La soledad de los ángeles



Afirma un conocido refrán que, en muchas ocasiones, los árboles no dejan ver el bosque, y bien se puede asegurar que tiene toda la razón en lo que dice. Nuestra sociedad ha desarrollado vertiginosamente todas las áreas de conocimiento en un período de tiempo increíblemente breve, pero este descomunal avance ha sido realizado a costa de pagar un alto precio que tarde o temprano nos supondrá un pesado lastre, si es que no lo está suponiendo ya.

Este indeseable peaje no es otro que la especialización o, por decirlo con mayor precisión, la superespecialización que ha convertido a nuestros científicos, ingenieros, técnicos y pensadores en expertos en temas puntuales, al precio de desconocer prácticamente todo acerca de cualquier otro conocimiento, por muy cercano que pudiera estar al suyo.

Es evidente que, en tales circunstancias, personajes polifacéticos de la talla de Leonardo da Vinci no es ya que sean imposibles hoy en día; de existir, jamás conseguirían llegar a nada puesto que, incluso alcanzar el nivel de un simple doctorado universitario, exige una dedicación exclusiva durante bastantes años que impide, o cuanto menos dificulta de forma considerable, adquirir lo que otrora se conociera con el nombre de cultura general.

Y sin embargo, la ironía radica en el hecho de que el genio, el verdadero genio que hace dar a la humanidad un paso de gigante, no surge en aquél que sabe mucho de muy poco, sino en quien posee la capacidad de establecer interrelaciones entre conceptos aparentemente dispares; nada que ver, pues, con la tendencia a la que conduce una superespecialización que ciega ante todo aquello que no se tenga justo delante de los ojos.

Por esta razón, se da la aparente paradoja de que cada vez contamos con más especialistas, al precio de perder a los verdaderos genios... paradoja sólo aparente, puesto que en realidad no se trata de tal. Si nos fijamos en la historia de la ciencia y el pensamiento humanos, veremos que los grandes genios siempre han sido aquéllos capaces de pensar en horizontal divagando a través de diferentes disciplinas, justo lo contrario de los investigadores especializados, a los que la verticalidad les ha esterilizado de forma irreversible su creatividad dejándolos convertidos en meros expertos. Se trata de algo similar, en definitiva, a lo que le ocurriría a un pintor que se especializara en pintar, pongamos por ejemplo, orejas; podría conseguir llegar a ser el mejor pintor de orejas del mundo, pero esto no le habilitaría, sino antes bien todo lo contrario, para llegar a pintar un cuadro del calibre de Las Meninas.

Huelga decir que este argumento es válido no sólo para los ámbitos de la investigación y la creación, sino también para casi cualquier campo del razonamiento humano... porque, en definitiva, no se trata de nada distinto a lo que se conoce por intuición. Aunque, eso sí, resulta erróneo considerar, tal como se hace muy a menudo, que la intuición es una especie de inspiración divina que baja directamente, o poco menos, del cielo; la intuición, resulta conveniente insistir en ello, no es sino la capacidad de pensar en horizontal sacando conclusiones a partir de datos dispares y en apariencia inconexos.

Fuera ya de los círculos académicos, uno de los campos donde resulta más necesaria esta horizontalidad, o intuición si se prefiere, es el de la investigación policial. No se trata de algo tan evidente como la diligencia a la hora de detener a un delincuente ya localizado, ni tampoco de ser efectivo persiguiendo pruebas, sino de una habilidad mucho más sutil sutil: la capacidad de descubrir crímenes en base a indicios en los que otro cualquiera nunca habría reparado, un tanto al estilo, si se me permite la comparación, del celebérrimo Sherlock Holmes. Está claro que no me estoy refiriendo al porcentaje de casos no resueltos reconocido por la policía, sino a aquellos casos que, por haber pasado desapercibidos, éstos ni tan siquiera llegaron a figurar en las estadísticas policiales.

¿Nunca se han parado a pensar en la cantidad de delitos que, a lo largo de la historia, pueden haber quedado impunes, no por no haberse podido descubrir a los culpables, sino simplemente porque ni tan siquiera se llegó a sospechar que fueran cometidos? Les puedo asegurar que su número es mucho más elevado de lo que se imaginan.

Y aquí entro en escena yo. Mi nombre no importa demasiado y, si me disculpan, prefiero no hacerlo público no por precaución, sino porque no resulta necesario para la narración y nada más lejos de mi intención que alcanzar un protagonismo que no me corresponde.

Soy inspector de policía desde hace años, y desempeño mi labor en una comisaría ubicada en una de las grandes áreas metropolitanas españolas; cuál puede ser, tampoco importa. Y en ratos libres, me gusta pensar en horizontal, lo cual me ha creado más de un problema con mis compañeros y en especial con mis superiores, dado que la mayor parte de ellos soportaban mal que mostrara una sagacidad superior a la suya, camuflando su mal disimulada envidia bajo la excusa de mi presuntamente desatada imaginación, más propia según ellos de un guionista de series televisivas, que de la prosaica realidad cotidiana.

