El guardián de los libros olvidados
La biblioteca más tremenda que puede imaginarse no es la de los libros que han sido de verdad escritos, o la de los que se quemaron o perdieron. La biblioteca más grande, la más necesaria, la más temible, sería aquélla que contuviera todas las cosas que los hombres han tenido frente a sus ojos y no han llegado a ver.
Antonio Muñoz Molina
Aquel día Luis M. disponía de toda una mañana para hacer algo que le complacía especialmente: callejear sin rumbo por los barrios antiguos de la gran ciudad, esa misma ciudad que tanto aborreciera en sus zonas modernas como muestra patente que eran de lo desagradable que podía llegar a ser la vida cotidiana en las grandes urbes.
Los barrios antiguos eran otra cosa. A pesar de toda la degradación que habían sufrido en los últimos años, y a pesar también de las extrañas faunas que habían hecho suyas algunas zonas convirtiéndolas en peligrosas para los ciudadanos normales, esas viejas callejuelas conservaban todavía parte de ese encanto especial que tanto añoraban los viejos habitantes de la ciudad. Cierto era que las aceras invadidas por los coches y los restos de las juergas de fin de semana -era lunes- les daban un aspecto deprimente, pero a pesar de todo ello las variopintas tiendas recién abiertas mostraban en sus minúsculos escaparates el pequeño milagro cotidiano de la supervivencia frente al avasallador empuje de los nuevos e impersonales comercios.
A esas horas de la mañana las calles estaban todavía vacías, sin más signos de vida que un escuálido chucho vagando sin rumbo al tiempo que husmeaba las esquinas, y una anciana encorvada de edad indefinida que entraba en un portal cargada con una barra de pan y una cántara -sí, una cántara- de leche.
A pesar de que Luis M. conocía bastante bien la ciudad era ésta la primera vez que pasaba por estas calles, unas calles que hasta entonces tan sólo habían significado para él unos simples nombres escritos en un plano. Pero sabía que existían, presumía que pudieran ser interesantes y, aprovechando un cúmulo de circunstancias favorables en forma de gestiones que le habían traído hasta la cercana avenida al tiempo que le libraban de ir a trabajar, había cumplido al fin su deseo de pasearse por allí en un día y a unas horas laborables, puesto que por la tarde o durante el fin de semana era ya algo completamente distinto.
Pero ese lunes por la mañana se respiraba allí el pulso provinciano que la ciudad perdiera hacía ya tanto tiempo, ese pulso que Luis M. había estado buscando sin éxito durante tanto tiempo. Él sabía que éste no había sido nunca un barrio noble, por lo que hubiera resultado completamente inútil buscar allí las tiendas selectas que habían florecido en otros lugares no tan lejanos de la ciudad; tan sólo esperaba encontrar tiendas plebeyas tales como tascas galdosianas, minúsculas panaderías o verdulerías por las que no había pasado el tiempo... Eso era precisamente lo que buscaba Luis M.
Y las encontró para satisfacción suya, aunque todas ellas estaban contaminadas por un al parecer inevitable toque de modernidad en forma de escaparates abarrotados de cartones de leche, bollos industriales envueltos en celofán o botes de fabada asturiana elaborada en la provincia de Cuenca. Afortunadamente los bares de copas, esa plaga nocturna que había infestado tantos y tantos rincones de la ciudad, brillaban aquí por su ausencia, pero al mismo tiempo también lo hacían las tiendas de ultramarinos, las lechería de las de antes, las tahonas... Aunque el recuerdo de la anciana con la cántara de leche le convenció de que pese a todo éstas deberían existir.
¿Y por qué no un cambio de novelas? Este pensamiento le acarreó una oleada de cálidos recuerdos olvidados labrados cuando uno de sus máximos placeres consistía en husmear ávidamente por los entonces numerosos establecimientos de compraventa de tebeos y novelas, auténticas arcas del tesoro para su inquietud infantil. Recordaba el afán con el que buscara esos cuadernillos de aventuras y esas novelas de ciencia ficción que tanto le entusiasmaran, y todavía era relativamente capaz de sentir los rescoldos del inefable placer que entonces le producía el hallazgo de aquel ejemplar que durante tanto tiempo le mantuviera incómodamente incompleta la aventura. Pero el tiempo había pasado de forma implacable y ahora era consciente de que ese tipo de literatura era francamente deleznable, aunque esto no impedía que siguiera agradándole aunque quizá fuera sólo por nostalgia. Además no tenía ya necesidad de buscarla, puesto que los cuadernillos de aventuras habían sido reeditados en facsímil mientras la escurridiza colección de novelas había sido completada hacía ya bastantes años gracias a su tesonera perseverancia. Y en cuanto a las nuevas publicaciones... Bien, simplemente éstas no existían. Además ya no quedaba prácticamente ningún cambio de novelas, librerías como fueron de las clases populares, barridos todos ellos por unos nuevos aires de modernidad que no siempre habían resultado ser mejores, al menos en lo que a los hábitos de lectura de los españoles se refería.
