que pudiera ocurrir, hemos optado por poner fuera de su alcance cualquier tipo de retrato, incluyendo, claro está, también a los nuestros. El tiempo, en definitiva, será quien nos diga si nuestros temores han sido infundados.
Publicado el 20-5-2007 en Velero 25