En el tren
Le despertó la luz que atravesaba el cristal de la ventanilla. Este hecho, aparentemente trivial, tuvo la virtud de sobresaltarle, haciéndole incorporarse con brusquedad, casi con pavor, del asiento donde yacía dormido.
Tardó varios segundos en coordinar sus pensamientos, recordando al cabo que se encontraba viajando en el tren. No en cualquier tren, sino en el TREN, así con mayúsculas. Y por enésima vez se sumió en una profunda depresión al tiempo que miraba con desconsuelo el inalcanzable paisaje que de forma tentadora se abría ante sus ojos.
Éste suponía una notoria variación sobre la gris monotonía que le acompañara en el viaje durante los anteriores días. El sol lucía esplendoroso campeando sin oposición en un terso cielo azul huérfano de nubes, alumbrando con sus todavía tibios rayos matutinos un terreno suavemente ondulado y repleto de verdes árboles hasta un horizonte marcado por la línea grisácea de unas distantes montañas, quizá encinas o algún tipo de robles o alcornoques. Tan idílico cuadro, comparado con la triste desolación del pedregoso desierto cubierto por un sombrío firmamento permanentemente encapotado a la que ya se había resignado, casi le parecía un regalo.
Pero se trataba de algo que no solucionaba su problema, se dijo con amargura. Seguía estando atrapado en el tren sin poder abandonar lo que se había convertido en su prisión, y allí permanecería con toda probabilidad durante el resto de su vida... o incluso hasta mucho más, a juzgar por las sombras espectrales que acostumbraban a cruzarse en su camino, infortunadas compañeras suyas en este delirante viaje sin fin.
Suspirando con tristeza se retrepó en el asiento. No tenía prisa; de hecho, disponía de todo el tiempo del mundo... de forma literal. Así pues, mientras miraba distraído el paisaje que desfilaba ante él, se dedicó a rememorar una vez más la sorprendente cadena de acontecimientos que le había conducido hasta aquella situación.
En un principio, nada parecía indicar que esa mañana fuera a ser diferente de cualquier otra en su rutina diaria. Tal como hacía siempre se levantó somnoliento al compás que le marcaba el aborrecido despertador, se duchó, se vistió, engulló el frugal desayuno y salió disparado dejando para la vuelta, como hacía casi siempre, la molesta tarea de hacer la cama.
Llegó a la estación -por fortuna cercana a su domicilio, algo que había tenido muy en cuenta a la hora de mudarse-, montó en el tren de cercanías y se dejó llevar camino del trabajo. Adormilado como estaba -acababan de adelantar una vez más la hora por exigencias del maldito horario de verano-, apartó el mazo de periódicos gratuitos -todos diferentes, todos iguales- que le habían endosado a la entrada, decidido a echar una cabezada durante los tres cuartos de hora que duraba el trayecto.
Debió de quedarse dormido más profundamente de lo habitual ya que, a diferencia de otras veces, no fue consciente del monótono desgranar de las estaciones intermedias. Despertó sobresaltado, temiendo haberse pasado de largo; no sería la primera vez que le ocurría y, aunque nunca le habían puesto pegas en la oficina por llegar con retraso, algo por lo demás habitual en muchos de sus compañeros por culpa del crónico colapso de las vías de acceso a la gran urbe, siempre había tenido muy a gala llegar a su hora, quizá a modo de defensa mitad inconsciente, mitad voluntaria, de su apuesta por el transporte público en un lugar donde la mayor parte de la gente se jactaba de utilizar su propio vehículo.
Su sorpresa fue mayúscula al descubrir que no se encontraba en el lugar esperado. Sí, se trataba de un tren, de eso no cabía duda, pero ahí acababa toda posible coincidencia. En lugar de un aséptico vagón de cercanías se descubrió sentado en el vetusto compartimento de uno de esos antiguos expresos que tan asociados tenía a los recuerdos de su ya lejana infancia, mientras el paisaje que se vislumbraba por la ventanilla le resultaba ser completamente extraño, sin nada que ver con el familiar y feo entorno suburbano que tan acostumbrado estaba a recorrer dos veces al día.