Así pues, tras varios tirones de orejas en los cuales el comisario no se recató en recordarme, sin el menor disimulo, que no me pagaban para pensar, sino para obedecer órdenes, opté por replegarme en mi concha reservando mis habilidades para mi consumo interno; porque, aunque esté mal en decirlo, lo cierto es que el trabajo de detective era algo que se me daba bastante bien, mal que les pesara a los borricos de mis jefes, mientras que detener chorizos y carteristas de poca monta estaba al alcance de cualquiera... En fin, ellos se lo perdían.

Lo que no podían impedir, puesto que formaba parte de mi trabajo, es que husmeara en los archivos policiales, aunque me cuidaba muy mucho de evitar que se enteraran de que, a la par que mis rutinarias indagaciones, aprovechaba para recopilar datos perdidos, aparentemente irrelevantes o sin relación alguna con actos presuntamente criminales. Lo que no encontraba en los archivos, lo rastreaba por el vasto mundo de internet.

Con el tiempo, acabé recopilando una cantidad de información francamente respetable, con la cual me entretenía intentando ensamblarla como si de un difícil rompecabezas se tratara. Si hubieran visto lo que hacía, es posible que más de uno me hubiera acabado considerando émulo de Charles Fort, el visionario autor de El libro de los condenados que se pasó buena parte de su vida recopilando noticias de hechos insólitos y aparentemente inexplicables; pero no era éste mi caso, ya que yo no buscaba explicaciones a fenómenos tales como lluvias de ranas o combustiones espontáneas, sino tan sólo indicios de posibles delitos. Y por supuesto, mi metodología no podía ser más racional.

Normalmente la selección resultaba ser compleja, puesto que no sólo tenía que armar el rompecabezas sino que además, por si esto fuera poco, tropezaba con la dificultad añadida de tener que seleccionar previamente las piezas pertenecientes a casos diferentes... algo endiabladamente enrevesado pero que, no obstante, asumía como un reto personal.

Como cabe suponer, esto conducía hacia lo que resultaban ser, dentro de la inevitable incertidumbre en la que me movía, varias líneas de investigación distintas. La mayor parte de ellas parecían corresponder, pese a la dificultad de la investigación, a meros delitos -o crímenes- convencionales, pero la restante...

Ésta era especial, puesto que involucraba a lo que parecían ser fenómenos paranormales. Y por supuesto, nada tenía que ver con las chifladuras de los amantes de lo esotérico; al contrario, se trataba de algo muy real basado en hechos constatados y totalmente dignos de crédito.

Éstos eran varios. Por ejemplo, estaba el caso de un autobús urbano asaltado por una bandada de niños recién salidos del colegio, los cuales habían convertido el hasta entonces tranquilo vehículo en algo desagradablemente parecido a un gallinero. Pues bien, y de esto había no sólo testigos, sino también certificados médicos, a todos ellos les comenzó a doler repentinamente la cabeza, creándose tal revuelo que el atribulado conductor se vio obligado a desviarse de su ruta para encaminarse con toda rapidez hacia el consultorio médico más cercano, tal como consta en el atestado que levantó la policía municipal. Y no quedó ahí la cosa ya que, aunque la mayor parte de los chavales se recuperaron con rapidez quedando la cosa en un susto y, como mucho, en una vomitona, dio la mala suerte de que uno de ellos, epiléptico, sufrió un ataque en el propio autobús, siendo necesaria su hospitalización. Aunque no tardó en recuperarse sin ningún tipo de secuelas aparte de las propias de su enfermedad, sus padres interpusieron una denuncia contra la empresa de autobuses pese a la evidencia de que el conductor no había incurrido en negligencia alguna. Como cabía esperar el juez sobreseyó la denuncia, pero ésta obligó a realizar una investigación policial que finalmente resultó archivada, la cual me permitió tener conocimiento de los hechos.

O de este otro. En un barrio residencial los vecinos estaban hartos de que los motoristas tomaran la avenida principal como pista de carreras, pero sus reiteradas denuncias no habían conseguido erradicar esta molesta práctica. Pero un día, y de ello hubo numerosos testigos, el conductor de una motocicleta de gran cilindrada, justo cuando se encontraba en mitad de su numerito, se llevó repentinamente las manos a la cabeza y, tras perder el control de su vehículo, acabó estrellándose contra el asfalto. Todavía en el hospital, donde se recuperaba de las heridas recibidas a consecuencia del golpe, declaró a la policía que de repente había sentido como si un cuchillo ardiente le atravesara de parte a parte el cerebro, infligiéndole un dolor intolerable.

En sí mismo este suceso no habría tenido mayor relevancia, de no haberse dado la circunstancia de que logré rastrear cuanto menos otros dos accidentes similares, en diferentes fechas y lugares pero todos ellos relativamente cercanos tanto en el espacio como en el tiempo, los cuales nadie había acertado a relacionar entre sí y con el primero al atribuirse tan extrañas explicaciones a meros delirios de los hospitalizados, todos ellos víctimas de traumatismos cráneo-encefálicos. En especial, uno de estos motoristas llegó a afirmar que, en el momento del accidente, se le había aparecido una figura demoníaca amenazándole con castigarlo a causa de su incívico comportamiento... como cabe suponer, esto no ayudó precisamente a que fuera creído. Lo que sí quedaba claro era que, una vez repuestos de sus lesiones, todos ellos se lo pensarían dos veces antes de intentar emular de nuevo a los pilotos de competición en plena vía urbana.