No, no esperaba encontrar allí un cambio de novelas ni tampoco cualquier otro tipo de librería menos plebeya y por ello impensable en un barrio tan humilde; a lo más algún establecimiento de venta de periódicos y revistas, adobado quizá con tabaco y chucherías diversas.
Pero para sorpresa suya la encontró al doblar una esquina. Estaba situada en mitad de una estrecha callejuela por la que parecía no haber pasado el tiempo, y en su descolorido rótulo campeaba semiborrado, pero aún orgulloso, el rótulo de Librería. Y no se trataba, según constató con asombro, de ningún minúsculo quiosco incrustado en un oscuro zaguán, sino de una verdadera tienda con su puerta independiente abierta a la calle y un pequeño escaparate contiguo de apenas un metro de longitud.
Espoleada su curiosidad cruzó rápidamente la calle intentando atisbar inútilmente a través de los polvorientos cristales pudiendo adivinar tan sólo, a causa de la suciedad de los mismos y a la falta de iluminación, la existencia de unos cuantos libros de inidentificables títulos, aunque presumiblemente antiguos. No necesitaba más, por lo que sin pensarlo dos veces abrió la puerta penetrando con decisión en la covachuela.
El interior era tan diminuto como cabía esperar de la modesta portada, apenas un cubículo de unos pocos metros cuadrados de superficie atestado completamente de libros; había libros en las paredes desbordando las estanterías que llegaban hasta el techo, había libros amontonados en el mostrador, los había también en el suelo... Sorteando los montículos que formaban estos últimos se acercó hasta el vacío mostrados en busca del propietario de la tienda; detrás del mismo había todavía más libros en la pared trasera, ocupada en su totalidad por estanterías abarrotadas excepto en un pequeño rectángulo que enmarcaba el acceso a una oscura trastienda.
-Buenos días. ¿Qué desea? -la voz del librero le sobresaltó, abstraído como estaba recorriendo con la vista el abarrotado recinto; aunque no le había visto salir era evidente que procedía de la trastienda, puesto que allí no había nadie cuando él había entrado. Bueno, realmente eso no tenía la menor importancia.
-Yo... -balbuceó- No buscaba nada en concreto. Pasaba por aquí y he visto la tienda...
-¿Es usted nuevo en el barrio? -su interlocutor era un hombrecillo menudo de edad indefinida, aunque evidentemente anciano, con la barba y el escaso pelo completamente blancos y una expresión bondadosa en la cara; alguien, en definitiva, que inspiraba confianza a primera vista.
-No, no vivo por aquí; a decir verdad, es la primera vez que lo visito. -respondió avergonzado- Y lo cierto es que me ha sorprendido encontrar aquí una librería.
-Sí, suele ocurrir. -respondió condescendiente el librero- Pero lo cierto es que está abierta desde hace muchos años. Y ahora, -sonrió- si me dice lo que busca quizá pueda ayudarle; me sería imposible enseñarle todo lo que tengo aquí guardado. -concluyó, abarcando con un amplio gesto el interior del establecimiento.
-Bueno, yo no había pensado...
-No importa; elegir un libro no es algo que se deba hacer con precipitación. Yo no tengo ninguna prisa; ¿y usted?
-En realidad, tampoco. -confesó complacido ante la perspectiva de una larga conversación; aquel vejete le estaba empezando a caer simpático.
-Está bien; -sonrió el anciano- le ayudaré. Tengo por aquí algo que le puede interesar; -masculló al tiempo que revolvía en uno de los montones de libros- se trata de algo muy curioso y muy poco conocido... ¿Pero dónde estará? Juraría que lo había dejado por aquí.
-Yo... Déjelo. Tampoco tiene tanta importancia. -masculló embarazado.
-¡Ah, ya lo tengo! -exclamó triunfante el librero enarbolando un viejo y carcomido ejemplar- Mire a ver qué le parece.
Se trataba de un libro encuadernado en rústica con aspecto de haber sido editado a principios de siglo. Pudo comprobar que era una obra de Manuel Azaña, pero cuando leyó el título le invadió la sospecha de que algo no acababa de encajar.
-Fresdeval... -gruñó- No conocía esta edición.
-No le extrañe; es única, y además muy rara.
-¡Un momento! -exclamó excitado- Aquí hay algo que no me cuadra. La fecha que pone en la portada es 1935, pero creo recordar que Azaña no lo terminó de escribir y además no lo llegó a ver editado en vida. Si no me falla la memoria, no se editó hasta muchos años después de su muerte, en México concretamente, y sólo de forma parcial, y la primera edición española no apareció hasta finales de los años ochenta recogiendo por vez primera los fragmentos manuscritos que habían sido encontrados poco antes en unas dependencias policiales. ¿Se trata de una falsificación?
-En absoluto. -respondió plácidamente su interlocutor- Este libro fue editado realmente en 1935.
-Pero tiene que estar incompleto... Azaña no lo pudo terminar a causa de los vaivenes políticos de la República, y por culpa de la guerra civil después.
-Está completo.
-¿Incluyendo los fragmentos manuscritos que Azaña dejó interrumpidos?
-No. He dicho completo. La novela está totalmente terminada tal como Azaña hubiera hecho de no haberse visto obligado a abandonarla.
