Historia de un solitario



Aquel día empezó como cualquier otro para Ramón C.; bueno, en realidad algo peor ya que era un lunes. Y aunque su trabajo no fuera especialmente desagradable (era funcionario y trabajaba de administrativo en uno de tantos departamentos de la Administración que nadie sabía muy bien para qué servían), sí resultaba ser una labor no sólo rutinaria, sino también extremadamente aburrida.

Ese lunes, pues, tan sólo deseaba que llegaran las tres de la tarde para poderse marchar tranquilamente a su casa. No tenía demasiado trabajo que hacer (en realidad casi nunca o tenía) y puesto que ni le gustaba el fútbol ni le apetecía estar toda la mañana haciendo viajes a la máquina del café, se encontraba mas bien aburrido ajeno por completo de que estuviera a punto de pasar por la experiencia más perturbadora de su vida.

Sería alrededor de media mañana cuando los intestinos de Ramón C. comenzaron a enviarle unos mensajes inequívocos que, dada su intensidad, no pudieron ser ignorados por éste por mucho que le desagradara utilizar unas instalaciones sanitarias que no fueran las de su propia vivienda. Así pues, pagó tributo a su naturaleza animal consumiendo para ello algunos minutos.

Cuando salió de la cabina procediendo a lavarse las manos, observó que los servicios estaban vacíos; no era, evidentemente, nada excepcional, pero recordó divertido cómo el viernes anterior un compañero del pasillo de al lado le había comentado jocosamente que siempre se tenían que encontrar allí y nunca en ningún otro lugar del edificio.

-Bien, pues esta vez no ha ocurrido así. -se dijo para sí mismo al tiempo que salía al pasillo... Un pasillo desierto incluso en el visitado rincón de la máquina del café.

-¡Qué raro! -pensó encogiéndose de hombros dirigiéndose a su despacho, un despacho del que también habían desaparecido todos sus compañeros.

Por vez primera comenzó a preocuparle tan extraña situación. ¿Dónde se había metido la gente? ¿Acaso había habido una amenaza de bomba -no sería la primera ocasión- y se había procedido al desalojo del edificio sin que él se enterara? Puesto que en el interior de los servicios no se oía la megafonía, no era disparatado pensarlo así.

En el vestíbulo tampoco estaban ni los conserjes ni la telefonista, lo cual ya no le extrañó puesto que estaba convencido de que el edificio había sido efectivamente desalojado. Dando por supuesto que todo el personal del centro estaría concentrado en los jardines vecinos, franqueó tranquilamente la puerta principal maldiciendo a los graciosos que se entretenían incordiando de esa forma tan estúpida... Pero los jardines estaban completamente vacíos a pesar de que el movimiento habitual de personas que entraban y salían constantemente del complejo -eran varios edificios situados en torno a una placita central- hacía que siempre hubiera gente allí.

Esto ya no encajaba en su esquema, a no ser claro está que el desalojo hubiera tenido lugar en todo el recinto y no sólo en su edificio. Cierto era que los cinco minutos escasos que se había entretenido se le antojaban un tiempo demasiado corto para evacuar a los varios miles de personas que podía haber allí entre funcionarios y visitantes, pero no cabía otra explicación distinta amén de que la presencia de todos los coches que habitualmente estaban allí aparcados, incluso en doble fila, indicaba claramente que la gente tenía que haber abandonado el lugar de forma precipitada.

Intrigado, pero al mismo tiempo preocupado (¿acaso el peligro era real?), Ramón C. salió a la calle observando que los vigilantes jurados tampoco estaban en su puesto. Bien, se dijo, tarde o temprano tendría que encontrarse con algún policía, ya que la evacuación tenía que tener lógicamente un límite por amplia que hubiera sido ésta.

Pero no sólo la policía no aparecía, sino que la calle (una importante avenida surcada por un denso tráfico) estaba ahora completamente vacía no sólo de peatones, sino también de vehículos a excepción de los aparcados. Miró hacia arriba (la calle era de sentido único) y comprobó que el semáforo estaba abierto al igual que el situado más allá; pero ni siquiera en la glorieta en la que terminaba la calle se apreciaba el menor movimiento de vehículos a pesar de que esto era algo totalmente impensable.

La broma estaba empezando a pasar de castaño oscuro. Completamente perplejo, Ramón C. volvió a su despacho y conectó la pequeña radio que siempre llevaba consigo buscando alguna emisora que le pudiera informar de lo que estaba ocurriendo; inútil esfuerzo, puesto que sólo el silencio respondió a su frenética búsqueda. Abandonando la radio tomó entonces el teléfono y marcó diversos números: Policía, bomberos, urgencias, información... Siempre con resultados negativos.