Lo que sí acarreó bastantes quebraderos de cabeza a mis colegas de una comisaría cercana, fue lo que vinieron a bautizar, con bastante dosis de humor, negro por cierto, como El caso del atracador zombi. En la madrugada de un domingo, cuando todo el mundo dormía o estaba todavía de juerga, unos barrenderos descubrieron, tendido en el pavimento, el cuerpo de un joven que resultó ser un toxicómano de amplio historial delictivo. El hecho de que su mano empuñara todavía una navaja y que se encontrara en las proximidades de un cajero automático, hizo pensar inmediatamente en un posible intento de atraco, pero nada parecía indicar que hubiera resultado agredido por su presunta víctima. El cuerpo no presentaba la menor lesión externa, y las posteriores exploraciones indicaron que tampoco la había interna; pero cuando lo encontraron se encontraba sumido en un coma profundo, del que los médicos no consiguieron que despertara pese a sus reiterados esfuerzos.

Lo sorprendente del caso, era que su sintomatología no se correspondía con ninguna de las consignadas en la bibliografía médica. Los neurólogos que le atendieron, desconcertados, optaron por dejarle tranquilo en una cama del hospital ante la imposibilidad de someterle a un tratamiento de rehabilitación, y así estuvo durante un par de semanas sin que su estado experimentara el menor cambio.

Durante todo ese tiempo nadie se interesó por él, y las pesquisas realizadas por la policía tampoco dieron fruto a la hora de intentar localizar a algún familiar o allegado que pudiera hacerse cargo del enfermo; al parecer, el pobre diablo había estado dando tumbos por la vida más solo que la una. Pero finalmente, algo ocurrió. Tras el relevo de un turno de guardia un domingo por la noche, el interno recién incorporado inició su ronda por la planta, descubriendo que el paciente había fallecido. Se trataba de algo realmente extraño, ya que apenas un cuarto de hora antes su compañero saliente no había encontrado nada anormal en sus constantes vitales.

Más sorprendentes aún fueron los resultados de la autopsia. Según constaba en el informe, todos los órganos vitales mostraban el aspecto que podía esperarse en un toxicómano, pero ninguno de ellos parecía ser el responsable de su repentina muerte... excepto el cerebro, al que el forense describió como literalmente achicharrado, añadiendo la coletilla de que nunca a lo largo de toda su vida profesional había tenido ocasión de ver nada igual.

Dadas las circunstancias que concurrían en el caso, la policía había tomado cartas en el asunto... sin el menor resultado ya que, como coincidieron en opinar todos los médicos consultados, no se conocía ninguna manera de que alguien hubiera podido provocar tan sorprendentes lesiones cerebrales. Así pues se acabó archivándolo, dictaminando que el fallecimiento había tenido lugar por causas naturales, por muy extrañas que hubieran resultado ser éstas.

En lo que nadie reparó fue en las declaraciones de una enfermera, la cual afirmó haber tropezado con un visitante en el pasillo donde se encontraba la habitación del fallecido, justo en el breve intervalo del tiempo durante el cual había tenido lugar su muerte. Puesto que no pudo precisar con exactitud la puerta por la que éste había salido, y tampoco fue capaz de dar una descripción fidedigna de su aspecto físico, la investigación de esta pista no fue más allá, máxime teniendo en cuenta que el control de las visitas en ese hospital era bastante relajado y en recepción carecían de un registro de las mismas. Por si fuera poco, cuando días después la policía intentó interrogar por segunda vez a la enfermera, resultó que ésta había recibido la baja médica a causa de una fuerte jaqueca. Y de ahí no pasó la cosa.

A diferencia de mis compañeros, yo sí me lo tomé en serio. Todos estos casos -los niños del autobús, los diferentes motoristas, el atracador muerto e, incluso, la enfermera- tenían en común lo insólito de unos inexplicables trastornos neurológicos que iban desde fuertes dolores de cabeza hasta incluso la propia muerte por destrucción de los tejidos cerebrales. Así pues, con estos mimbres procedí a tejer mi cesto.

Ante todo, se imponía averiguar si existía algún tipo de sistemática que me permitiera deducir la existencia de un vínculo común a todos ellos, algo ciertamente complicado dadas tanto su dispersión geográfica -un radio de aproximadamente unos treinta kilómetros- como temporal, con varios meses transcurridos entre el primero y el último y una distribución del todo irregular a lo largo de ese período de tiempo.

No resultó nada fácil. Por más combinaciones posibles que ensayara, no conseguía dar con ninguna clave que me permitiera encontrar una pauta común. Cansado, pero al mismo tiempo aguijoneado por la dificultad, decidí cambiar de estrategia. Para empezar, necesitaba más piezas para encajar, pero no tenía demasiado claro como podría conseguirlas. Hasta entonces me había limitado a rastrear en los archivos de mi comisaría y en los de otras vecinas, donde contaba con amigos que estaban al corriente de lo que consideraban una inofensiva chifladura. Me interesaba, pues, ampliar mi radio de acción, pero ¿cómo hacerlo sin despertar las sospechas de mis superiores?