Pero lo peor no era, ni mucho menos, eso. Al fijar la vista en el asiento que tenía enfrente, descubrió con espanto la presencia en él de un esqueleto sentado, ridículamente erguido tal como si correspondiera a una persona viva cuya carne y vísceras se hubieran trocado de repente en invisibles, y absurdamente ataviado con unas vestimentas femeninas que habrían estado de moda varias décadas atrás. Y él, que ya desde niño había experimentado una morbosa repulsión por este tipo de despojos, huyó despavorido de tan macabro lugar, no sin antes vislumbrar de reojo cómo la huera calavera parecía girar hacia él el descarnado rostro en un gesto que, pese a su absoluta incongruencia, no dejaba de tener mucho de humano.
El compartimento se abría, tal como cabía esperar, a un estrecho pasillo que atravesaba el vagón en toda su longitud. Con el corazón desbocado, latiéndole tan furiosamente que parecía querer arrancarse del pecho, no se detuvo hasta tropezar, ya en la plataforma, con la puerta que comunicaba con el vagón contiguo. Intentando tranquilizarse, se derrumbó contra la pared cerrando los ojos, al tiempo que se repetía una y otra vez que lo que había visto no podía ser real, sino fruto de una cruel pesadilla.
Tras calmarse un tanto, pero sin atreverse todavía a abrir los párpados, trató de convencerse diciéndose que al hacerlo se encontraría de nuevo en el familiar interior del cercanías. Contó hasta diez, se armó de valor y...
Seguía estando en el vagón de compartimentos, pero algo había cambiado, algo sutil y difícil de aprehender pero sin embargo embarazosamente incómodo. ¿Qué podía ser?
De repente cayó en la cuenta. Conforme a su posición, que no había variado en ningún momento, tal como estaba apoyado en la pared el pasillo por el que había venido quedaba a su izquierda. Y ahora, por el contrario, se abría a la derecha.
Durante unos instantes quedó todavía más desconcertado, pero por una de esas extrañas reacciones mentales que a veces surgen de forma espontánea desafiando toda lógica, en vez de preguntarse que podía estar pasando recordó que había dejado olvidadas la cartera y la cazadora en la bandeja situada sobre su asiento... y no era cuestión de perderlas, se sorprendió diciéndose a sí mismo.
Claro está que para ello debería volver al compartimento donde despertara, lo cual supondría tener que cruzarse de nuevo con su espantoso compañero de viaje... aunque bien mirado, dada la surrealista sucesión de acontecimientos en los que se había visto involucrado en los últimos minutos, todo podía ser posible... hasta lo racionalmente imposible.
Por supuesto no sabía cual podía ser el compartimento del que había salido de forma tan precipitada, aunque creía recordar que era uno de los centrales. Pero puesto que el número de los mismos era limitado, prefirió mirar en todos ellos empezando por el más cercano a la plataforma donde se encontraba en esos momentos. Así lo hizo, con el anterior ataque de pánico convertido ahora en una paradójica excitación fruto probable de sus más atávicos instintos animales. Quería recuperar lo que era suyo, y estaba dispuesto a luchar por ello incluso si toda una legión de esqueletos intentaba impedírselo.
Pero no tuvo ninguna necesidad de ello. Al llegar a la plataforma situada en el extremo opuesto del vagón, se detuvo perplejo. Tras inspeccionar la totalidad de los compartimentos no sólo no se había topado con ninguno de esos temidos engendros, ya que incluso el que descubriera frente a él al despertar se había esfumado como si nunca hubiera existido, sino que sus pertenencias habían desaparecido asimismo sin dejar el menor rastro.
Sin arredrarse ante el fracaso repitió minuciosamente la totalidad del recorrido, esta vez en sentido contrario, encontrándose poco después de nuevo en su lugar de partida; en esta segunda ocasión tampoco había logrado encontrar nada. El vagón no podía estar más vacío. Evidentemente algo raro estaba ocurriendo, algo que desafiaba a las más elementales reglas de la lógica. Todo lo que había experimentado desde el momento en que despertara no podía ocurrir bajo ningún concepto... y sin embargo, contra todo pronóstico, había ocurrido.
Sentándose en la butaca de uno de los desiertos compartimentos, dejó que su vista vagar por el incongruente paisaje que se deslizaba tras el cristal, un extraño desierto sin parangón alguno con todo cuanto él conociera que parecía haber surgido de la mente delirante de un pintor surrealista, al tiempo que intentaba poner un poco de orden en el caos que sacudía a su desconcertado cerebro. Dos veces había cambiado ya, en ocasiones de forma radical, el escenario en el que se encontraba inmerso, y las dos habían tenido lugar a raíz de que le venciera el sueño... falso, se corrigió, eso sólo había ocurrido la primera vez, puesto que la segunda tan sólo había llegado a cerrar los ojos durante apenas unos segundos.