Al llegar a este punto la racionalidad del pensamiento de Ramón C. había saltado ya en pedazos. Lo que estaba ocurriendo era absurdo, completamente absurdo, pero no por ello resultaba ser menos real. Movido por una repentina decisión, Ramón C. recogió sus bártulos abandonando su lugar de trabajo cual alma que lleva el diablo.

El camino habitual hacia el autobús le hacía cruzar por una segunda calle paralela a la primera y tan desierta como ésta, conduciéndole luego a la puerta de una de esas tiendas que permanecían abiertas durante prácticamente todo el día. Allí tenía que haber forzosamente gente... Pero no la había. Ni dependientes, ni clientes, ni vigilantes; ni tan siquiera el mendigo malencarado que solía pedir limosna en la puerta. La soledad era absoluta, tan absoluta que ni siquiera se apreciaba la más mínima señal de saqueo mientras en las mesas de la cafetería se acumulaban las consumiciones y hasta el dinero del cambio.

Aunque Ramón C. había renunciado ya de forma inconsciente a intentar comprender lo que estaba sucediendo, su instinto animal había aflorado empujándole a marcharse lo más rápidamente de allí; y él, que toda su vida había sido un solitario que abominaba de las aglomeraciones y gustaba aislarse en cuanto tenía ocasión de ello, sintió repentinamente pavor al sentirse espantosamente solo.

Tras abandonar el establecimiento, sus pasos le condujeron mecánicamente en la dirección que habitualmente tomaba camino de casa, encontrándose poco más allá con la boca de una estación de metro. Normalmente él no utilizaba este medio de transporte, pero un repentino impulso le movió a introducirse en sus entrañas; al fin y al cabo, le dijo algún recóndito rincón de su mente, las estaciones de metro son el refugio ideal en el caso de numerosos tipos de catástrofes. La gente no podía haberse volatilizado, tenía que estar en algún sitio, y el escaso período de tiempo transcurrido desde que él acudiera al servicio -apenas media hora escasa- hacía imposible que se hubieran podido ir demasiado lejos.

Sí, tenían que estar allí, pensaba mientras entraba por el torniquete, aunque el vestíbulo estaba completamente vacío. De repente, cuando ya bajaba por las escaleras mecánicas, un profundo temor le invadió el espíritu. ¿Qué pasaría, se preguntó, si de repente se encontraba con cientos, con miles de cadáveres allí abajo? ¿Y si por un capricho del destino él fuera el único superviviente de algún tipo de extraña epidemia que hubiera exterminado a toda la humanidad a excepción suya? Ramón C. era aficionado a la ciencia ficción y recordaba haber leído varios relatos, e incluso conocía una película, que abordaban precisamente este tema. Estaban luchando todavía los últimos resquicios de su mente racional con el cúmulo de ideas absurdas que le rondaban por el cerebro, cuando la escalera mecánica llegó al final de su recorrido. Tropezó y estuvo a punto de caerse por no estar prevenido, lo cual tuvo la virtud de devolverle de nuevo a la realidad. ¿Qué hacer? Por un lado tenía el temor de seguir adelante donde quizá le esperara algo desagradable, pero por otro no podía resistir la tentación de continuar en busca de una explicación que quizá únicamente fuera posible encontrar allí.

Avanzó, pues, llegando hasta un cruce de pasillos que habitualmente era una babel pero que a la sazón no contaba con más indicios de una anterior actividad que los abandonados tenderetes con los que los emigrantes africanos solían ganarse la vida. Un segundo tramo de escaleras mecánicas le introdujo aún más en las profundidades de las galería, llegando finalmente al andén de una de las líneas que tenían parada en esa estación.

El andén se encontraba absolutamente vacío, pero en la vía contraria se hallaba detenido un tren con todas las puertas abiertas pero sin un solo viajero a bordo. Todo parecía completamente normal, excepto por la ausencia total y absoluta de cualquier ser vivo. Así pues, tras esperar infructuosamente durante más de veinte minutos la llegada de un tren o la partida del que estaba detenido en la otra vía, Ramón C. optó por abandonar un lugar que parecía estar maldito.

¿Pero a dónde ir? A casa, decidió al fin. Así pues, volvió a atravesar los pasillos saliendo a la superficie no por donde había entrado sino por el pasillo principal, sin cruzarse en ningún momento con una sola alma a pesar de encontrarse en el principal nudo de la red al coincidir allí cuatro o cinco líneas distintas. Esta boca de metro estaba situada en una gran avenida que más adelante se convertía en una autovía, y se caracterizaba por contar con un denso tráfico tanto de vehículos como de peatones durante las veinticuatro horas del día... Aunque ahora presentaba un aspecto insólito sin más movimientos que los producidos por el viento ni más ruidos que los procedentes del susurro de las hojas de los árboles.