La fortuna vino a llamar a mi puerta de la mano de un antiguo compañero trasladado tiempo atrás a una ciudad de la costa mediterránea. En una de sus visitas a su antiguo destino, sus “veraneos al revés” como jocosamente las denominaba, me entregó discretamente un sobre pidiéndome que no lo abriera hasta llegar a casa. Puesto que había más gente alrededor nuestro opté por respetar sus precauciones, y ante mi muda interrogación respondió con un breve, pero significativo “Sí, es para tus crucigramas”.

Y lo era, puesto que se trataba de la copia de un atestado policial realizado en su comisaría algún tiempo atrás. En realidad, y a diferencia de mis otros casos, éste podía ser calificado como chusco, y así lo habían considerado en su día los agentes que lo instruyeron, hasta el punto de que copias del mismo habían corrido libremente por toda la comisaría para regocijo de todos sus empleados.

La cuestión, en esencia, era ésta: una señora de mediana edad, propietaria de un yorkshire, denunció que un desconocido había asesinado a su mascota fulminándola con la mirada. Al parecer el chucho, con el mal genio proverbial de su raza, se había puesto a ladrar a alguien cuando caminaban por el paseo marítimo. Éste, al parecer un varón adulto aunque la dueña de la víctima no fue capaz de aportar datos más significativos, se habría limitado a mirarlo fijamente sin decir palabra, tras lo cual el histérico animal había caído fulminado.

A partir de ese momento la declaración de la denunciante se volvía inconexa ya que, según afirmaba, el disgusto que le provocó ver a su perro muerto le había originado una crisis de ansiedad por la que tuvo que ser atendida en un centro sanitario cercano tal como venía reflejado en el parte médico que adjuntaba, según el cual la paciente mostraba claros síntomas de desorientación mental así como fuertes jaquecas. En cuanto al presunto causante del canicidio, huelga decirlo, habría aprovechado la confusión para desaparecer sin dejar rastro.

Aún había otro documento anexo a la denuncia, un certificado con membrete de una clínica veterinaria según el cual, al realizar la autopsia del yorkshire se habían hallado graves lesiones de origen desconocido en el cerebro, las cuales se apuntaban como posible causa de la muerte del animal aunque sin poder aventurar las causas que las pudieran haber provocado.

Como cabe suponer la denuncia había sido archivada directamente sin más contemplaciones, y sólo la rechifla que se montó a costa suya fue lo que permitió que llegara a mis manos. Pero yo me la tomé muy en serio a pesar de que, en un principio, el hecho de que hubiera tenido lugar a varios centenares de kilómetros de distancia de las otras pistas se me antojó una dificultad añadida antes que una ayuda... hasta que caí en la cuenta de mi error.

Hasta entonces, había estado centrando mi estrategia en sucesivos intentos de reconstruir una hipotética línea ortodrómica, es decir, la posible ruta seguida por mi misterioso personaje, sin conseguir que me encajaran las piezas. Pero que el suceso del perro hubiera tenido lugar en una localidad turística y en plena época de vacaciones, me abrió los ojos sobre algo tan evidente que hasta entonces me había pasado desapercibido.

Eso era; el escurridizo freidor de mentes se había ido de veraneo como cualquier otro ciudadano. Esto me hizo caer en la cuenta de que los movimientos cotidianos de cada uno de nosotros, registrados a lo largo de varios meses, no dibujarían una línea recta en el mapa, sino más bien una figura poligonal o con forma de estrella, y si de ellos entresacáramos tan sólo algunos puntos la distribución de los mismos sería aparentemente tan caótica como la de mi ilustre desconocido...

Pero sólo aparentemente ya que, por muy fragmentaria que fuese mi información, siempre debería ser posible deducir algunas tendencias predominantes. Ya sabía que había estado en la playa, pero resultaba evidente que su territorio habitual era la ciudad o sus alrededores. ¿Cuáles podían ser sus desplazamientos cotidianos? Lo más lógico, era suponer que fuera su camino de casa al trabajo, así como la vuelta.

Para averiguarlo, contaba con un total de cinco pistas: el autobús, los tres motoristas y el atracador. Por sus propias características había que descartar que este último suceso hubiera ocurrido en las cercanías de su lugar de trabajo, aunque no había modo alguno de averiguar si el incidente había tenido lugar próximo a la vivienda del hipotético sospechoso o si, por el contrario, éste había sido asaltado mientras disfrutaba de su ocio nocturno.

Más prometedor parecía ser el asunto del autobús ya que, por la hora a la que había tenido lugar, cabía pensar que ocurrió cuando el causante del alboroto volvía a casa desde el trabajo. Afinando todavía más, podía aventurarse que se tratara de un oficinista o bien de alguien con una jornada laboral de duración similar, ya que era demasiado pronto para que fuera algún otro tipo de empleado. Así pues, el recorrido de la línea me permitía acotar bastante los movimientos de mi escurridiza presa.

Quedaban, por último, los tres motoristas. En un principio la cosa parecía bastante complicada debido a la distribución geográfica de los tres accidentes, aparentemente anárquica y, por si fuera poco, repartida entre dos municipios diferentes del área metropolitana; pero un estudio minucioso me permitió afinar bastante.

