Cántico a una nueva era



Ser el redactor favorito del director del periódico es innegable que tiene sus ventajas, pero no es menos cierto que te obliga a realizar trabajos que los demás eluden. Lo cierto es que soy el último recurso del viejo ogro y, haciendo honor a la verdad, hasta ahora nunca le he fallado.

Eso no implicaba, claro está, que yo aceptase gustoso todos sus encargos. De hecho, si hubiera podido habría evitado con toda certeza esta entrevista. No, no se crean que soy racista; me parece estúpido serlo con humanoides que quizá nos lleven milenios de adelanto evolutivo. Pero como les ocurre a la mayoría de los terrestres, no acabo de acostumbrarme a la idea de que un pulpo decápodo o una bola encefálica llena de ojos puedan discutir contigo de metafísica o de cosmogonía. Supongo que será cuestión de tiempo; tres lustros escasos formando parte de la comunidad galáctica son en realidad muy poco tiempo para un cambio tan radical en las mentes de todos nosotros.

A pesar de todo no podía quejarme. Rhelt Trepang era nativo de Tasmir IV, por lo que se le podía considerar casi humano. Al menos tenía una cabeza, dos brazos y dos piernas, y no precisaba de ningún alojamiento especial limitándose a residir en una habitación normal de un céntrico hotel neoyorquino; podría haber sido mucho peor.

No obstante, los tasmirianos tienen sus manías. Una de ellas es su obsesiva, casi enfermiza puntualidad. A pesar de estar presente en el vestíbulo desde hacía un buen rato, no fue sino hasta que el reloj dio las cinco en punto (por cierto, el mío se retrasaba) cuando se abrió la puerta de su habitación apareciendo ante mí un estirado mayordomo.

-Su doctoría le aguarda -comunicó lacónicamente cediéndome el paso-. Ya sé que el calificativo empleado resulta un tanto extraño, pero es la traducción literal del título que reciben los científicos en su planeta, el cual además se empeñan en recibir.

Rápidamente apuré el enésimo cigarrillo consumido en la aburrida espera aplastándolo contra el cenicero; según mi director, los tasmirianos consideran de muy mala educación echar humo por la boca. Me incorporé, pues, del asiento y seguí al mayordomo hasta el interior de la estancia.

Allí estaba Rhelt Trepang, aparentemente revisando unos papeles colocados encima de su ordenada mesa. Un oportuno carraspeo de mi acompañante le hizo alzar la cabeza. Yo conocía fotografías de compatriotas suyos, pero era la primera vez que me hallaba frente a uno de ellos. Realmente resultaba difícil equipararlo con cualquier especie animal existente en la Tierra; de una envergadura similar a la humana aunque quizá algo más alto, poseía una cabeza totalmente lampiña, carente de orejas y de nariz, provista de una extraña boca y de ojos facetados similares a los de los insectos. Francamente, ofrecía un aspecto bastante repulsivo; y sin embargo, no ignoraba que se trataba del psicólogo de mayor talla de toda la galaxia, desplazado varios cientos de parsecs con el exclusivo fin de estudiar a nuestra especie. Un verdadero genio, a pesar de todos mis prejuicios.

-Bienvenido, mister Carter -me saludó-. Le esperaba; acomódese.

Obedecí sus deseos sentándome frente a él al tiempo que conectaba la grabadora, sin saber en realidad por donde comenzar. Mucho más avezado que yo en las relaciones con distintas razas galácticas, salió al paso de mi azoramiento tomando la iniciativa de la conversación.

-Sé que le resulto desagradable. No, no se disculpe -me atajó con su particular acento-; ustedes los terrestres todavía no han conseguido liberarse del todo de los prejuicios raciales, lo cual es normal en los planetas recién incorporados a la Federación -concluyó con una mueca que yo asimilé a una sonrisa.

-Doctor Trepang -respondí, ya más calmado-. Mi periódico desea entrevistarle acerca de su trabajo antes de que abandone nuestro planeta.

-Mis trabajos están ya en prensa -me indicó con afabilidad-. Es cuestión de unos pocos meses su publicación.