-Usted bromea.
-Estoy hablando completamente en serio. Compruébelo por usted mismo.
Había pasado mucho tiempo desde que Luis M. leyera esa novela, pero creía recordar que el capítulo tercero era tan sólo una colección de fragmentos inconexos, simples borradores que su autor no pudo hilvanar a causa de sus trágicas circunstancias personales. Pero esa edición parecía estar realmente completa... Lo cual admitía una única explicación.
-Ya comprendo. -rezongó- Alguien distinto de Azaña la terminó de escribir.
-Se equivoca de nuevo. Esta novela está escrita en su totalidad por Manuel Azaña; nadie salvo él ha escrito una sola palabra de todas las que aparecen en el libro.
-Usted se está burlando de mí. -protestó con irritación- Eso es imposible.
-¿Por qué imposible? -fue la desconcertante respuesta- ¿Por qué no pudo ser como yo digo?
-Porque no. Porque la carrera política de Azaña interrumpió sus actividades literarias. Porque la guerra civil las truncó de nuevo. Porque cuando hubiera podido reanudarlas, en el exilio, tuvo la desgracia de fallecer. ¡Y porque lo dicen todos los historiadores! ¡Fresdeval nunca se llegó a terminar!
-Pues usted tiene en sus manos una edición completa de Fresdeval escrita en su totalidad por Manuel Azaña.
-Esto es absurdo. Completamente absurdo.
-Veo que no lo ha entendido. -musitó con tristeza el anciano al tiempo que recuperaba el objeto de la discordia- Tendría que comprender que el universo es algo infinitamente más complejo que todo aquello que nosotros seremos nunca capaces de percibir. Tiene usted razón al afirmar que en determinadas circunstancias históricas este libro nunca podría ser real, pero debería esforzarse en admitir que si estas circunstancias hubieran sido distintas Azaña sí habría podido concluirla.
-Pero no lo hizo.
-Pero hubiera podido hacerlo, y esa es la razón por la que este libro se encuentra aquí.
-Está bien; dejémoslo. -zanjó Luis M. hastiado ya de tan absurda polémica- ¿Qué otros libros tiene usted?
-Muchos, y muy interesantes todos ellos; pero después de su rechazo, me temo que tampoco los pueda aceptar.
-¿Acaso no tiene libros normales? -preguntó con mordacidad.
-Para mí todos lo son. ¿Dónde se encuentra la diferencia, salvo en sus propios prejuicios?
La situación era tan insólita que Luis M. se encontró completamente desconcertado. Dijera lo que dijera el librero, allí tenía que haber gato encerrado; el libro no podía ser sino un fraude. Alguien había terminado lo que Azaña dejara inconcluso, de eso no tenía la menor duda. Sin embargo, ¿qué había de malo en ello? Al fin y al cabo, se trataba de una práctica habitual no sólo en la literatura sino en todas las ramas del arte, y desde luego no ignoraba que obras maestras del calibre del Réquiem de Mozart o el monasterio del Escorial habían sido concluidas por personas diferentes a sus creadores originales.
Pero entonces, ¿por qué razón le mentía? Podría haber sido interesante leer el libro, pero él lo había rechazado y ya no era posible volverse atrás. Sin embargo, el viejo le había dicho que tenía más libros; ¿por qué entonces no seguirle la corriente? Nada tenía iba a perder por ello, y quizá se encontrara con algo curioso.
-Le ruego que me disculpe si acaso he dicho algo que le haya podido molestar. -dijo al fin en tono conciliador- Le aseguro que me encantaría ver más libros.
-Está bien. -condescendió el librero con una facilidad que mostraba bien a las claras su interés- Pero antes de nada he de advertirle que absolutamente todos los libros que le voy a enseñar son originales y fueron escritos en su totalidad por sus autores, lo que los convierte en unos ejemplares únicos.
-De acuerdo; -aceptó Luis M.- no volveré a dudar de ello. ¿Qué me recomienda?
-¿Le gusta Galdós?
-Es uno de mis autores favoritos, pero me temo que por ese lado le va a resultar difícil sorprenderme ya que he leído prácticamente todas sus novelas incluyendo -y al llegar a este punto Luis M. ahuecó vanidosamente la voz- la serie completa de los Episodios Nacionales, algo de lo que no muchos pueden presumir.
-¿Entera? -se burló el anciano- ¿Absolutamente completa?
-Por supuesto. -respondió Luis M. un tanto amoscado- Las cinco series o, si lo prefiere, las cuarenta y seis novelas. ¿Acaso duda usted de mi palabra?
-Le aseguro que no. -apaciguó el librero- Tiene usted toda la razón cuando habla de cuarenta y seis novelas, ya que éstas son las que siempre se han editado. Pero supongo que no ignorará que Galdós tenía previsto escribir un total de cincuenta, la última de las cuales habría relatado el desastre del 98.
-¿No me dirá usted que tiene esas cuatro novelas que faltan? -por fortuna para Luis M. la prudencia logró imponerse a su incredulidad.
-Pues sí, y aquí las tiene usted. No creo que sea necesario enseñarle el resto, ya que las otras cuarenta y seis son idénticas a las que usted conoce. Pero le puedo asegurar que estas cuatro son únicas.