Así, mientras uno de ellos había tenido lugar en la propia capital, los otros dos habían sucedido en una localidad cercana. Uno de estos últimos ocurrió un sábado por la mañana, en las cercanías de un parque frecuentado por numerosas personas que disfrutaban del buen tiempo. El otro, a cosa de un par de kilómetros de distancia, acaeció en un día de diario, al filo de la medianoche, en un barrio residencial. El de la capital, por último, fue también en un día de diario, pero en esta ocasión en horario de oficina.

Esto me permitió ir atando cabos. Todo parecía indicar que el causante de todos los desaguisados, si es que se trataba de una única persona, trabajaba en la capital pero vivía en un municipio de la periferia, como se deducía de los incidentes de los motoristas. Corroboraba esta hipótesis el hecho de que la línea de autobús tenía su origen en las cercanías del barrio donde presuntamente trabajaba, y pasaba además por una estación de cercanías en la que se podía coger el tren con destino a la localidad donde al parecer residía. Las piezas comenzaban a encajar.

Un nuevo hecho vino a apoyar mis suposiciones aunque, curiosamente, la información no me llegó esta vez por vía policial, sino que apareció publicada en uno de esos periódicos gratuitos que reparten en las estaciones de tren y metro, los cuales acostumbran a hacerse eco de sucesos que, por su naturaleza, suelen ser ignorados por los diarios de pago.

La noticia en cuestión era una pequeña gacetilla que pasaba casi desapercibida en un rincón de la página, y en ella se informaba del revuelo que se había formado en un tren de cercanías cuando una pasajera, que iba hablando por un teléfono móvil, comenzó a dar gritos al tiempo que tiraba el aparato, exclamando que éste quemaba. Al ser atendida por los viajeros mostró una gran desorientación quejándose de fuertes dolores de cabeza, por lo que recibió atención médica en la primera estación en la que se detuvo el tren. Por fortuna, concluía el redactor, no se le apreció ningún trastorno grave, siendo enviada a casa tras administrársele un analgésico.

Como cabe suponer, no me sorprendió lo más mínimo que ese tren perteneciera a la línea que enlazaba la capital con la ciudad donde presuntamente residía mi desconocido amigo, y tampoco fue para mí motivo de extrañeza que la hora a la que tuvo lugar el incidente coincidiera con la de vuelta a casa de muchos trabajadores. Lo tenía... pero mi euforia bajó muchos puntos cuando caí en la cuenta de que esa línea de cercanías era utilizada de forma habitual por varias decenas de miles de viajeros. Casi nada.

Puesto que era consciente de que poco más podría hacer por estrechar el cerco, comencé a especular con posibles formas de hacerle morder el anzuelo atrayéndole hacia mí, única manera práctica de identificarlo entre toda esa bullente marea humana. Pero, ¿cómo hacerlo?

Después de darle bastantes vueltas, opté por lo más sencillo: suponiendo que mi presa leyera de forma habitual los periódicos gratuitos, aposté por enviarles una carta aparentemente inocente, pero en la cual se ocultara un mensaje que sólo él fuera capaz de identificar. Claro está que corría el nada despreciable riesgo de que la carta no llegara a ser publicada, o bien de que la mutilaran lo suficiente para dejar irreconocible su verdadero significado... pero no cabía otra posibilidad, y si este intento fallaba, siempre podría urdir otro plan alternativo.

La carta era la siguiente:


“Estoy harto. Estoy completamente harto de padecer ruidos de todo tipo vaya donde vaya, harto de no poder estar tranquilo ni tan siquiera en mi propia casa. ¿Por qué razón no se prohibe que los motoristas nos destrocen los tímpanos con sus acelerones, que todos los días, en el tren, hablen a gritos por los teléfonos móviles al lado mismo de tus oídos, que pasen por la calle con coches convertidos en discotecas ambulantes, que te torturen con los ladridos de sus perros...?

Desearía poseer el don de fulminar con una simple mirada a todos estos indeseables, de poderme tomar la justicia por mi mano ya que las autoridades renuncian a defender nuestro descanso, y envidio a cualquiera que pudiera hacerlo. ¡Ojalá mi sueño fuera cierto!”


Y firmaba como residente en la ciudad del desconocido.

Para sorpresa mía la carta fue publicada íntegra, e incluso generó una pequeña polémica con varias réplicas y contrarréplicas, alguna de ellas más bien tirando a grosera; pero el pez que yo buscaba no mordió aparentemente el anzuelo. Pese a ello, consideraba bastante probable que él sí la hubiera leído, por lo cual no cabía otra opción que la de seguir insistiendo. Y así lo hice.

Mientras tanto, él continuaba haciendo de las suyas, como ocurrió cuando un coche con la música -es un decir- a todo trapo y las ventanillas bajadas, se estrelló bruscamente contra una farola. Su conductor no supo dar más explicación que la de que, de repente, se le había nublado la mente, perdiendo el control del vehículo; llevado al hospital fue sometido a observación, dictaminando los médicos que no tenía ninguna lesión grave -salvo una serie de contusiones producto del choque-, aunque se le diagnosticó una fuerte jaqueca.