-Sí, pero... -realmente no era mi día-. Supongo que se tratará de un estudio científico, y yo deseo una explicación para el gran público, algo que comprendan nuestros lectores.

-Bien, lo intentaré -respondió repitiendo aquel extraño gesto-. ¿Le importa? -me preguntó haciendo ademán de colocarse unas extrañas gafas-. Tolero bastante mal la luz de su sol; Tasmir es una estrella más mortecina.

Asentí mudamente, aliviado al perder de vista tan inquietantes ojos, al tiempo que aprovechaba la pequeña pausa para reorganizar el caos de ideas que bullían en mi cerebro. Me incorporé en mi asiento y tome de nuevo el hilo de la conversación.

-Su doctoría -¡dichoso título!-, nadie le discute su primacía en el campo de la psicología galáctica. Es para nosotros un gran honor que haya sido usted el primer científico de la Federación que ha decidido visitarnos.

-Tenga usted en cuenta que es muy poco tiempo el que llevan ustedes incorporados a la Federación -me interrumpió-. Pero le aseguro que a partir de ahora su planeta será muy frecuentado por los investigadores.

-¿Se debe acaso a algún hecho especial, o es simplemente el procedimiento habitual con los nuevos miembros? -inquirí, sospechando una posible pista.

-Ambas cosas. No se inquiete, no son ustedes más singulares que cualquier otra raza inteligente. Cada especie tiene sus peculiaridades, sus rasgos propios que la diferencian de los demás. Éste es el gran aliciente de la psicología comparada; cada mundo tiene su propia personalidad.

-De sus palabras deduzco que algo especial ha debido descubrir entre nosotros. ¿Me equivoco?

-En absoluto. Si le he de ser sincero, esperaba esto. Mi experiencia de investigador así me lo dictaba. Ahora bien -matizó-; me sorprendió bastante su naturaleza.

-¿Tan... singulares somos?

-No quisiera expresarme mal -titubeó-. Discúlpeme, pero todavía no domino lo suficientemente bien su idioma como para ponderar debidamente mis palabras. Las singularidades existen, y le repito que esto es absolutamente normal. Ahora bien, hay algo en su comportamiento colectivo que no acaba de encajar en mis esquemas, algo que supone de hecho una novedad única en la historia de nuestra ciencia.

-¿Cuál es esa diferencia? -pregunté intrigado.

-Procuraré ser conciso. Lo que me extrañó sobremanera su radical dicotomía social.

-¿Qué quiere decir con eso?

-Es sencillo. Todos los tipos de inteligencias conocidos se extienden por un amplio espectro social. Existen seres que abarcan un mundo, los cuales constituyen un caso límite del individualismo, y también sociedades colmena perfectamente equiparables a las colonias de insectos sociales existentes en su planeta. En realidad no existe ningún arquetipo válido para una mayoría de culturas, sino que cada estructura social ha creado su propio patrón de desarrollo, todos ellos perfectamente viables y algunos de ellos bastante originales.

-¿Qué tiene de particular nuestra sociedad?

-En sí misma, nada. Aún más, resulta ser bastante convencional. Lo verdaderamente extraño es la disparidad tan brutal que existe entre su comportamiento como individuos aislados y su actitud como colectivo social en las mismas circunstancias. Para mí es un fenómeno realmente insólito.

-Mi opinión personal es que nuestra raza resulta ser bastante insolidaria -apunté.

-Es cierto, pero únicamente para individuos aislados o como mucho a escala de pequeños grupos. He aquí la paradoja: Su rabioso individualismo se difumina como por ensalmo en el momento mismo en que se ven ustedes agrupados. Su instinto gregario anula por completo sus personalidades en vez de reforzarlas como hubiera cabido esperar.

-Es normal -apunté.

-Normal para ustedes, pero completamente extraño para nosotros -puntualizó-. Nunca hasta ahora habíamos descubierto un caso similar.

-Admito que hasta ahora no habíamos tenido con quién compararnos. Pero de todas formas, no acabo de comprender la razón de nuestra... diferencia.