-Y tan únicas. -se dijo Luis M.- Tanto como lo pudiera ser la tercera parte del Quijote o la continuación del Buscón de Quevedo. Pero nada de ello dijo, fingiendo un interés que en realidad era tan sólo mera curiosidad.
-¿Me permite que las vea? -fue a la postre su única respuesta.
Así lo hizo su interlocutor, cediéndole cuatro libros que tomó de una estantería cercana. Se trataba de una de las ediciones más conocidas de la serie y nada de particular había en ellos salvo los títulos, unos títulos que Luis M. sabía que no podían existir: María Cristina, Nacido rey, El ocaso de un imperio y El desastre del 98... Y sin embargo allí estaban, en sus manos, y no parecían ser ninguna falsificación.
¿Qué estaba ocurriendo allí? Luis M. siempre había presumido de rechazar todo aquello que no pudiera ser explicado de forma racional, por lo que ahora se encontraba completamente confundido. Admitiendo que se tratara de un fraude o de una simple imitación, la magnitud del mismo comenzaba a ser sorprendente. Completar una novela -Fresdeval- acabada en su mayor parte, aprovechando para ello las numerosas notas dejadas por Manuel Azaña, era algo que estaba al alcance de alguien lo suficientemente entendido en la vida y la obra del político alcalaíno; pero escribir cuatro novelas completas para terminar los Episodios Nacionales de Galdós era algo infinitamente más serio... Porque según pudo comprobar tras hojearlas concienzudamente, estas cuatro novelas tenían el estilo literario del autor de Fortunata y Jacinta e incluso recordaban poderosamente a otras obras tardías de este escritor.
Debido a ello su curiosidad se acrecentó. Por esta razón, una vez hubo terminado su incrédulo escrutinio devolvió los cuatro volúmenes a su propietario rogándole que le mostrara más ejemplares curiosos; ahora más que nunca estaba firmemente decidido a llegar hasta el final.
-No me negará -le dijo, midiendo cuidadosamente las palabras- que los libros que me ha enseñado hasta ahora eran francamente... peculiares; le ruego por ello que disculpe mi sorpresa. He de confesarle que ha conseguido sorprenderme, por lo que le agradecería que me mostrara más ejemplares... curiosos.
-Sabía que le acabarían interesando. -sonrió divertido el anciano- Y le aseguro que todavía le puedo sorprender más. ¿Le gustan las historias gráficas?
-¿Se refiere a los tebeos?
-Sí; bueno, en realidad tendría que haber dicho cómics, pero he de confesarle que aborrezco esa palabra.
-No se preocupe; -ahora era Luis M. quien sonreía de oreja a oreja- a mí me sucede exactamente lo mismo, así que podemos dejarlo en tebeos. Respondiendo a su pregunta, le diré que sí aunque no todos.
-¿Qué me dice de Tintín?
-Me encanta. Lástima que Hergé fuera tan poco prolífico.
-Observe esto. -respondió el vejete ofreciéndole un álbum que sacó de las profundidades del mostrador- Tampoco es nada corriente.
Y no lo era. El álbum tenía el formato habitual de estas aventuras y estaba editado por la misma editorial que publicara la totalidad de la obra de Hergé en español, pero el título le llamó inmediatamente la atención: Tintín y el arte Alfa. Se trataba de la obra que el dibujante belga dejara inacabada a su muerte con la prohibición expresa de que no fuera terminada por nadie. Bien, creía recordar que se había llegado a hacer una edición de los bocetos dirigida a los fanáticos de este personaje, la cual no había llegado a interesar al grueso de los lectores dado que trataba únicamente de simples bocetos deslavazados... Pero a estas alturas ya no le sorprendió comprobar que el libro estaba completamente acabado.
-¿Se convence ahora de que no le mentía? -fue el socarrón comentario del librero, el cual al parecer le había adivinado el pensamiento.
-Estoy convencido. -suspiró Luis M.- Pero es imposible, completamente imposible... Si no es un fraude ni una imitación, ¿qué es entonces? ¿Magia?
-No. Simplemente, fe.
-¿Fe? ¿En qué?
-En la creatividad humana. En las cosas bellas que alguna vez han sido imaginadas desde que el primer hombre tuviera un pensamiento racional. En todo aquello que nos diferencia de los animales y nos acerca, siquiera un poco, a Dios.
-¿Pero qué tiene que ver eso con...? -balbuceó confuso Luis M.- No le encuentro la menor relación.
-Pues le aseguro que existe. ¿Se ha parado alguna vez a pensar en el ingente patrimonio cultural que ha perdido la humanidad a lo largo de la historia por culpa de las guerras, las catástrofes naturales o simplemente la incuria? ¿En todas las obras maestras que quedaron sin terminar o que no se llegaron a iniciar siquiera porque circunstancias adversas, cuando no la propia muerte, truncaron las intenciones de sus autores?
-¿Qué quiere usted decir con eso? -una sombra de duda comenzaba a abrirse camino en el espíritu de Luis M.