Quiso el azar que en esta ocasión dispusiera de información de primera mano al ser testigo presencial del accidente, mientras que al informe médico tuve acceso gracias a mis contactos. Y no fue por casualidad ya que, a raíz de la publicación de la carta, todos los fines de semana había empezado a pasearme por el barrio donde suponía que residía el paranormal, en un intento un tanto pueril por identificarlo; por desgracia, en el momento en el que tuvo lugar el percance la calle se encontraba llena de gente, razón por la que no llegué a vislumbrar siquiera a ningún posible sospechoso. Pero tenía el convencimiento de que había estado muy cerca de él; y si bien yo no había sido capaz de localizarlo, alentaba la esperanza de que él sí me hubiera encontrado a mí quizá, quién sabía, gracias a unos hipotéticos poderes telepáticos.

Lo que no sospechaba era que lo tuviera tan cerca. Pasado algún tiempo, cuando la pequeña polémica montada en el periódico se había ya apagado, su respuesta me llegó, de forma inopinada, por la misma vía que yo había utilizado, es decir, mediante una carta al director; y al momento supe que se trataba de él ya que, a diferencia de las aparecidas anteriormente, en este caso sí existía un mensaje que fui perfectamente capaz de interpretar.

En ella, mi interlocutor defendía también el derecho a tomarse la justicia por su mano para defenderse de las molestias de todo tipo ocasionadas por las hordas de incívicos que pululaban por doquier -hasta aquí nada de extraño-, pero añadía a continuación varios detalles concretos -fechas, lugares, circunstancias- relativos a sus intervenciones que no habían sido hechos públicos en ningún momento y que, por consiguiente, tan sólo él y yo podíamos conocer. Quedaba descartada, pues, cualquier posible casualidad; se trataba, sin ningún género de dudas, de él en persona.

También era patente su deseo de concertar una cita, ya que en uno de los párrafos afirmaba frecuentar, todos los fines de semana y siempre a la misma hora, un parque de su ciudad; aunque la excusa para decirlo era una airada protesta por el deterioro del lugar, para mí la invitación no podía estar más clara.

Sin pensármelo dos veces ese mismo sábado me presenté allí y, tras buscar un banco relativamente apartado del bullicio, me senté a leer tranquilamente el periódico, a la espera de la llegada de mi anfitrión. Llevaba ya un buen rato enfrascado en la lectura, cuando de repente sentí la presencia de alguien a mi lado. Intenté levantar la vista y volver la cabeza para ver de quien se trataba, cuando me lo impidió una orden perentoria que, juraría, no oí sino que me llegó directamente al cerebro:

-No se vuelva, y finja seguir leyendo el periódico. Si me viera la cara no tendría más remedio que matarlo, y no es esa mi intención... al menos por ahora. Ah, no es necesario que hable en voz alta; basta con que piense lo que me quiera decir o, si lo prefiere, que subvocalice. Con esto será suficiente.

-¿Quién es usted? -logré articular al fin, tras vencer el miedo que me atenazaba la garganta.

-Curiosa pregunta -respondió el desconocido con cierto tono de burla en su voz-; yo diría que es más bien usted quien debería responder a ella, puesto que ha estado siguiendo mis pasos desde hace tiempo.

-Yo... -apenas acerté a balbucear.

-Vayamos al grano -me interrumpió con brusquedad-. Cuando leí su carta y fui consciente de que usted estaba al corriente de mis andanzas, pensé en un principio que podría ser uno de los nuestros en busca de ayuda; de ahí que forzara esta cita. Pero nada más llegar aquí, me he dado cuenta de que no era así. Por este motivo, y a no ser que tenga una buena razón que justifique su empeño, muy a mi pesar me voy a ver obligado a adoptar medidas francamente desagradables para evitar que continúe siguiéndome. No es nada personal, se lo aseguro, pero cuando es mi seguridad, e incluso mi propia vida, lo que está en juego, no puedo permitirme el lujo de andar con paños calientes. Así pues, explíqueme qué es lo que hacía detrás de mí.

Tragué saliva, recordando al infortunado atracador, y pregunté débilmente:

-¿Es usted capaz de leer la mente?

Mi pregunta debió de pillarle desprevenido, porque tardó algún tiempo en responder.

-Depende de como se considere. Puedo captar los pensamientos que usted tiene en la cabeza en estos momentos, así es como pude localizarle entre todos los que había en el parque; pero no, no puedo acceder a su memoria ni a las partes más profundas de su mente, a no ser que usted las saque voluntariamente a flote. Bueno -se corrigió-, en realidad sí podría, pero probablemente le causaría daños irreversibles en el cerebro. Y prefiero no verme obligado a hacerlo.

-En cualquier caso, supongo que me sería muy difícil engañarle... -y tomando su silencio como un asentimiento tácito, continué-: Soy policía, pero esto nada tiene que ver con mi trabajo, se trata de un simple entretenimiento personal. Si lo prefiere, compruébelo usted mismo.

Y le abrí mi mente.

Mentiría si afirmara lo contrario: no sentí nada en absoluto mientras el visitante hurgaba en mis neuronas. Nada, excepto el temor de que, disgustado por algo que encontrara, decidiera convertirme en un vegetal o, incluso, en algo peor.