-Me sobreestima usted si piensa que en unos meses he podido ser capaz de analizar en profundidad toda su compleja trama social -respondió halagado-. Por el Creador del Universo, yo también tengo mis limitaciones. Únicamente he abierto el camino estableciendo una serie de esquemas básicos a partir de los cuales se desarrollarán en el futuro unos estudios más completos.

-Pero algún resultado sí habrá obtenido -insistí con tozudez.

-Por supuesto. Pero no se impaciente; no es mi intención ocultarlo. Ustedes son los primeros interesados en conocerse.

Al llegar a este punto se interrumpió nuevamente y, mascullando una disculpa, se incorporó de su asiento -realmente era bastante alto- para manipular el regulador del aparato acondicionador de aire. Estábamos en el mes de junio y el calor era realmente asfixiante. No era de extrañar que mi interlocutor, nativo de un planeta bastante frío, se encontrara incómodo con esta temperatura.

-Disculpe la interrupción, pero este clima es demasiado cálido para mí -me explicó una vez que se hubo acomodado de nuevo-. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, si! Como le decía, su sociedad es bastante singular. No es una comunidad colectiva, sino gregaria. En realidad no existe esa ruptura de que le hablé antes; todo se explica considerando la existencia de una jerarquía incompleta.

-¿Incompleta?

-Sí. Me refiero al hecho de la existencia del líder. En una sociedad no comunitaria todos son líderes. En una colectiva, simplemente no existen. En el primer caso nos encontramos con un grupo de inteligencias individuales. En el segundo existe una fusión de todos sus integrantes para formar lo que denominamos un hiperindividuo. Pero en ambos la nota dominante es la igualdad, la equidad a la que todos sin excepción están sometidos.

»Por el contrario, su sociedad es decididamente vertical en lugar de serlo horizontal como todas las demás. Y aquí aparece el líder, un jefe relativo y no absoluto puesto que su autoridad está limitada a unas circunstancias muy específicas, precisamente aquéllas que favorecieron su ascensión. Una mínima variación de dicho entorno puede acarrear, y de hecho acarrea, su sustitución por otra persona más adaptada a las nuevas condiciones.

»Todos ustedes, sin la menor excepción, son unos líderes en potencia; esto explica su rabioso individualismo. Y al mismo tiempo, aclara el porqué de su gregarismo. En su sociedad tan sólo una exigua minoría tiene posibilidades de acceder a la cúspide, y de éstos no todos lo consiguen. Al resto de la población no le queda otra opción que la de dejarse arrastrar.

-Me resulta difícil creerlo -comenté.

-Yo no soy infalible -matizó-. Pero no acostumbro a hacer públicas mis conclusiones antes de estar razonablemente convencido de ellas. Además, estará de acuerdo conmigo en que se trata de un caso bastante evidente; basta con estudiar su historia.

-Este razonamiento es bastante aventurado -respondí-. Todas las culturas evolucionan, y no se las puede juzgar por su pasado sino por su presente.

-Me subestima usted si me considera tan ingenuo. No me refiero a su pasado remoto sino a su historia más reciente, a los hechos acaecidos en fechas relativamente recientes.

-¿A qué se refiere?

-Podría citarle varios ejemplos, pero voy a hacerlo exclusivamente con los más patentes. En la primera mitad del siglo XX de su era, aproximadamente hacia 1930, una de las naciones más cultas y civilizadas del planeta, la antigua Alemania, se vio arrastrada por una filosofía, más que una política, predicada por un puñado de fanáticos que inexplicablemente se hicieron con el poder.

-Se refiere usted a los nazis.

-Efectivamente. Nadie duda hoy en día que Hitler no era más que un demente, un paranoico que soñaba con el poder absoluto. Sin embargo, a pesar de todo consiguió arrastrar a su país y al resto del planeta a la guerra más sangrienta de su historia. Eso no es normal -recalcó.

-Hay que tener en cuenta las circunstancias que envolvieron a estos acontecimientos -protesté-. Los nazis se hicieron con las riendas del poder debido a la depresión en que se hallaba sumida Alemania.