-¿Imagina qué hubiera pasado de no haber ardido la biblioteca de Alejandría? ¿O si Mozart no hubiera muerto prematuramente a los treinta y cinco años de edad? ¿O si todos los grandes genios que han existido hubieran podido desarrollar hasta el final su potencial creativo? Si hubiera ocurrido esto ahora contaríamos con todas las obras desaparecidas de los clásicos griegos y romanos, con la décima sinfonía de Beethoven, con el nunca construido edificio gemelo del Taj-Mahal, con los cuadros de Velázquez perdidos en el incendio del alcázar madrileño, con el conjunto arquitectónico de la Roma imperial...
-Y con los cuatro últimos ejemplares de los Episodios Nacionales. -masculló a regañadientes Luis M.- O con la tercera parte del Quijote.
-Esto último no es posible, puesto que Cervantes nunca pensó en continuar su obra maestra. -le corrigió el librero- Pero las novelas de Galdós, Fresdeval, varios álbumes de Tintín además del que le he enseñado; incluso varias obras maestras de autores completamente desconocidos que no llegaron a ser ni tan siquiera escritas a causa de unas circunstancias adversas.
-¿Y todo eso está aquí?
-¡Oh, no, ni mucho menos! Sería completamente imposible. Yo tan sólo me he dedicado a la literatura; del resto se encargan otras personas. Una está especializada en libros de arte, otra en partituras musicales... Tenga en cuenta que se trata de algo demasiado amplio como para que pueda ser abarcado en su totalidad por una única persona.
-¿Pero la literatura? -Luis M. se encontraba completamente perplejo.
-Toda ella está aquí. -respondió con orgullo el librero- Absolutamente toda.
En condiciones normales Luis M. se hubiera reído, pero éstas no eran unas condiciones normales. Así pues, se limitó a pedirle humildemente que le mostrara siquiera una parte de sus trofeos.
Varias horas después Luis M. estaba completamente convencido de la veracidad de las afirmaciones del locuaz librero; había hojeado sin descanso decenas de libros que no podían existir y sin embargo existían, libros que nunca se habían escrito o que jamás se habían llegado a terminar, los cuales surgían ante sus ojos a modo de milagrosa reencarnación. Y creyó, creyó como nunca lo había hecho en la fecundidad de la mente humana, sólo por lo cual ya merecía la pena existir.
-¿Es usted consciente del tesoro que guarda aquí? -preguntó al fin al anciano una vez terminado su exhaustivo escrutinio- ¿Sabe lo que supondría darlo a conocer?
-Lo sé. -suspiró éste- Lo sé demasiado bien. Por esta razón es por la que no lo he intentado siquiera; además, -continuó enigmáticamente- aunque quisiera hacerlo no serviría de nada.
-¿Por qué? Quizá lo más prudente fuera ocultar parte de estas obras, en esto estoy de acuerdo con usted, pero en lo que respecta al resto... ¿Se imagina usted el progreso que significaría para la cultura?
-Veo que no lo entiende. -se lamentó con tristeza el librero- No es que no quiera hacerlo; es que no puedo.
-¿Por qué dice usted eso? Si posee los libros, ¿qué más hace falta?
-Hace un rato dijo usted que la existencia de estos libros era algo imposible, algo que desafiaba a la razón; yo le respondí que se trataba de una cuestión de fe. ¿Recuerda? Pues bien, ahora le hago una pregunta muy concreta. ¿Existe acaso la fe en el mundo exterior? No me refiero a la fe religiosa, por supuesto, sino a algo mucho más trascendental: La fe en la especie humana, o más concretamente la fe en la capacidad creativa del hombre.
-Bueno, yo... -Luis M. se encontraba más confuso de lo que jamás lo hubiera estado en toda su vida.
-¿Lo ve? Lo duda. Y eso a pesar de que usted sí tenía fe, o al menos albergaba la capacidad de tenerla.
-Pero...
-Sincérese consigo mismo. ¿Cree usted que, de no haber sido receptivo a la fe, hubiera sido capaz de encontrar mi librería? ¿Piensa acaso que cualquiera puede entrar aquí?
Los argumentos eran demoledores. Tan demoledores que Luis M. optó por callar convencido como estaba de que la razón científica no tenía absolutamente nada que hacer allí. El anciano estaba en lo cierto cuando afirmaba que para tener bastaba con creer; y él creía, creía con todas sus fuerzas como nunca antes lo hubiera hecho en su vida.
-Luego entonces... -consiguió articular al fin.
-Usted ha tenido el privilegio de alcanzar algo que está vedado a la mayor parte de los mortales; tan sólo le pido que no lo eche a perder. Nos encontramos en una de las escasas burbujas de fe existentes en el mundo, en las cuales son posibles cosas que jamás podrían existir fuera de ellas; por ello le invito a disfrutar de algo que le está vedado a la práctica totalidad de la humanidad. Búsqueme siempre que quiera y me encontrará; ésta es precisamente mi misión desde hace muchos años, muchos más de los que pueda usted imaginar. Pero no se moleste en pregonar la existencia de este lugar fuera de aquí; le aseguro que resultaría completamente inútil.
