Reencuentro
Era la primera vez en muchos años que volvía a su barrio. El barrio donde creciera y donde alentara sus primeras ilusiones, el barrio que marcó también las primeras cicatrices en su todavía joven vida. Apartado de él por los avatares no siempre gozosos del destino, retornaba ahora a él saboreando el sabor agridulce de sus estrechas calles, de sus vetustos edificios, de sus mil rincones que le traían a la memoria los vívidos recuerdos de la niñez.
Pese a seguir siendo el mismo el barrio estaba muy cambiado, más decrépito de lo que él recordara. Su decrepitud no era física; las casas no estaban más abandonadas que antes, bastantes de ellas habían sido remozadas e incluso había alguna nueva. Y las calles estaban arregladas y bien cuidadas. No, la decrepitud era de otro tipo más intangible, con las antiguas tiendas tradicionales trocadas en bazares, locutorios y diversos tipos de establecimientos exóticos traídos por a la numerosa población foránea venida de allende las fronteras no sólo geográficas, sino también culturales.
Él estaba allí de paso aprovechando una breve visita a su ciudad natal, y comenzaba a arrepentirse de su infantil compulsión. En realidad nada le ligaba ya a ese lugar, pero no obstante había querido aprovechar un tiempo muerto de varias horas para acercarse a aquel rincón semiolvidado de la gran urbe.
Pero ése ya no era su barrio, le costaba trabajo identificarse con él. Su casa ya no existía, reemplazada por un anodino edificio de viviendas con el inequívoco sello de la arquitectura feísta de las viviendas sociales, y las tiendecitas que tanto lo animaran habían desaparecido casi por completo.
Por esta razón le sorprendió vivamente encontrarse con una tienda dedicada, tal como campeaba en el rótulo, a la compraventa de juguetes antiguos. Él no recordaba que este establecimiento hubiera estado nunca allí, de hecho ni siquiera recordaba lo que había ocupado anteriormente ese local, pero la tienda tenía ese aspecto entre rancio y tradicional que sólo confiere la pátina del tiempo. No podía ser nueva, pero tampoco la recordaba como vieja.
Además, su condición de tienda especializada para coleccionistas chocaba de frente no sólo con el típico comercio tradicional de la zona, sino también con el nuevo. En realidad esa tienda no debería estar allí sino en algún otro barrio más noble de la ciudad, pero en una época en la que la mayor parte de esas compras se hacían por Internet, su ubicación física no importaba demasiado.
Espoleado por la curiosidad se acercó al escaparate. A través del sucio cristal pudo apreciar que el local era oscuro y estaba abarrotado de juguetes. Frente a él un tren eléctrico desgranaba abúlico las vueltas de su breve y monótono recorrido, cruzando una y otra vez entre un oso de peluche, una caja de música y un juego de construcción que se alzaban en sus márgenes a modo de improvisados precipicios.
A la vista del modesto juguete, que ni siquiera pretendía recrear con realismo una locomotora y unos vagones reales, sintió que se le clavaba el aguijón de la nostalgia. De crío él había tenido un tren eléctrico similar que durante mucho tiempo había sido su juguete favorito, y todavía se lamentaba por no haberlo conservado. Sin pensarlo, en un arrebato súbito, entró en la tienda.
Le salió al paso un vejete de aspecto anodino que parecía haber envejecido a la par de su establecimiento, el cual le preguntó qué deseaba. Iba a responderle que ver trenes eléctricos -en realidad no tenía intención de comprarlos-, cuando la vista se le quedó clavada en una muñeca que se alzaba, entre otros juguetes de índole diversa, en la estantería que se apoyaba en la pared trasera, tras el mostrador.
No podía ser, se dijo sintiendo un estremecimiento,, era imposible que fuera ella. María, su primer y único amor, una chica del barrio con la cual llegó a tejer planes de una vida en común. María, la que le había dejado tras una discusión inicialmente trivial que se fue encrespando sin que ninguno de los dos fuera capaz de hacer nada por impedirlo. María, la que le había pedido que saliera de su vida dejándole anonadado y abatido. María, a la que había esperado durante algún tiempo, confiando en que las aguas se calmasen, tan sólo para saber por terceras personas -ella no tenía familia en el barrio- que se había marchado de la ciudad en busca de nuevos horizontes. María, de la que no había vuelto a saber nada desde hacía tantos años pero que le había marcado la vida de tal manera que, entrado ya en la cincuentena, seguía estando soltero.
Y ahora se encontraba, en el interior de una polvorienta tienda, con sus rasgos reproducidos en esa muñeca. No podía ser, no sólo era absurdo sino también incongruente; además, aunque él nunca había prestado atención a estos juguetes femeninos, sabía que, salvo excepciones, no solían inspirarse en personas concretas. Y desde luego, no le cuadraba que la María que él conociera hubiera sentido jamás la menor inclinación a trabajar de modelo de ningún tipo.
No obstante, su impresión fue tal que, olvidando su motivación inicial, respondió a su interlocutor:
-Deseo ver esa muñeca -indicó, al tiempo que la señalaba con la mano.
-¡Ah, esa! -respondió el comerciante cambiando su neutra expresión por una sonrisa-. Veo que sabe usted elegir. Es una auténtica joya, una muñeca de confección artesanal de la que se hicieron contados ejemplares, nada que ver con las fabricadas en serie por las grandes empresas del sector. Toda una golosina para los coleccionistas.
Dijo esto al tiempo que se la daba. Él la cogió con cuidado, casi con veneración, y se puso a observarla con detenimiento. Era María o, mejor dicho, una réplica en miniatura de ella, no le cabía la menor duda. Pese al tiempo transcurrido recordaba con nitidez los rasgos de la que fuera su novia, y éstos eran los mismos, hasta el último detalle, que veía reflejados en el pequeño juguete que sostenía entre sus manos.
-Le gusta, ¿verdad? -inquirió satisfecho el comerciante-. Según tengo entendido, refleja los rasgos reales de una muchacha de la época en la que fue fabricada; de hecho no hay dos iguales, dado que todas difieren entre sí al estar cada una de ellas inspirada en una chica distinta.
-¿Cuanto vale? -preguntó compulsivamente, dispuesto a hacerse con semejante tesoro costase lo que costase.
-¡Oh, lo siento! -en el rostro del vendedor la sonrisa se trocó en una mueca que pretendía reflejar pesar-. No está a la venta, forma parte de mi colección particular. Todos ellos -señaló con la mano la estantería de su espalda- están en exposición.
Y viendo su gesto de desconsuelo, añadió:
-Pero tengo otras muy parecidas que quizá le puedan interesar. Si es tan amable de acompañarme a la trastienda...
En realidad él no quería otra muñeca, quería solamente esa; pero obnubilado por el choque brutal con sus recuerdos, se dejó llevar mansamente al interior de la tienda.
Nunca volvería a salir de allí, al menos por sus propios pies.
Algunos días más tarde los escasos viandantes que cruzaban por la solitaria calle pudieron contemplar cómo en el lugar de honor del escaparate se alzaba una pareja de muñecos de delicados rasgos. Ella representaba a una joven no excepcionalmente atractiva, pero sí radiante en su lozanía. Él, por el contrario, aparentaba ser un hombre de mediana edad con un aspecto que se desviaba por completo de los parámetros habituales de los muñecos masculinos; de hecho, podría haber pasado casi por su padre.
Y sin embargo, ambos hacían una magnífica pareja.
Publicado el 12-10-2015