-No es excusa. Por muy desesperados que estuvieran los alemanes, no debían haberse dejado arrastrar a un holocausto que no sólo no les benefició en lo más mínimo, sino que además acabó por sumirlos en el caos. Mi pregunta es la siguiente: ¿Por qué no encerraron a Hitler en un manicomio? ¿Por qué al menos no le condenaron al ostracismo? Cualquier ciudadano alemán por separado es seguro que hubiera estado convencido de que una guerra así no iba a solucionar en modo alguno sus problemas. Pero la nación alemana en bloque -recalcó- apoyó a un puñado de locos que por sí solos jamás hubieran logrado sus objetivos.

-Había otros motivos -objeté.

-También es cierto. Los triunfantes aliados humillaron en 1918 al pueblo alemán en el tratado de Versalles; exactamente igual que hicieron Bismark en 1871 con Francia o Napoleón Bonaparte a principios de ese siglo con los estados alemanes. Pero esto tampoco justifica la llegada al poder de Hitler, el cual por cierto ni ha sido el único loco de su historia ni desgraciadamente me temo que sea el último.

-Creo que es usted demasiado pesimista -le interrumpí-. Han cambiado mucho las cosas en la Tierra en estos últimos veinticinco años, y nuestra sociedad ha sufrido la transformación más radical de toda su historia. Pienso que el episodio de la Segunda Guerra Mundial está ya muy lejos, y que jamás volverá a repetirse; no habrá más Hitlers -concluí.

-Lamento ser agorero, pero yo no estaría tan seguro. Es cierto que la situación de su planeta ha evolucionado muy favorablemente, pero precisamente por ello su sociedad se ha vuelto más vulnerable. Recuerde un episodio más reciente: la revolución islámica.

-¿Está usted pensado en el Irán de Jomeini?

-En ello y en todo lo que siguió. En la década de los setenta de su conflictivo siglo XX la sociedad occidental se mostraba muy segura ante una situación que creía dominar plenamente. Solamente temían al otro coloso, el bloque socialista capitaneado por la Unión Soviética, ya que el resto del planeta, denominado despectivamente Tercer Mundo, era considerado por ambos bloques como un vecino pobre incapaz de ensombrecer el menor de sus proyectos.

»Y paradójicamente no fue de aquí de donde surgió la gran amenaza que casi logró su propósito de humillar a los orgullosos occidentales. Fue el mundo musulmán quien despertó de su letargo barriendo las etiquetas de decadente e inofensiva con las que se le había catalogado. Primero fueron los países árabes los que descubrieron que gracias al petróleo podían tratar de tú a tú a todos los grandes del planeta. Unos años más tarde un pueblo no árabe, pero sí islámico, los iraníes, se dejaron arrastrar por un fanático religioso, el imán Jomeini. Podían haberle ignorado; su pretensión de retornar a la Edad Media era sencillamente absurda, por no decir descabellada. Pero no lo hicieron. Ni los turcos, los árabes, los paquistaníes o los malayos. La situación empeoró todavía más a raíz de la segunda Guerra del Golfo y de la implantación en Afganistán del régimen talibán, a cuyo lado la teocracia iraní podía pasar casi por un régimen liberal, mientras el inacabable conflicto palestino envenenaba todavía más la problemática relación entre occidente y el islam.

»No mucho después, los sectores musulmanes más radicales y antioccidentales desataron una despiadada actividad terrorista que cometió atentados tan brutales como el que causó la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York a principios del siglo XXI, o los posteriores no menos sangrientos en diferentes lugares del mundo. Mientras tanto las grandes potencias mundiales, cada vez más ciegas, seguían echando leña al fuego con disparates tales como la invasión de Irak, una desdichada aventura que lo único que acarreó fue una desestabilización todavía mayor de Oriente Medio, allanando el camino a un régimen tiránico y brutal que intentó retroceder mil años implantando un anacrónico remedo de califato. Pese a tratarse de una espantosa aberración, una parte significativa del mundo musulmán fue seducido por la llamada a una nueva Guerra Santa contra el infiel occidental y... en fin, no creo que sea necesario continuar, ya que son hechos que usted conoce perfectamente al haberlos vivido.

-Por fortuna fue entonces cuando llegaron ustedes, los miembros de la Federación Galáctica, a poner un poco de orden. En cualquier caso -porfié, comenzando a sentirme incómodo-, me resisto a creer que éste sea un fenómeno exclusivo de nuestro planeta.