-Está bien; -respondió abrumado Luis M.- pero ahora me encuentro totalmente agotado. Llevo aquí varias horas y me gustaría descansar. ¿Le importa?
-En absoluto. -sonrió con socarronería el librero- Se trata de algo completamente normal. Váyase y tome todo el tiempo que necesite; siempre que me busque me encontrará en este mismo lugar.
Momentos después Luis M. se encontraba en la calle caminando rápida, casi furtivamente, sin volver la vista atrás. Cediendo a una tentación absurda e infantil de todo punto insólita en él, había abusado de la confianza del librero robándole uno de los ejemplares que le había mostrado en un descuido del mismo. ¿Por qué había hecho esto violando sus propios principios éticos por vez primera en su vida? Lo ignoraba por completo; se había tratado de un impulso irrefrenable e impremeditado al cual no se había podido resistir. Y ahora se sentía culpable, tremendamente culpable, sintiendo el bulto del libro robado debajo de su cazadora.
Estaba arrepentido de su pueril arrebato y lamentaba haberse dejado llevar por él, pero ya no se atrevió a volver a la librería. ¿Qué iba a pensar el anciano de él? Lo cierto era que había truncado estúpidamente lo que prometía haber sido una fructífera relación. ¿Qué hacer?
Cuando quiso darse cuenta había doblado la esquina refugiándose en la calle lateral. Libre ya, o al menos así lo creía, de la mirada inquisitiva del justamente indignado librero, se detuvo a tomar resuello apoyándose en la pared frontera. ¿Qué hacer? se preguntó de nuevo sin encontrar ninguna respuesta clara que le pudiera ayudar a salir del brete en el que de forma tan absurda se había metido. De momento, lo primero que se le ocurrió fue sacar el libro de debajo de la cazadora para, cuanto menos, guardarlo en la cartera de mano que llevaba; al menos quedaría más discreto.
Mirando furtivamente a uno y otro lado de la desierta callejuela, Luis M. abrió la cartera lo justo para poder introducir en ella el libro robado, sacando éste a continuación de su escondite. Tan sólo pretendía guardarlo lo más rápidamente posible como si escondiéndolo fuera de su vista y de su tacto pudiera paliar siquiera su delito; pero cuando tuvo éste frente a él no pudo evitar dirigirle una fugaz y abochornada mirada.
¡Un momento! Allí había algo que no encajaba. El ejemplar que había robado era uno de los cuatro últimos Episodios Nacionales que tanto le habían llamado la atención, concretamente el titulado El desastre del 98; lo recordaba perfectamente puesto que, al haberlos ido viendo uno a uno en su orden cronológico natural, los había ido dejando encima del mostrador quedando el último de ellos encima del resto... Y sin embargo, lo que ahora tenía en sus manos era un tratado de trigonometría editado en los años veinte.
No podía ser; él tan sólo había visto libros de literatura, y no manuales técnicos. Pudiera haberse equivocado de título al coger subrepticiamente el volumen, pero era imposible que se hubiera apropiado de algo que nunca había pasado por sus manos...
Pero allí estaba la tozuda prueba: El formato y la encuadernación del libro eran idénticos a los del robado, pero el prosaico título no podía ser más distinto del de una obra cualquiera de Benito Pérez Galdós. Olvidando ya todo tipo de inútiles precauciones abrió el ejemplar buscando los conocidos capítulos que hubiera hojeado apenas un par de horas antes; intento inútil, pues lo único que encontró fueron tablas y ecuaciones algebraicas, justo lo que cabía esperar en un árido texto matemático.
Esto era algo que le acababa de desbaratar completamente los esquemas, bastante alterados ya de por sí a raíz de su entrada en la librería. A una imposibilidad se le había sumado otra aún mayor que la contrarrestaba; aunque ahora, fuera ya de la peculiar y envolvente atmósfera que se respiraba en el interior de la tienda, era consciente de que la única explicación racional posible era que la novela de Galdós tan sólo hubiera existido en su imaginación.
¿Había sido su estancia en la librería fruto exclusivo de una extraña alucinación? Así lo creía ahora, puesto que no podía encontrar ninguna otra justificación a su insólita experiencia. Sin embargo, había algo que no acababa de encajar en el esquema: El tratado de trigonometría que tenía en su poder, el cual se empeñaba en ser tangible y real. ¿De dónde había sacado ese libro, si hasta un minuto antes hubiera jurado que no lo había visto en su vida?
Tan sólo había una manera de averiguarlo, y ésta no era otra que la de volver a la librería para devolverlo; prefería correr la vergüenza de ser tachado de ladrón antes que quedarse con la duda de lo ocurrido. Así pues, cerró la cartera sin guardar en ella el libro, que conservó firmemente en la otra mano, y armándose de valor dobló la esquina recorriendo con grandes zancadas los escasos metros que le separaban de su meta.
Cuando segundos después apareció ante su vista la esquina opuesta, tuvo la certeza absoluta de que las cosas iban decididamente mal. Había recorrido la calle en toda su longitud -apenas cien metros- sin encontrar ni rastro de una librería que parecía haberse esfumado como por ensalmo. Aunque no se había fijado en el número del portal contiguo, recordaba que éste se encontraba aproximadamente hacia la mitad de la calle, por lo que volviendo sobre sus pasos se puso a buscar minuciosamente su escurridizo objetivo.