Era absurdo, se dijo, pero no menos absurdo resultaba ser también cuanto le rodeaba, y sin embargo no por ello dejaba de ser dolorosamente real. Además, ¿qué perdía con probarlo? Así pues, cerró los ojos con decisión abriéndolos al cabo de un instante.
Y funcionó de nuevo. Ahora se encontraba en el interior de un moderno tren de alta velocidad y más concretamente, a juzgar por la amplitud de los asientos, en el vagón de primera clase. El paisaje que se deslizaba veloz ante su mirada mostraba una campiña completamente nevada que se confundía en lontananza con el gris horizonte sin la menor solución de continuidad y sin el menor accidente que alterara su tersa horizontalidad.
En cuanto al interior del vagón, éste resultó estar repleto de viajeros... convenientemente vivos en esta ocasión, por fortuna, nada de sustos macabros como el experimentado poco antes. Además sus vestimentas eran mucho más normales y bastante similares a las suyas propias. Así pues se sintió casi como en su propia casa, a pesar de que poco tenía que ver ese lujoso vagón con el espartano tren de cercanías en el que iniciara su accidentado viaje, amén de que el monótono paisaje exterior le resultaba cualquier cosa menos conocido. Pero comparado con todo lo anterior, esto no era nada.
Armándose de valor se incorporó de su asiento con la intención de dirigirse a la atractiva joven que se encontraba sentada al otro lado del pasillo, para preguntarle el destino del tren en el que viajaban. Sin embargo, a mitad de camino se detuvo de forma instintiva; algo iba mal, aunque no era capaz de descubrir el qué.
De repente cayó en la cuenta de aquello sobre lo que su subconsciente le había estado advirtiendo: se trataba del silencio, un silencio absoluto, y por ello completamente irreal, que se cernía sobre el abarrotado vagón. Lo sorprendente del caso era que veía a la gente hablar pero era incapaz de oírlos, lo que le provocaba la incómoda sensación de encontrarse contemplando una antigua película muda... de la que él también formaba parte.
Tenía que decidirse, y se decidió.
-Disculpe, señorita, ¿sería tan amable de decirme...?
No llegó a concluir la frase al percatarse de la inutilidad de la misma; aunque él se oyó perfectamente, su fallida interlocutora pareció no percatarse siquiera de su presencia. Irritado por el percance intentó llamar su atención tocándole levemente en el hombro, descubriendo con espanto que su mano tan sólo así el vacío.
De repente comprendió la razón de la aparente paradoja: los viajeros que ocupaban el vagón no eran para él sino meros fantasmas incorpóreos, a los cuales podía ver pero en modo alguno tocar... y viceversa, como pudo constatar instantes después cuando, encontrándose todavía en el pasillo central, un hombre de mediana edad pasó a través suyo sin experimentar por ello el menor trastorno.
Sin embargo, a excepción de sus ocupantes el resto del vagón era para él tan tangible como real, como pudo constatar al desplomarse abatido sobre uno de los asientos vacíos. ¿Qué estaba ocurriendo? Era para volverse loco.
Por supuesto, le bastaría con cerrar los ojos, o al menos eso pensaba, para que este escenario se borrara de su vista, pero le disgustaba huir de allí sin indagar en busca de una posible explicación. Así pues, venciendo la tentación decidió recorrer el tren de uno a otro extremo.
No le llevó mucho tiempo hacerlo, puesto que el convoy no era demasiado largo. Al finalizar la conclusión seguía siendo la misma: tanto los inmateriales viajeros como él mismo se desenvolvían con toda naturalidad por el tren, pero sin poder interaccionar entre ellos. No obstante, lo más perturbador de todo era que, mientras él podía verlos, aunque no pudiera tocarlos ni hablarlos, ellos parecían no ser conscientes en absoluto de su presencia.
Incapaz de comprender lo que estaba sucediendo, optó por cerrar de nuevo los ojos.
* * *
Desde entonces había perdido la cuenta de todos los saltos -así denominaba a los bruscos cambios de escenario- que le habían llevado a recorrer infinidad de trenes distintos, algunos de los cuales parecían sacados de un museo del ferrocarril mientras otros, por el contrario, mostraban imposibles diseños futuristas que le resultaban desconocidos por completo.