Sin embargo, a Ramón C. ya no le extrañaba nada de esto embotada como estaba su mente ante el alud de sensaciones irracionales que le habían dejado sin defensas racionales de ningún tipo; como tampoco le extrañó que el autobús estuviera en la parada con las puertas abiertas pero sin nadie en el interior incluyendo al conductor. Y por supuesto, no se veía el menor indicio de que las circunstancias fueran a cambiar en un futuro inmediato.

El problema estribaba en que Ramón C. vivía a treinta kilómetros de distancia de allí, lo que suponía una caminata de varias horas sin no tenía más remedio, como temía, que recorrer esa distancia a pie; y como calculaba que podría tardar entre seis y siete horas en llegar a su destino, decidió ponerse en camino lo antes posible.

Finalmente fueron casi ocho horas las que tardó en llegar, un tiempo razonable si se tiene en cuenta que Ramón C. llevaba una vida completamente sedentaria y jamás había caminado una distancia tan larga. A pesar de todos los inconvenientes había tenido un factor inesperado a su favor: La inexistencia total y absoluta de tráfico en la autovía, lo cual le permitió caminar con toda comodidad por mitad de la calzada durante todo el recorrido.

Este hecho, todavía más insólito si cabe que los anteriores, acabó de convencerle de que estaba ocurriendo algo no sólo excepcional, sino también situado más allá de cualquier capacidad de comprensión. ¿Cómo podía entenderse que se hubiera volatilizado la totalidad de los vehículos que discurrían habitualmente por allí? ¿Dónde se habían metido junto con sus ocupantes? A estas alturas bien podía darse por sentado que no se trataba de ninguna evacuación ni de nada parecido, pero entonces ¿qué demonios estaba ocurriendo?

Cuando finalmente llegó a su domicilio, Ramón C. estaba tan derrengado que se limitó a derrumbarse sobre la cama sin descalzarse siquiera, quedándose dormido inmediatamente. Su sueño resultó ser agitado y repleto de pesadillas en las cuales millones de esqueletos descarnados le perseguían implacablemente por las calles de una ciudad desierta en la que las puertas de todos los edificios estaban cerradas impidiéndole buscar un refugio donde pudiera escapar de sus perseguidores; pero cuando despertó a la mañana siguiente, habían pasado ya muchas horas desde que el sol apuntara sobre el horizonte.

Su primera reacción fue de estupor teñido de incredulidad. ¿Qué hacía allí un martes casi a mediodía, tumbado en la cama completamente vestido? ¿Por qué no había sonado el despertador? Poco a poco fue poniendo orden en su desmadejado cerebro. Sí, recordaba haber tenido pesadillas en las que se mezclaba confusamente un vagar por una ciudad completamente vacía con una angustiosa persecución de esqueletos... ¡Qué absurdo!

Sus intentos por levantarse de la cama se vieron castigados por un sinfín de agujetas que le atravesaron todos los músculos de su cuerpo. ¿Qué había hecho la noche anterior? No recordaba nada en concreto, pero estaba seguro de no haber probado ni una gota de alcohol. Además, no tenía resaca sino tan sólo las secuelas de un cansancio atroz.

Pero ahora tenía otras necesidades más perentorias. Tras tomar una ducha caliente se sintió bastante mejor, pero entonces comenzó a sentir una sensación de hambre tal como si no hubiera probado bocado en varios días. Se preparó un desayuno generoso -casi una comida- y una vez que hubo saciado el apetito decidió investigar en profundidad lo que le había ocurrido; ya llamaría más tarde al trabajo para decir que se quedaba en casa porque no se encontraba bien, lo cual no era ninguna excusa.

La inspección del despertador reveló que éste sí había funcionado a la hora correcta; lo que ocurría era que la radio que tenía conectada -Ramón C. la prefería al zumbador- no recogía ninguna señal. Mascullando imprecaciones barrió el dial varias veces de uno al otro extremo de las frecuencias sin conseguir captar ni una sola emisora. ¿Es que ese trasto se había vuelto loco? Abandonando la radio se dirigió al salón y encendió la televisión; nada tampoco en ninguno de los canales. Sencillamente, ninguna emisora estaba emitiendo en esos momentos.