Allí tenía que ser; no había más locales comerciales en ese tramo de acera, puesto que el resto de las fincas tan sólo tenían viviendas en la planta baja. Era forzoso que estuviera allí, pero el único establecimiento que había ante su vista era una vulgar tienda de bisutería. No podía ser; él había salido de la librería apenas cinco minutos antes; ¿cómo era posible que ahora no estuviera? ¿Acaso se había equivocado de calle? Retrocedió hasta la esquina y leyó la placa; era ésa. Volvió hasta la tienda, se detuvo dubitativo frente a ella durante unos segundos y finalmente se decidió a entrar; la única forma de resolver el enigma sería yendo hasta el final.
El tamaño y la disposición interior del local coincidían plenamente con sus recuerdos, pero la decoración y el contenido no. Paredes desnudas pintadas con colores chillones allá donde tendrían que haber estado las estanterías abarrotadas de libros, cajones por todo el contorno rebosantes de una y mil baratijas, un descolorido cartel llamando a una movilización ya olvidada pegado en la puerta que conducía a la trastienda... Y el mostrador, el mismo mostrador que tanto le llamara la atención en su anterior visita a la librería, único elemento conservado de la misma. Era el mismo lugar, pero al mismo tiempo no lo era. ¿Se estaría volviendo loco?
-¿Qué quieres?
El tuteo indiscriminado que tanto le desagradaba tuvo la virtud de sacarle de su ensimismamiento. Procedente de la trastienda, el propietario del establecimiento estaba ahora frente a él esperando su respuesta; se trataba de un hombre joven, de unos treinta y tantos años, ataviado de la forma que cabía esperar en los herederos trasnochados de los extintos hippies, con el pelo largo recogido en una coleta y el inevitable pendiente en la oreja... Alguien, en suma, situado en las antípodas del desaparecido librero.
-Yo... -titubeó sin saber cómo empezar- Yo estaba buscando una librería que había en esta calle, pero lo cierto es que no la encuentro.
-¿Una librería? -se extrañó el vendedor- No, por aquí no hay ninguna. Tendrías que salir a la avenida...
-¡No, era aquí! -le interrumpió nerviosamente Luis M.- ¡Justo aquí! Hace apenas cinco minutos que he salido de ella.
-¿Estás de broma, amigo? -el timbre de la voz de su interlocutor se había vuelto más áspero- Llevo aquí desde hace más de tres años, y te aseguro que nunca ha habido una librería en esta calle.
-¡No digo en la calle! ¡Digo justamente aquí, en este mismo local!
-¿Acaso te crees que...? -el tono francamente irritado de la respuesta fue sustituido por otro más suave- ¡Espera! Creo que tienes razón. Aquí hubo una librería, pero fue hace mucho tiempo. Cuando yo alquilé el local, la librería llevaba ya varios años cerrada según me dijo el casero.
-Imposible... He estado en ella hace menos de cinco minutos.
-Amigo, no sé si estás de broma o si te equivocas, pero prefiero creer lo último. Te digo que llevo aquí más de tres años siempre con la misma tienda, y cuando la abrí este local llevaba mucho tiempo abandonado. Tuve que llenar varios contenedores de basura antes de verlo limpio; tan sólo conservé el mostrador porque me gustó, pero el resto fue a parar al vertedero.
-¡Al vertedero! -gimió Luis M.- ¿Y los libros?
-¿Los libros? La humedad y las ratas los habían destrozado. Estaban deshechos, completamente deshechos; tan sólo pude salvar unos cuantos.
-¡Pero eran unos libros muy valiosos! ¡Eran ejemplares únicos!
-¿Valiosos? Amigo, no me hagas reír. Puede que no me guste demasiado leer, pero no soy tonto y vivo de lo que vendo. Intenté colocárselos a varios libreros de viejo, pero todos ellos me dijeron que no valían prácticamente nada. Eran antiguos, de antes de la guerra e incluso de finales del siglo pasado, pero en su mayor parte eran manuales científicos y cosas por el estilo, y las pocas novelas que había estaban todas ellas escritas en alemán. Al final conseguí que se los llevara un trapero, y no tengo ni idea de lo que pudo hacer con ellos.
-¿Eran libros como éste? -le preguntó Luis M. alargándole el ejemplar que todavía conservaba en la mano.
-Déjame ver... Sí, creo, que sí. -respondió su interlocutor sin llegar a cogerlo- Tiene el mismo aspecto. Y aparte de eso, ¿quieres algo más?
La invitación era evidente, por lo que musitando una disculpa convencional abandonó la tienda. Una vez en la calle intentó asimilar el cúmulo de ideas contradictorias que rondaban por su cerebro. ¿Qué le había pasado? Pero ya nada tenía que hacer allí, por lo que dirigiendo una postrer mirada a los chillones colores con los que estaba pintado el escaparate -el mismo escaparate, de ello no le cabía duda- abandonó la calle y el barrio dirigiéndose directamente a su domicilio.