Incluso en una ocasión había aparecido en la plataforma abierta de un vagón de mercancías que atravesaba calmosamente una tupida selva tropical; impelido por un impulso irrefrenable había saltado fuera, sin pararse a pensar que lo más probable sería que se partiera el cuello o poco menos, aparte de que, en caso de salir bien librado de la caída, nada le garantizaba que pudiera sobrevivir en tan inhóspita región. Tal era su desesperación, que prefería la muerte, bien fuera rápida o lenta, antes que continuar en su actual situación.
Pero no tuvo ocasión de comprobarlo, puesto que en vez de estrellarse contra el suelo, tal como esperaba, se descubrió repentinamente en el interior de otro vagón, en esta ocasión cerrado, viendo pasar por la ventanilla un paisaje diametralmente opuesto al anterior, en apariencia similar al reflejado en las fotografías de las sondas enviadas por la NASA al planeta Marte. Fuera lo que fuera aquello que lo tenía atrapado, era evidente que no estaba dispuesto a soltar su presa, ni tan siquiera al precio de su propia vida.
Porque ni tan siquiera le estaba permitida la vía de escape del suicidio. Las puertas exteriores de los trenes, cuando las había, se negaban tercamente a abrirse, y en cuanto a recurrir a otros métodos... cuando intentó ahorcarse con su propio cinturón del borde de una bandeja portaequipajes, volvió a encontrarse de forma instantánea en otro tren diferente.
Tampoco le habría servido de nada dejarse morir de hambre y sed, porque ya desde que empezara su cautiverio había descubierto, al principio con sorpresa y posteriormente con indiferencia, que sus necesidades fisiológicas más elementales habían desaparecido sin que ello pareciera afectar en lo más mínimo ni a su salud ni a su vitalidad. Si se había convertido en un fantasma, como sospechaba, era normal que no sintiera la menor necesidad de comer o beber.
En cuanto al resto de los pasajeros o, mejor dicho, compañeros suyos de infortunio, éstos parecían ser tan fantasmagóricos como él mismo. Por supuesto ya se había acostumbrado a cruzarse con ellos sin prestarles la menor atención, toda vez que estaba comprobado que no podían verle. Aunque inicialmente le había sorprendido que él sí pudiera verlos, había acabado por llegar a la conclusión de que era muy probable que otros le estuvieran viendo también a él cuando creía estar solo en un vagón vacío. En cualquier caso, dado que la comunicación entre ambos era aparentemente imposible, no tenía demasiado sentido preocuparse por ello.
No obstante, la galería de personajes que desfilaban ante sus ojos no dejaba de ser llamativa, puesto que en ellos estaban representadas todas las modas, de todas las razas y culturas conocidas desde que tuviera lugar la ya lejana invención del ferrocarril, en la Inglaterra de principios del siglo XIX... y bastante más, puesto que ocasionalmente se encontraba frente a viajeros con unos atavíos, e incluso con sus propios rasgos físicos, completamente inidentificables para él.
La sorpresa se trocaría en pasmo al descubrir, en uno de sus fugaces tránsitos, que los pasajeros que abarrotaban un extraño vagón de diseño desconocido ni tan siquiera eran humanos.
Aunque su cultura científica no pasaba de ser mediana, era plenamente consciente del cúmulo de imposibilidades lógicas que se habían cruzado en su vida, si es que se podía definir como tal su actual existencia. Convertido en un fantasma que a su vez se entremezclaba con otros muchos fantasmas similares sin que aparentemente fuera posible ningún tipo de interacción entre ellos, encontrar seres que racionalmente no podían existir, tales como esos extraños humanoides de anatomía imposible, no era en realidad mucho más ilógico que hacerlo con damas victorianas fallecidas muchos años antes de que él naciera. Al fin y al cabo, ¿tanta diferencia había?
Pese a todo, no se resignó. Y, puesto que poco era lo que podía hacer por librarse de su situación, intentó al menos comprenderla. Hacía tiempo que había descubierto que, si así un objeto que encontrara en uno de sus múltiples escenarios, lo podría conservar a lo largo de sucesivos saltos siempre y cuando lo conservara consigo, al igual que si lo abandonaba lo perdería para siempre. De hecho, había jugado en más de una ocasión a retener diferentes cachivaches sin mayor valor hasta que se cansaba de ellos, especulando infantilmente con la posibilidad de que algún otro de sus forzados compañeros pudiera sentirse sorprendido por su brusca desaparición de forma aparentemente inexplicable.