Justo entonces sobrevino el mazazo; Ramón C. recordó con nitidez todo lo ocurrido el día anterior desligándolo de las pesadillas que le habían atormentado durante su accidentado sueño. Realmente todas las personas habían desaparecido como por ensalmo, y él había tenido que caminar treinta kilómetros durante varias horas para poder llegar a su casa.

Pero eso no podía ser. ¿Y si simplemente se había estropeado la antena colectiva? Ramón C. cogió el teléfono y marcó el número de su centro de trabajo; al fin y al cabo tarde o temprano tendría que disculparse por su injustificada ausencia.

El teléfono sonó correctamente, pero nadie lo recogió a pesar de que se trataba de una centralita. Cortando la llamada intentó contactar con algún otro lugar repitiendo inconscientemente lo que ya intentara el día anterior; pero ni en información, ni en la policía, ni en los bomberos, ni en el ayuntamiento respondió nadie a sus cada vez más desesperadas llamadas.

¿Sería realmente cierto? Atribulado y con el corazón en un puño Ramón C. bajó a la calle. El portero no estaba en su lugar aunque la puerta de la cabina estaba sin cerrar, pero lo que más le llamó la atención fue que las tiendas estaban todas ellas abiertas... Y completamente vacías.

Tras una inspección de varias horas por todo el centro de la ciudad, Ramón C. se convenció de que la volatilización era real y además completamente general a excepción de él mismo. Puesto que tan extraño fenómeno había tenido lugar a una hora en la que los comercios estaban abiertos al público, descubrió con sorpresa que tenía libre acceso a cualquiera de ellos así como a algunas viviendas, lo que atribuyó siguiendo para ello unos razonamientos de extraña lógica, al hecho de que sus ocupantes estuvieran entrando o saliendo justo en el momento de desaparecer, dado que encontró algunas puertas entreabiertas y con las llaves puestas en la cerradura.

Es un hecho cierto que una metodología racional puede ser aplicada perfectamente a unos postulados previos inverosímiles cuando no simplemente absurdos, circunstancia que no sólo explica multitud de los errores cometidos por la humanidad a lo largo de toda su historia, sino que ha servido también frecuentemente para que embaucadores de toda laya tales como los astrólogos hayan conseguido engañar a multitud de personas abrumándolas con sus métodos científicos; y fue a esta solución a la que recurrió Ramón C. no para intentar interpretar lo ocurrido, lo cual le hubiera resultado imposible, sino simplemente para evaluar las consecuencias que pudieran derivarse de ello. Así pues, Ramón C. procedió a estudiar fríamente las circunstancias en las que se iba a ver obligado a vivir a partir de entonces renunciando a encontrar explicaciones de cualquier tipo.

Sin embargo, había algunos detalles que le intrigaban. Para empezar, estaba la incógnita de los coches; si como todo parecía indicar todo el mundo había desaparecido simultáneamente de forma súbita (había encontrado mostradores con el dinero encima sin que nadie hubiera tenido tiempo de recogerlo), ¿por qué razón no se veía ni un solo coche detenido en la calzada? Lo lógico hubiera sido que todos estos vehículos, privados repentinamente de su conductor, se hubieran detenido por sí mismos o hubieran chocado unos con otros o con cualquier obstáculo que se hubiera atravesado en su camino; pero incomprensiblemente, ni un solo vehículo se veía en la calzada a excepción de los aparcados, lo que parecía indicar que en estos casos los coches habían desaparecido junto con sus ocupantes.

Todavía más intrigante resultaba ser que los distintos servicios básicos tales como la electricidad, el gas, el agua o el teléfono continuaran funcionando con toda normalidad, por más que se pudiera suponer que las personas responsables de su mantenimiento hubieran desaparecido también. Cierto era que estos servicios estaban muy automatizados, pero era poco verosímil suponer que esta situación se mantuviera durante un tiempo indefinido... Lo cual le podía llegar a plantear serios problemas en un futuro más o menos inmediato.

Otra cuestión preocupante era la comida; aunque en un primer momento no tendría mas que entrar en cualquier tienda y coger todo aquello que le apeteciera, esta situación no podría prolongarse durante demasiado tiempo debido a que los alimentos acabarían estropeándose, sobre todo a partir de que cesara la producción de energía eléctrica... Claro está que entonces podría recurrir a las conservas para cubrir sus necesidades alimenticias, pero este recurso acabaría perdiéndose también no por la cantidad de las reservas disponibles (éstas eran obviamente inmensas en comparación con sus necesidades) sino porque también acabarían echándose a perder tarde o temprano.