-Lamento desilusionarle, pero hasta el presente así es. Voy a relatarle una antigua leyenda de mi planeta -hizo una breve pausa y prosiguió-. Hace mucho tiempo hubo en Tasmir una persona que soñaba con ser el dueño de todo el planeta. Recorrió las ciudades reclutando un pequeño grupo de acólitos a los que armó, creando de esta manera el único ejército que ha existido nunca en Tasmir. Se apoderó por fin de una ciudad proclamándose rey, y exigió a sus nuevos súbditos que le rindieran vasallaje. Éstos se negaron, siendo entonces amenazados con la muerte si no se plegaban a los deseos de su nuevo amo. No lo hicieron, y pocos días después la ciudad entera era pasada por las armas; no hubo ningún superviviente.

»Ahora era rey, pero de una ciudad vacía. Se trasladó a otra población cercana pensando que lo sucedido serviría para convencer a sus habitantes de que aceptaran su soberanía. No fue así, y el tirano obtuvo el mismo resultado negativo. Cegado por la ira exterminó a toda la población, pero seguía sin ver hechos realidad sus propósitos. Poco después, cosechaba su tercer fracaso. Cuenta la leyenda que no hubo un cuarto intento; desesperado por no poder lograr sus propósitos, el tirano se suicidó. Desde entonces, nadie en Tasmir ha intentado hacer algo en contra de la voluntad de los demás.

-¿Insinúa usted que los terrestres jamás podremos librarnos de esta pesadilla?

-Ustedes pueden hacerlo -respondió-; basta con que tomen conciencia de ello. Ya ha habido precursores: Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela, entre otros, fueron capaces de hacerlo, y su esfuerzo no resultó baldío; basta con que alguien recoja el testigo. Un Gandhi puede lograr mucho más que un Hitler, recuérdelo. -concluyó profético.




TRIBUNAL PARA LA REPRESIÓN DE LA DISIDENCIA


Acta número 23/5.437 - N.Y.
Acusado: David Carter.
Pruebas aportadas: Extracto adjunto de su diario personal.


CONSIDERANDO

Que el acusado David Carter, súbdito de Su Serenidad el Jerarca, ha contravenido las disposiciones vigentes del Código Terrestre en los apartados XXVII-3 y XLII-17 referentes a la infabilidad del Jerarca como jefe supremo del estado y a la perfección inviolable del vigente Código Terrestre.

Que el acusado ha atentado contra la seguridad del estado utilizando métodos subversivos e intentando corromper a súbditos de Su Serenidad el Jerarca.

Que existen pruebas fehacientes de su actividad política, como demuestra el documento adjunto cuya fecha de redacción, anterior en algunos años al Glorioso Alzamiento, no exime al acusado de su responsabilidad penal.


ESTIMANDO

Que constituye delito de lesa majestad atentar, de palabra o de obra, contra el Régimen instaurado en el planeta.

Que todo intento de retornar a situaciones anteriores al Gran Alzamiento está penado por la ley.

Que mantener contactos con agentes de los corrompidos gobiernos galácticos está asimismo penado tal como consta en el vigente Código Penal.


RESOLVEMOS

Que el acusado David Carter es culpable de los delitos probados sin que le sea aplicable ninguno de los atenuantes previstos por la ley. Por lo tanto, en virtud de la autoridad que nos ha sido conferida,


CONDENAMOS

Al acusado David Carter a la pena capital sin que pueda ser beneficiario de ningún tipo de amnistía o conmutación de pena dada su condición de delincuente político en el más alto grado.

La sentencia se cumplirá en el plazo máximo de cuarenta y ocho horas de acuerdo con los métodos utilizados habitualmente. Se adjuntará al presente documento un certificado del médico forense de la prisión en el que conste la fecha y hora de la ejecución así como el fallecimiento del condenado.


Nueva York, 16 de diciembre del año 4º de la Nueva Era.


Robert Schaum, Comisario Político del 23º distrito de Nueva York, capital de la Tierra.

LARGA VIDA AL JERARCA


Publicado el 8-7-2016