En una ocasión apareció en un extraño vagón biblioteca repleto de libros, y se puso a hojear con curiosidad algunos de ellos. Éstos estaban escritos en idiomas que no le fue posible identificar pero que, pese a no corresponderse con ninguno de los que conocía, parecían ser versiones deformadas de los mismos. Los había en varias lenguas diferentes, entre ellas una que aparentaba ser un extraño español arcaico, o bien un latín evolucionado, aderezado con términos desconocidos, quizá germánicos, al tiempo que faltaban los familiares términos de origen árabe. Tampoco la gramática le resultaba familiar, ya que al parecer en ese idioma seguían existiendo las declinaciones...
Pese a lo cual, era relativamente capaz de entenderlo. Y desde luego de arcaico no tenía nada, se dijo tras comprobar que uno de los volúmenes trataba sobre la física nuclear en términos no demasiado distintos de los que él recordaba.
Rebuscando por acá y por allá encontró finalmente un libro que, desde la primera página, le llamó la atención, puesto que parecía contener la explicación de todas sus tribulaciones. Aparentemente se trataba de uno de tantos que se presentan con ínfulas de obra de divulgación científica apta para todos los públicos, cuando que en realidad tan sólo están un paso por delante de la mera charlatanería barata entreverada frecuentemente con salpicaduras esotéricas o, cuanto menos, científicamente heterodoxas; era consciente de ello, y en circunstancias normales lo había rechazado sin dudarlo un solo instante... pero sus circunstancias distaban mucho de ser normales. Además, parecía ceñirse a su situación actual como un auténtico guante. Así pues, lo leyó con fruición.
En esencia, el autor defendía la teoría de la existencia de múltiples, quizá incluso infinitos, universos paralelos, contiguos entre sí pero mutuamente estancos, de forma que los habitantes de uno cualquiera vivirían ignorantes de la presencia de los otros, creyendo ser los únicos de todos ellos. En realidad no se trataba de ninguna teoría original, puesto que los escritores de ciencia ficción habían hecho uso frecuente de ella; la diferencia estribaba en que, mientras éstos se limitaban a novelar una especulación intelectualmente atractiva, aquél pretendía hacerla pasar como una verdad científica presuntamente demostrada, utilizando para ello una jerga seudoacadémica susceptible de confundir a más de uno.
Defendía el libro que el aislamiento interuniversal no era del todo perfecto, ya que había suficientes indicios que permitían demostrar la existencia de determinadas perturbaciones provocadas por fenómenos tales como profundas distorsiones gravitatorias, titánicas emisiones de energía u otros fenómenos todavía más incomprensibles para la ciencia, producto de las cuales sería la aparición, de forma esporádica e impredecible, de cortocircuitos en forma de interconexiones incontroladas entre universos contiguos... algo similar a un cuchillo intentando cortar un hojaldre, según el gráfico ejemplo utilizado por el divulgador.
Estos vórtices metadimensionales, tal como los definía éste no sin una pizca de pedantería, aunque siempre limitados en su extensión espacial y asimismo en la temporal, podrían llegar a ser bastante intensos, o profundos, afectando a una gran cantidad de universos. En su radio de acción, postulaba, las leyes físicas más fundamentales se verían trastocadas de una forma muy peculiar y difícil de predecir, y probablemente habría intercambios aleatorios de materia y energía entre los diferentes universos implicados.
Huelga decir que su identificación con esa materia intercambiada aleatoriamente entre universos paralelos fue inmediata. Eso explicaba su extraña experiencia, sin duda... ¿o no?
Su euforia inicial, puramente intelectual puesto que el conocimiento del problema no le ayudaba en modo alguno a solucionarlo, dio paso poco después a una nueva etapa de escepticismo. Según creía entender -el distorsionado español del libro no ayudaba demasiado-, en el caso de un tránsito a otro universo simplemente se habría encontrado en un lugar extraño, pero tan real como el suyo de procedencia; lo cual no servía para explicar la existencia fantasmal y fluctuante en la que se veía atrapado.
El autor, como era de esperar, tras postular con mayor o menor fortuna su hipótesis acababa sumiéndose en divagaciones que tenían más de esoterismo que de verdadera deducción científica, ya que en realidad se limitaba a proponer distintos escenarios posibles acerca de las hipotéticas consecuencias provocadas por la acción de los famosos vórtices metadimensionales descritos con anterioridad. Y, puesto que en realidad carecía de la suficiente base científica para razonarlo de forma rigurosa, optaba por elucubrar libremente sin caer en la cuenta de que con ello incurría en una serie de severas contradicciones consigo mismo.