Por fortuna, nada de eso ocurrió. Tras un lapso de tiempo que me resultó imposible de cuantificar, pero que en cualquier caso se me antojó eterno, el telépata sentenció al fin:

-Está bien. Veo que tan sólo pretendía jugar. Pero tenga cuidado, el fuego quema. Debe abandonar inmediatamente este juego, podría llegar a ser muy peligroso tanto para usted como para mí.

-¿Por qué? -pregunté, a modo de disculpa.

-Me perseguirían si descubrieran mi verdadera condición -fue la sombría respuesta-. Persiguen a todos los que son como yo. Y le aseguro que nuestro destino, cuando somos capturados, no es otro que la esclavitud de por vida, si no la muerte -concluyó con amargura.

-Pero...

-La sociedad nunca perdona a quienes tenemos la desgracia de ser diferentes, y todavía menos a los que considera superiores, porque nos teme de modo irracional. Si cayéramos en manos de una muchedumbre serían capaces, incluso, de lincharnos.

-¿Son ustedes... mutantes? -inquirí con timidez.

-Podríamos considerarlo así -al parecer, mi interlocutor me había convertido en su improvisado confidente-. Nacemos con ello, si es a lo que se refiere. Y lo arrastramos de por vida, mal que nos pese.

-Yo siempre creí que poseer poderes sobrehumanos sería una ventaja...

-Bendita ingenuidad la suya. Le puedo asegurar que es una auténtica maldición, y por muchos motivos además.

Hizo una pausa y continuó:

-¿Sabe usted, acaso, lo que es tener que esconder constantemente tus... habilidades intentando evitar que éstas te jueguen una mala pasada? ¿Sabe lo que es sentirse perseguido por los gobiernos como si de un raro espécimen animal se tratara? Uno de los nuestros tuvo la mala fortuna de caer en manos de una agencia secreta del gobierno norteamericano. Le privaron de libertad pese a que no había cometido el menor delito, le sometieron a todo tipo de pruebas vejatorias, le torturaron incluso para arrancarle toda la información posible sobre nosotros... ¿Sabe lo que hizo? Incapaz de soportarlo durante más tiempo, acabó suicidándose aprovechando un descuido de sus guardianes. Para su desgracia ésta era la única manera de liberarse del infierno en el que había caído prisionero, ya que jamás le habrían permitido recobrar la libertad. Eso sí -sentenció con rabia-, sus verdugos pagaron por el crimen que habían cometido.

-Lo que quiere decir que ustedes pueden llegar a ser peligrosos -osé espetarle arrepintiéndome inmediatamente después-. Incluso usted ha matado.

-Tenemos derecho a defendernos, por lo demás jamás utilizamos nuestros poderes en beneficio propio. En cuanto a al atracador, si es a eso a lo que se refiere... le aseguro que fue un desgraciado accidente. Yo no quería matarlo, sólo pretendía evitar que me hiciera daño, pero me venció el pánico al sentir la navaja en el cuello y reaccioné de forma instintiva sin poder controlar mi respuesta. Piense usted cómo habría obrado en mi lugar de haber tenido una pistola cargada en el bolsillo, una pistola de la que no pudiera desprenderse por más que lo deseara. Era un pobre diablo, pero tenía derecho a la vida y yo fui el primero en lamentarlo.

-Pero usted le remató en el hospital... -porfié, ya más tranquilo al comprobar lo calmado de su respuesta.

-Fue un acto de misericordia. Sus lesiones cerebrales eran irreversibles, le había condenado de forma involuntaria a ser un vegetal durante el resto de su vida. Me sentía responsable y obré conforme me dictaba mi conciencia, arriesgándome a penetrar en el hospital pese a saber que la policía andaba cerca. Considérelo un caso de eutanasia.

-Bien, ¿y qué me dice de los demás?

-¡Oh! ¿No irá a reprocharme que me cargara a ese chucho? ¿Sabe usted que intentó morderme sin que mediara la menor provocación por mi parte? Además, me repugnan esas ratas chillonas.

-No me refería a eso -respondí divertido; yo tampoco soportaba a esos animales-. Pero, ¿qué me dice del niño epiléptico? ¿O de los motoristas y el conductor del coche? Podría haberlos matado, y aquí no puede alegar usted defensa propia, puesto que simplemente molestaban...

-Lo del niño fue involuntario, no tenía manera alguna de saberlo. Perdí la paciencia, lo reconozco; tan sólo quería que se callaran. Usted no se puede imaginar la algarabía tan insoportable que montaron en el autobús.

Ya lo creo que me lo imaginaba... pero estaba empezando a cogerle gusto al papel de abogado del diablo.

-Provocar la caída de una moto en marcha, o el accidente de un coche, no creo que pueda decirse que fuera algo involuntario...

-No le falta razón, ahí quizá me pasé un poco... pero es que ya me tenían harto. Esos desgraciados pagaron el pato, pero en realidad tantos ellos como los otros muchos que hacen lo mismo, se merecían un escarmiento. Nada grave, por supuesto, pero sí lo suficiente para que se lo pensaran dos veces a partir de entonces... respóndame con sinceridad, ¿usted no ha soñado alguna vez con hacer lo mismo? Yo, simplemente, lo hice.

Una vez no, sino muchas; la verdad era que tenía razón, pero...