Y luego... Seguramente no tendría otro remedio que aprender a cazar, aunque de pronto descubrió algo en lo que hasta entonces no había reparado: Tampoco se apreciaba la presencia de ningún animal fuera éste grande o pequeño. No es que la fauna callejera fuera habitualmente muy abundante, pero Ramón C. cayó en la cuenta de que no había visto el menor ser vivo: Gatos, perros, pájaros, palomas; ni tan siquiera cigüeñas, tan abundantes en su ciudad. Todo parecía indicar que los animales se habían esfumado junto con los humanos, al menos en lo que a su entorno inmediato se refería.

Bueno, al menos quedaban las plantas, pensó con alivio al cruzar por una calle arbolada; aunque sólo fuera fruta y hortalizas siempre tendría algo que comer, aunque inmediatamente recordó que todas las plantas cultivadas necesitaban una serie de cuidados que él no sabía dar. Pero puesto que hasta llegar a ese extremo tendría que pasar todavía bastante tiempo, Ramón C. optó por encogerse filosóficamente de hombros prefiriendo volcar su atención en las necesidades más perentorias. Así pues, volvió a su casa y cogió el coche dirigiéndose al hipermercado más cercano; si a partir de ese momento iba a tener que valerse por sus propios medios para sobrevivir, mejor sería prevenirse cuanto antes haciendo acopio de todo cuanto pudiera necesitar en el futuro.

Varias horas después estaba de vuelta con el coche abarrotado de los más heteróclitos objetos: alimentos principalmente, pero también linternas, baterías, un generador de electricidad junto con varios bidones de combustible, e incluso velas. Huelga decir que el centro comercial estaba tan abandonado como el centro de la ciudad, con las estanterías repletas de artículos y sin más signos de su antigua actividad que algún que otro carro abandonado por los pasillos. Lo mismo ocurría en la gasolinera en la que se detuvo para llenar el depósito del coche y los bidones de combustible para el generador, aunque descubrió con asombro que los coches que habían estado guardando cola en los surtidores continuaban allí, abandonados con las puertas abiertas y en bastantes casos con las llaves puestas.

Era evidente que estos coches no habían desaparecido a la par que sus conductores debido a que estaban detenidos en el momento en que tuvo lugar la catástrofe, al contrario de lo ocurrido con los que entonces estaban en movimiento; pero los coches parados en los semáforos también se habían volatilizado, lo cual parecía ser una clara contradicción. A no ser, había pensado, que la diferencia estribara en que los motores hubieran estado o no apagados.

¿Pero qué importaba eso ahora? El principal reto de Ramón C. era sobrevivir en un mundo que repentinamente había trastrocado todas sus leyes, y así lo entendió una vez hubo pasado la excitación inicial. Su situación era sumamente difícil por lo imprevisible, y desde luego en un futuro las cosas no iban a resultarle tan fáciles como lo habían sido ese día. ¿Qué ocurriría cuando llegara el invierno y careciera de electricidad, de agua y de gas? Sin ningún tipo de mantenimiento, ¿qué sería de la ciudad al cabo de unos años? ¿Acabaría teniendo que vivir entre ruinas calentándose en una hoguera?

Y aún había otra cuestión que le preocupaba. ¿Existirían más supervivientes? Ramón C. no podía imaginar que fuera él el único ser vivo en toda la faz del planeta, y estaba convencido de que debería haber al menos un puñado de supervivientes probablemente tan desorientados como él. ¿Pero cómo encontrarlos?

Evidentemente tendría que buscarlos empezando por la ciudad y si no obtenía resultado ampliando cada vez más su radio de acción; y tendría que hacerlo pronto, antes de que todo comenzara a fallar poco a poco. Solucionado ya, al menos por un tiempo, el problema de su alimentación, Ramón C. inició sus pesquisas recorriendo una por una todas las calles de la ciudad en busca de alguien con quien poder compartir su experiencia. Esto le llevó varios días, pasados los cuales tenía la certeza de que de las cerca de doscientas mil personas que sólo una semana antes habitaban allí, él era el único que no había desaparecido.

Pero la cruda realidad seguía empeñada en continuar sorprendiéndole por mucho que su capacidad de adaptación le hubiera permitido hasta entonces adaptarse a su insólita situación; porque sorprendente era que más de una semana después de que la ciudad fuera abandonada a su propia suerte, la electricidad, el gas y el agua corriente continuaran fluyendo como el primer día. Era imposible que la automatización de estos servicios llegara a tales extremos, al igual que era asimismo imposible que en una ciudad de ese tamaño no hubiera ocurrido el menor incidente. Alguna cocina, se decía Ramón C., tendría que haber quedado encendida o, aún peor, con la llave del gas abierta; algún grifo debería haberse quedado sin cerrar, alguna ducha tendría que estar en algún lugar vertiendo agua continuamente. Y sin embargo, y a pesar de sus minuciosas inspecciones, no había descubierto ningún incendio, ninguna explosión, ninguna inundación...