Aunque al parecer, esto no le importaba demasiado... y en realidad a él tampoco, máxime teniendo en cuenta que el libro le ofrecía todo un abanico de posibles explicaciones entre las cuales podría elegir aquella que mejor le pareciese. Y así lo hizo sin mayores problemas, máxime teniendo en cuenta que las conclusiones a las que llegaba el autor, si es que podía denominárselas de esta manera, eran lo suficientemente vagas como para permitirle moldearlas poco menos que a su antojo.
De esta manera, y gracias a la ayuda aportada por la lectura, pudo contar finalmente con su propia teoría que, si bien no tenía manera alguna de calibrar para corroborar su certeza, al menos le servía para explicar razonablemente bien su situación actual. Ciertamente no ignoraba que la historia de la ciencia estaba plagada de teorías que, pese a ceñirse a la perfección a los datos experimentales, habían acabado por revelarse erróneas, tal como ocurriera con el modelo geocéntrico de Claudio Ptolomeo, canónico durante más de mil años; pero dadas sus circunstancias, era muy poco probable que apareciera el equivalente a un nuevo Copérnico para enmendarle, así que a él le bastaba con lo que tenía.
Aparentemente, las interacciones entre los distintos universos podrían no ser tan nítidas como en un principio hubiera podido suponer, de modo que en las zonas de contacto se formarían unas fronteras difusas de cierto espesor, tanto espacial como temporal; aunque hablar de espesores en este contexto implicaba aplicar un concepto erróneo a algo cuya naturaleza le resultaba desconocida por completo.
Estas fronteras a modo de rebabas, provocarían un estancamiento de parte del flujo de materia y energía intercambiadas, las cuales, en vez de realizar limpiamente el tránsito, podrían quedar atascadas en tierra de nadie. Por supuesto, en este hiato las leyes físicas no sólo se verían perturbadas sino que, muy probablemente, colapsarían por completo, persistiendo tan sólo algún tipo de memoria momentánea como única urdimbre capaz de soportar esta fantasmagórica realidad.
Existía un símil, inspirado no en el libro, sino en sus lejanos recuerdos del bachillerato, que le hacía sentirse incómodo, por encontrarlo especialmente adecuado a su situación: el de un péndulo oscilando sin descanso de un extremo a otro de su trayectoria, siempre confinado en ella y obligado a volver una y otra vez sobre sus propios pasos; sombrío horizonte que le equiparaba a personajes mitológicos como Tántalo o Sísifo, víctimas de una maldición eterna y sin fin. O, por decirlo con mayor precisión, saltando aleatoriamente de una trayectoria a otra, describiendo un movimiento caótico que, pese a su imprevisibilidad, se hallaba constreñido dentro de unos límites a los que era incapaz de rebasar.
Pero lo más espantoso de todo, era no poder saber cuando esa tortura pudiera llegar a su fin, aunque fuera al precio de su propia desaparición; una desaparición cada vez más anhelada, por cuanto nunca podría ser peor que su actual muerte en vida. Pero si la distorsión afectaba, tal como indicaban todos los indicios, no sólo al espacio sino también al tiempo, pudiera ser que este último estuviera para él congelado, convirtiendo una simple fracción de segundo en toda una eternidad... lo que le privaría de poderse librar de tan cruel condena.
Su mente era un hervidero de pensamientos contrapuestos, y sus cambios de humor constantes. Días después -¿o habían sido años?- de concluir su teoría, en un arrebato repentino arrojó contra el suelo el libro que con tanto cuidado había preservado consigo hasta entonces, convencido repentinamente de que todas sus elucubraciones habían sido en realidad espurias. Instantes después el libro, o quizá él, había cambiado de plano dimensional desapareciendo de su existencia para siempre... mas, ¿qué importancia tenía eso ya?
El tiempo, o mejor dicho, el no-tiempo, seguiría desgranándose inflexible e indiferente ante su tragedia. A él, desdichado émulo del Holandés Errante, tan sólo le quedaba el recurso de resignarse aguardando pacientemente la irrupción de un milagro que, de sobra sabía, no llegaría a producirse jamás.
Publicado el 8-9-2008 en NGC 3660