-En cualquier caso -gruñí-, y olvidándonos de todos los posibles efectos colaterales de sus andanzas, lo cierto es que, según sus propias palabras, usted se ha arriesgado mucho al utilizar sus poderes de forma tan reiterada. ¿No temía ser descubierto? Igual que lo hice yo, podría haberlo hecho alguna de esas misteriosas agencias cazamutantes a las que tanto asegura temer...

-¿Qué quiere que le diga? -suspiró-. Yo también soy humano, tan humano como lo puedan ser usted o cualquier otro; y estoy sujeto a las mismas debilidades. Todavía peor -añadió-, puesto que no es lo mismo sentir la tentación de pegar un tiro a alguien, que hacerlo teniendo una pistola cargada en la mano. ¿Sabe usted lo que es tenerse que pasar toda la vida reprimiendo tus impulsos innatos para evitar ser descubierto? ¿Se imagina acaso lo que sería vivir en un mundo de ciegos viéndote obligado a ocultar que tú sí eres capaz de ver? La tensión es tal, que tarde o temprano acabas cometiendo errores. Esto es justo lo que me ocurrió a mí. Por una serie de circunstancias que no vienen al caso, empecé a bajar la guardia hace algunos meses y, pese a mis temores iniciales, seguí haciéndolo en la confianza de que no llegaría a ser descubierto. Y la verdad, me desahogaba. Pero el riesgo era real, como lo demuestra el hecho de que usted encontrara mi rastro; y aún tengo que dar gracias a que mis perseguidores no fueran los otros...

-Le comprendo...

-¡No! -su respuesta fue un grito desgarrado-. Jamás podrá alcanzar a comprender la maldición que nos aflige. Al igual que un sordo es insensible a los ruidos, o un ciego al deslumbramiento, usted no puede imaginar siquiera la tortura que supone oír las emanaciones mentales de la muchedumbre que te rodea, algo todavía más intolerable que los ruidos molestos por los que imprudentemente actué... le juro que es peor, infinitamente peor.

Aunque siguiendo sus instrucciones no había osado mirarle en ningún momento, me lo imaginé abatido con la cabeza escondida entre los brazos, sollozando quizá en silencio. Sentí entonces el repentino impulso, la necesidad imperiosa de ayudarle...

-¡No lo haga! -su voz, fuera física o mental, cortaba como un cuchillo-. Por su propio bien no lo haga, siga mirando al periódico y no se le ocurra volverse. Le agradezco su solidaridad, pero... no podría ayudarme aunque quisiera, y además se perjudicaría usted creándome un cargo de conciencia a mí. Debo cargar con esta cruz en solitario, mal que me pese no podría compartir la carga con nadie. Con nadie.

-Pero...

-Le ruego que me disculpe por mi brusquedad; por lo demás, se ha tratado de una simple debilidad momentánea. Gracias a usted he podido ser consciente del riesgo que estaba corriendo, y ahora he de adoptar las medidas pertinentes para evitarlo en el futuro. Me marcharé de aquí, todavía no sé a donde, y tan sólo le pido el favor de que no intente seguir mis pasos... aunque a partir de ahora procuraré ser más prudente para no ir dejando un rastro.

-Se lo prometo...

-Gracias. Sé que es sincero, y se lo agradezco de nuevo. Ahora tengo que marcharme, cabría la posibilidad de que le hubieran estado siguiendo para poder localizarme a mí. Por precaución, y para evitar que la curiosidad le incitara a verme, le adormeceré durante unos instantes, los justos para poderme marchar de aquí. Pero no sufrirá el menor daño. Adiós, amigo -concluyó, a modo de despedida, con un triste tono de nostalgia.

-Oiga... -apenas llegué a articular antes de perder el sentido.

Cuando lo recobré, todo seguía aparentemente igual a mi alrededor, con la gente paseando, los niños jugando y un músico ambulante tocando una irreverente versión de la Cuarenta de Mozart en la lejanía. Pero notaba su ausencia, la sentía como algo sólido y tangible tras la breve comunión de nuestros espíritus.

-Disculpe, señor, ¿esto es suyo?

La inesperada pregunta tuvo la virtud de arrancarme de mi ensimismamiento, haciéndome reparar en la persona que me la hacía; se trataba de un anciano de aspecto apacible que señalaba con la mano un libro depositado en la parte del banco que quedaba libre, justo aquélla en la que había estado sentado mi desconocido interlocutor. Evidentemente, deseaba sentarse allí.

-Yo, no... ¡digo sí! -me corregí de forma un tanto brusca-. Disculpe, lo había olvidado.

Con gesto precipitado recogí el libro, del cual tenía la certeza de que no estaba con anterioridad a la llegada del visitante. Así pues era él quien lo había dejado allí, quizá para recordarme que no se había tratado de un sueño, quizá como presente en prueba de amistad.

-Bonito libro -comentó el anciano tras tomar asiento a mi lado-. Yo lo leí hace tiempo, y me pareció excelente.

Sólo entonces reparé en que, en mi aturdimiento, ni siquiera había mirado el título. Se trataba de Mutante, una novela clásica de ciencia ficción escrita por Henry Kuttner en 1953. No la conocía entonces, pero leerla me ayudó a conocer la tragedia de mi desconocido amigo.


Publicado el 12-12-2019