Muy al contrario; en realidad la ciudad parecía un museo perfectamente conservado, un museo donde el único que desentonaba era precisamente él. Y no era eso todo; por la noche el alumbrado público continuaba brillando en todo su esplendor como pudo comprobar día a día. ¿Cómo era eso posible? Lo ignoraba, pero lo cierto era que la realidad cotidiana arruinaba todos sus intentos de analizar con lógica la situación en la que se hallaba.

La siguiente etapa de sus pesquisas le llevó a recorrer la cercana capital; y aunque la extensión de la misma y la imposibilidad de recorrerla a pie impidieron que realizara una exploración tan completa como la anterior, las conclusiones a las que llegó fueron totalmente similares: Ni uno solo de sus más de tres millones de habitantes daba la menor señal de vida, lo que no impedía que el estado de conservación de la misma fuera asimismo impecable.

Tras extender su radio de acción a los municipios del área metropolitana de la capital primero, y a los diversos pueblos que rodeaban su ciudad de residencia después, siempre con los mismos resultados negativos, Ramón c. procedió a visitar durante meses buena parte del país e incluso las zonas más próximas de los países vecinos, pudiendo constatar sin ningún género de dudas que al menos en un radio de quinientos a mil kilómetros de distancia no existía el menor ser vivo fuera éste humano o animal. Mamíferos, aves, e incluso los insectos, habían desaparecido por completo, lo cual convertía a las zonas rurales en un mero decorado mudo y vacío. Ramón C. se preguntaba con curiosidad qué podría pasar con el equilibrio ecológico vegetal -el único que ahora existía- una vez desaparecida la totalidad de los animales, aunque esto en realidad no le preocupaba demasiado; más le había sorprendido comprobar que hasta los propios microorganismos parecían haberse esfumado también, puesto que los alimentos frescos almacenados en todos los establecimientos que visitó (carne, pescados, frutas...) se habían deteriorado con el paso del tiempo pero en ningún caso presentaban síntomas de putrefacción como hubiera cabido esperar.

Por otro lado, en sus correrías nunca había tenido problemas de ningún tipo ni con la alimentación (contaba con cantidades sobradas de conservas y alimentos preparados), ni con el alojamiento (siempre tenía un hotel a mano donde poder elegir la habitación que más le apeteciera) ni tan siquiera con la gasolina, puesto que los surtidores de las gasolineras continuaban funcionando; por todo ello, acabó llegando a la conclusión de que tampoco le esperaba una vida tan dura ahora que estaba razonablemente seguro de no tener que arrastrar una existencia de robinsón; y puesto que siempre había sido un solitario convencido, comenzó incluso a encontrarse cómodo en su nueva situación.

¿Qué importaba ser víctima de toda una serie de continuos atentados contra la razón, qué importaba verse sumido en una situación imposible de explicar mediante algún tipo de lógica? Lo cierto era que tenía a su disposición los recursos de todo el país y que podía hacer libre uso de ellos como le apeteciera; con la comida prácticamente garantizada para siempre (las conservas, desaparecido el problema de la putrefacción, podían durar indefinidamente), con los servicios básicos funcionando sin problemas sin que le importara lo más mínimo saber cómo, Ramón C. comenzó a sentirse cercano al paraíso sin que la falta de compañía humana le supusiera el menor problema. De hecho tan sólo echaba en falta, y únicamente de vez en cuando, la existencia de una compañía femenina que le hubiera permitido satisfacer ciertas necesidades imposibles de atender en solitario; pero puesto que las ventajas sobrepasaban con mucho a los inconvenientes y Ramón C. estaba harto desde hacía ya mucho de tener que soportar continuamente a una humanidad que en su inmensa mayoría tan sólo creaba problemas de todo tipo sin aportar nada positivo a cambio, éste llegó finalmente a la convicción de que su actual situación era la mejor de entre todas las posibles... Y entonces, quizá por vez primera en su vida, Ramón C. fue completamente feliz.


* * *


Varios años después Ramón C. no pensaba lo mismo. Animal sociable al fin por muy individualista que fuera, había acabado descubriendo bien a su pesar que sus instintos ancestrales habían ido ganando terreno poco a poco a sus planteamientos racionales tan trabajosamente levantados. Su vida era muelle, tenía a su alcance todo lo que necesitaba para sobrevivir sin problemas, se había adaptado perfectamente a su nueva situación... E incluso se había permitido el lujo de realizar largos periplos por carretera (el coche era el único vehículo que era capaz de manejar) que le habían llevado a visitar amplias regiones de Europa; una Europa vacía y completamente limpia cuyos servicios básicos continuaban funcionando exactamente igual que el primer día sin que a esas alturas a Ramón C. le preocuparan ya lo más mínimo las razones de tamaña incongruencia.