Varios años después Luis M. seguía sin saber lo que le ocurrió aquella extraña mañana. Disconforme con la versión del actual inquilino del local había consultado a varios vecinos del barrio, todos los cuales le habían confirmado en lo fundamental la versión que ya conocía. Sin embargo, fue una anciana que vivía en esa misma calle quien le aportó los datos más turbadores: La librería ya se encontraba allí cuando ella ocupó la vivienda poco después de terminada la Guerra Civil, y estaba regentada por una persona cuya descripción coincidía con la recordada por Luis M. El librero tenía fama de excéntrico en el barrio y, puesto que vivía solo en el piso de arriba de su tienda, su trato con los vecinos era virtualmente nulo. A decir verdad nadie sabía gran cosa de su vida, salvo que siempre se encontraba en el interior de su establecimiento, excepto cuando cerraba para comer -lo hacía en un bar cercano- o para dormir en su cercana vivienda.
Los escasos clientes que visitaban la librería, siempre venidos de fuera del barrio, no parecían ser suficientes para sostener económicamente a su propietario, máxime si se tenía en cuenta que, según se decía por los mentideros del barrio, nunca se había visto salir a nadie con un libro debajo del brazo aunque, eso sí, solían permanecer varias horas en el interior de la tienda. Pero como ni el librero ni sus extraños clientes habían molestado jamás a nadie, los vecinos habían acabado por ignorarlos. Esta situación se había prolongado hasta que tuvo lugar el fallecimiento del librero, un número indeterminado de años atrás que la anciana fue incapaz de precisar.
Finalmente Luis M. había hablado también con el propietario del edificio, al cual consiguió encontrar después de una ardua búsqueda. Se trataba de un hombre de edad mediana que había heredado el inmueble a la muerte de su padre; el contrato de alquiler de la librería y de la vivienda superior databan de los años finales del siglo XIX, y desde que él recordara el titular había sido siempre la misma persona, la cual era para él tan sólo un simple nombre escrito en un amarillento contrato. Su relación con el inquilino había sido nula, ya que era su administrador quien se encargaba de cobrar la exigua renta mensual; pero como éste pagaba puntualmente el alquiler y la ley impedía aumentárselo o desahuciarlo, había acabado aceptando que esa propiedad no le rindiera el menor beneficio.
A raíz de la muerte del librero, acaecida hacía más de diez años, la falta de herederos o de alguien que se hiciera cargo de sus bienes motivó el cierre de la librería sin que nadie se preocupara por lo que guardaba en su interior. A causa de las trabas legales el propietario del local no pudo hacerse cargo del mismo hasta pasados algunos años, habiendo tardado varios más en alquilarlo de nuevo a causa de la despoblación creciente del barrio. Sí, a raíz de recuperar el local había visitado la librería, pero tan sólo había encontrado en ella libros apolillados y carcomidos por la humedad. ¿Que eran unos libros valiosos? ¡Quía! Él tenía un amigo librero que le había asegurado que esos libros viejos no valían ni tan siquiera su peso en papel.
-Eran casi todos ellos manuales técnicos y libros de texto de principios de siglo, y se encontraban en un deplorable estado de conservación. -había concluido su interlocutor con una sonrisa- Parece ser que el librero estaba mal de la cabeza y atesoraba papelotes sin el menor valor creyendo poseer joyas bibliográficas únicas; pero nada se sabe de cierto, puesto que sus extraños visitantes dejaron de aparecer por allí una vez que la librería quedó cerrada. Al final ni tan siquiera me molesté en retirar los libros; creo que fue mi nuevo inquilino quien tiró lo que quedaba de ellos cuando se hizo cargo del local. ¿Pero por qué se interesa usted por esto?
-Por nada en particular. -respondió Luis M. intentando decir tan sólo lo justo para satisfacer la curiosidad de su informador- Hace poco llegó a mis manos un ejemplar curioso procedente de esa librería; soy químico, ¿sabe?, y quería saber si existía alguno más.
-Me temo que no, ya que hasta los pocos que estaban más o menos enteros fueron a parar finalmente al trapero. Todos... -reflexionó- Excepto uno que guardé de recuerdo y que debe de andar rondando por casa.
-¿Era parecido a éste? -preguntó Luis M. sacando su triste trofeo de la cartera.
-Permítame que lo vea... Hum, sí, me parece que sí. ¡Hombre, que casualidad! Juraría que son idénticos. Es curioso...
Nada más necesitaba saber Luis M. del tema, por lo que se despidió de su anfitrión agradeciéndole su amabilidad. Ya no era necesario seguir indagando, puesto que sabía perfectamente de qué se trataba, al tiempo que era consciente del gran privilegio que había echado a perder por culpa de una estupidez. Ya nunca más habría visitas a la librería, ni tendría ocasión de leer los libros que nunca llegaron a ser escritos; para él la librería no existía y su contenido, aunque hubiera podido encontrarlo, hubiera sido tan sólo una colección de inútiles tratados de trigonometría. Y todo, por no tener fe.
Publicado en enero de 2003 en la II
Antología de relatos El Melocotón
Mecánico
Actualizado el 26-1-2014