Si Ramón C. hubiera podido prescindir de forma completa de sus instintos animales quedándose únicamente con la parte racional de su mente, sin duda hubiera vivido satisfecho hasta el final de sus días; pero como no era así para desgracia suya, comenzó a encontrar cada vez más problemática su existencia. No fue un proceso brusco sino paulatino; primero comenzó a sentirse insatisfecho, para acabar cayendo poco a poco en una depresión de la que cada vez le resultaba más difícil salir. Retornó a su ciudad natal y se encerró en su antigua vivienda, abandonada desde hacía tiempo, limitándose a ver cómo se desgranaban los días con la indiferencia de quien ya nada espera del porvenir.

¿Por qué le había tenido que tocar a él? Se preguntaba una y otra vez durante sus largos períodos de melancólica meditación. ¿Por qué no habría desaparecido junto con el resto de la humanidad? Quien quiera que fuese el culpable de la catástrofe, si es que éste existía, ¿por qué había sido tan extremadamente cruel con él? Si existía algún Dios, ¿acaso era éste su infierno?

Atormentado por un existir que ahora le parecía la más atroz de todas las condenas, Ramón C. fue madurando poco a poco la idea de acabar definitivamente con su pesadilla recurriendo a la única manera que podía dar fin a la misma: El suicidio. No fue ésta una decisión fácil ni tampoco precipitada sino que surgió como fruto espontáneo de una larga y meditada reflexión; pero al cabo de la misma habría de acabar asumiendo su inevitabilidad.

Buscaba una muerte rápida y limpia, y por ello eligió el disparo en la sien; nada peor podía ocurrirle que acabar malherido, dado que esto tan sólo le conduciría a una agonía dolorosa y lenta que deseaba evitar por encima de todo. Así pues, se encaminó a una armería y buscó allí un arma que fuera apropiada para sus deseos; media hora después, en su propio domicilio, Ramón C. se descerrajaba un tiro en la cabeza.


* * *


Despertó bruscamente descubriendo que estaba sentado en la taza del sanitario, y una vez recuperado el control de sus pensamientos tras unos segundos de desorientación llegó a la desconcertante conclusión de que, por estúpido que pudiera parecer, se había quedado dormido allí. ¿Cómo podía haberle ocurrido algo tan ridículo? Se preguntó al tiempo que se subía los pantalones y abandonaba sigilosamente la cabina. Era completamente absurdo...

Se encontraba evidentemente en el interior de los servicios de su centro de trabajo, unos servicios que ya no estaban vacíos; de hecho, mientras se lavaba las manos se le acercó uno de sus compañeros manifestándole en tono jocoso su extrañeza por la tardanza de Ramón C. en salir de allí.

-¡Anda que no has tardado! -fue su torpe saludo- Ni que te hubieras dormido ahí adentro.

Mascullando entre dientes una excusa no demasiado educada, Ramón C. abandonó el recinto escabulléndose a su despacho. Al llegar allí observó con alivio que nadie parecía mostrar extrañeza por su ausencia; muy al contrario, su superior inmediato aprovechó la ocasión para encargarle un trabajo -urgente, por supuesto- tan pronto como le vio.

Ya más tranquilo se retrepó en su asiento mirando por vez primera el reloj; no había pasado ni siquiera un cuarto de hora desde que se levantara para ir al servicio.

¿Qué le había pasado? Evidentemente se había dormido por más que no alcanzara a saber cómo, y había tenido un extraño sueño que recordaba con toda nitidez... Pensar que él era la única persona viva en todo el planeta; ¡qué absurdo!

El resto de la jornada laboral transcurrió sin que sucediera nada digno de mención, y las horas vespertinas tampoco le rindieron a Ramón C. ninguna experiencia fuera de lo normal. La monotonía habitual de su vida triunfaba de nuevo, aunque bien pensado ¿acaso había llegado a desaparecer en alguna ocasión? Se preguntaba Ramón C. con incredulidad.

Convencido de que todo había sido tan sólo un extraño sueño, Ramón C. consumió la jornada desarrollando una vida completamente normal. Llegó la noche, se acostó y se dispuso a esperar que el despertador iniciara la jornada del martes...

Pero algo ocurrió aquella noche, un nuevo sueño todavía más extraño que los anteriores; porque Ramón C. soñó que se dirigían a él unos indescriptibles seres que le pedían disculpas por haberle utilizado como sujeto de una experimentación. Con la nebulosidad propia de las ensoñaciones nocturnas, Ramón C. recordaría a la mañana siguiente, entre brumas, un sorprendente mensaje: Había sido elegido para una extraña investigación consistente en observar el comportamiento de un ejemplar humano en condiciones completamente similares a las para él habituales, aunque privado de cualquier tipo de compañía. Según sus invisibles interlocutores habría sido trasladado a un escenario similar hasta en su menor detalle al mundo en el que se movía habitualmente Ramón C., con la única diferencia de que había sido eliminado de él todo vestigio no sólo de vida humana, sino incluso de cualquier tipo de especie animal dado que estos últimos podrían haber alterado el experimento de forma incontrolable. El estudio había durado hasta que tuvo lugar el intento de suicidio de Ramón C., a raíz del cual se había decidido devolverlo a su mundo dado que ya no tenía sentido continuar con el experimento. Al cabo de varias horas, inmerso ya en la rutina cotidiana, Ramón C. había acabado olvidando su extraño sueño; al fin y al cabo, tan sólo era uno más entre todos los que había estado teniendo durante los últimos días.

Pasó el tiempo. Ramón C. desarrollaba su vida con toda normalidad hasta que, algunos meses después, unos análisis médicos rutinarios le impusieron la necesidad de realizar unas radiografías de su cabeza. Días después el médico responsable de los análisis le mandaba llamar para mostrarle su preocupación por alguno de los resultados; huelga decir que Ramón C. acudió a la cita un tanto preocupado puesto que temía encontrarse con una mala noticia en lo referente a la tensión arterial, el colesterol o algo parecido; sin embargo, lo que le comentó el médico fue algo que no había esperado en absoluto.

-Su estado general es correcto. -le había comentado el galeno- Pero hay algo que me intriga. ¿Ha sufrido usted alguna vez una fractura de cráneo o algo parecido?

-No... -respondió confuso Ramón C.- ¿Por qué?

-Porque en las radiografías ha aparecido algo muy extraño; mire usted. Aquí en el parietal derecho se aprecia una marca circular que es idéntica a las producidas por una herida de bala, pero esto es absurdo ya que de ser así hubiera resultado mortal de necesidad amén de que el orificio, si es que es tal, tendría que haber sido recubierto con hueso con posterioridad al disparo; de hecho, tan sólo se aprecia una ligera cicatriz. Puesto que es imposible que se trate de una herida producida por una bala ya que no se aprecia el menor daño en el cerebro y el hueso tendría que estar regenerado, resulta forzoso buscar otra explicación; un fuerte golpe con algún tipo de tubo con el borde cortante, quizá le pudiera haber hecho esa extraña muesca...

-Le aseguro que yo no recuerdo nada... Tan sólo en una ocasión, cuando tenía diez o doce años, me fracturé un brazo.

-Está bien. -zanjó el médico- Tampoco tiene mayor importancia. Asumiremos que se trata de algún extraño defecto congénito y que usted nació con esa marca váyase a saber por qué; lo importante es que el cerebro está completamente sano.

Dándole las gracias por su interés, Ramón C. abandonó la consulta dirigiéndose a su domicilio mientras meditaba sobre lo que le acababan de decir. Él sabía perfectamente que aquella cicatriz circular no era una marca de nacimiento ya que durante el servicio militar le habían hecho radiografías del cráneo sin que entonces apreciaran nada extraño; pero prefirió callar por prudencia. ¿Quién iba a creer que él había sido el conejillo de Indias de unos extraños seres que ni siquiera conocía, los cuales tenían la capacidad de arrancarle de su mundo trasladándole a una imitación exacta del mismo completamente privada de seres vivos a excepción de la plantas? ¿Qué pruebas tenía de ello, salvo la extraña cicatriz, que le permitieran demostrar el apabullante poderío de sus captores, capaces de concentrar varios años de su vida en apenas quince minutos, capaces también de salvarlo de una muerte segura regenerándole el destrozado cerebro antes de enviarle de vuelta a su mundo real?

Pero ni siquiera él mismo estaba seguro de ello. ¿Acaso no sería tan sólo un cúmulo de increíbles coincidencias, de sueños absurdos hilvanados únicamente por los caprichos del azar? ¿Y si la famosa cicatriz de su cráneo era tan sólo una mancha producida de modo fortuito durante el revelado de la radiografía?

¿Cuál era pues la verdadera respuesta? Por mucho que lo intentara, Ramón C. nunca podría llegar a descubrirlo.


Publicado el 4-5-2009 en NM